La mujer se volvió contra él:
–¿Qué has dicho? ¡ ¿qué has dicho?! – Asustado el hombre buscó una excusa; finalmente obsequioso y amable dijo:
–Mierda.
–¿Qué le has dicho? – Ella no cedió y en el aprieto él contestó lleno de coraje forzado, de acuerdo con su nueva convicción:
–Cinco.
–Y lo dices todavía, odre, tripa de vino… y tengo que echaros de comer…, sin dinero tengo que arreglármelas… -El gordo no se inmutó:
–Vino… también te dan vino -decía con beato falsete, como si ahora tuviera que ser premiado por su coraje. Ella le había agarrado por la túnica.
–Todo el dinero se lo lleva a la porcachona… Seis tiene que pagar, ¿oyes?, seis…
–Seis -añadió obsequiosa la torre e hizo ademán de sentarse, cosa que por cierto no logró bajo la mano de la mujer que le sujetaba. Para el delgaducho era una fuente de interminable, clamoroso placer que le hacía agitar el bastón:
–Cinco ha dicho y cinco le pago. ¡Se acabó!
–No es verdad -bufó ella y reteniendo siempre al barrigón por la túnica, le gritó en la cara-: ¡Díselo, dile que son seis, díselo! – A todo esto su voz no perdía el deje comercial de ofrecimiento, por mucho que se excitara; pero no era posible establecer a quién se dirigía. De todos modos, el delgaducho, cortando un poco su jolgorio, se tomó algo más conciliador:
–¿Qué quieres, pues? Ya te da gratis la harina el César…
Ella titubeó, dando al gordo, sacudido por su zamarreo, no sólo un respiro sino también la ocasión de concluir al fin con la penosa cuestión de los sestercios:
–¡Viva el Augusto! – cacareó en dirección a la mansión imperial, y el otro, levantando el bastón y dirigiéndose igualmente al palacio, reforzó el alegre graznido con un tronante:
–¡Viva! – y otra vez resonó el entusiasta graznido:
–¡Viva el Augusto! – y otra vez saludó el flaco con un atronador:
–¡Viva!
–¡A callar, a callar los dos! – interrumpió asqueada e iracunda la mujer y realmente por unos segundos logró su efecto: no precisamente por obediencia a la orden de la mujer, sino más bien por respeto al César aclamado, enmudecieron ambos, hasta se quedaron tiesos, con la boca abierta el gordo, con el bastón levantado el flaco, y mientras la sombra armada con su bastón subía por la muralla en el crepitante reflejo del fuego y la mujer, apoyados los pesados brazos en las caderas, contemplaban el hermoso efecto, se hubiera podido pensar que la inmovilidad duraría ahora por toda la eternidad, hasta que fue interrumpida precisamente por el ladrido de la risa que de nuevo comenzaba, de nuevo tronaba, de pronto cortada en seco por otra risa, a la que en ese momento se añadió también la gorda pareja, primero claro y tenoril, casi gorjeando alegremente el barrigón, luego cloqueando inerte y temblorosamente cacareando la mujer, y el bastón marcaba el compás a la risa de las tres fauces, a la risa espasmódica, que manaba húmeda desde el fondo de un fuego desconocido, escarnio de tres cabezas que se mofaban a sí y entre sí, dios desconocido, el más desconocido de tres cuerpos. Se acercaba el clímax y el flaco lo halló:
–¡Vino! – gritó-, ¡tendrás tu vino, gordo; vino para todos, vino a la salud del César!
–¡Hui, hui, hui! – cacareó la mujer y su risa, dando una vuelta de campana, aterrizó en cólera y, entonces justamente, en impúdica oferta-. Tu César… yo lo conozco…
–Harina del César -le ilustró embelesadamente la torre patriótica y comenzó a separarse de la pared-, harina del César, tú misma lo has oído… ¡Viva!
Casi era de esperar que a todo ello la mujer hubiera debido lanzar de nuevo su grito del ajo, hasta tal punto era aquello un vagar perdido sin moverse del sitio, y cuando el otro todavía agregó como confirmación, gritando y atragantándose:
–Sí, mañana será distribuida, mañana la hace repartir… No te costará nada… -se le acabó la paciencia:
–Una mierda será repartida -chilló tan fuerte que repercutió por toda la plaza-, una mierda regala el César… Una mierda es tu César, una mierda es él, el César; ¡bailar y cantar y joder y putañear sabe él, señor César, pero otra cosa no, y una mierda regala!
–Joder… joder… joder -repetía feliz el gordo, como si con esa palabra casual se le hubiera volcado toda la lujuria del mundo en toda su casual calentura-: ¡El César jode, viva el César!
El flaco entretanto se había adelantado unos pasos, a tropezones, posiblemente temiendo que pudiera acercarse la guardia, y aunque su risa nocturna seguía siendo como antes engolada y ruidosa, sonaba sin embargo intranquila, cuando les gritó por encima de su hombro más alto:
–¡Adelante…, vino tendrás; adelante!
Por cierto no sirvió de nada, y probablemente no había ya nada, absolutamente nada que pudiera hacer efecto, porque el barrigón, obstinadamente fascinado por el César bailante y jodiente, estaba indudablemente empeñado en correr parejas con el sublime soberano y patrióticamente dedicado a apoyar noblemente su solicitación amorosa con vivas al Padre Augusto, al César Augusto, al Salvador Augusto; tendiendo suplicante y concupiscente las manos, trataba de alcanzar a la mujer que se retraía injuriando y maldiciendo, y moviéndose incierto a tientas, emitiendo pequeños chillidos, parecido a un coloso gorjeante de placer, pronto a la cópula, su lasciva embriaguez le hacía bailar a saltitos, con pies casi ligeros, vuelto ciego y sordo a su propósito y seguramente nada dispuesto a renunciar a él, si un sorprendente bastonazo del cojo, que se había acercado quedamente, no hubiera puesto fin de pronto al juego: había ocurrido en forma indescriptiblemente rápida y silenciosa, nada se había oído, como si el bastón hubiera golpeado en un montón de plumas, ni se había oído un solo grito de susto o de dolor, ni un suspiro ni un gemido se había oído; el gordo simplemente se había desplomado, se movió un poco y luego se quedó en el suelo inmóvil… El asesino sin embargo no se preocupó más de él, sino que se alejó sin darse vuelta siquiera, se fue de allí cojeando tranquilamente, por cierto no en dirección al puerto y al vino y a la porcachona, sino a casa, como se lo había impuesto la mujer, preocupándose por ella, que indecisa -tal vez sorprendida y conmovida por lo improviso de la defunción o por tan repentino apagamiento del momentáneo celo- se había inclinado sobre el cadáver en una demora de duelo casi teatral, antes de quitarse de allí pocos instantes después y apresurarse, con rápida resolución, tras el cojo que se alejaba; todo esto ocurrió tan rápidamente, tan lejos, tan profundamente entretejido en la febril transparencia inmóvil de la noche, que nadie ciertamente hubiera podido intervenir allí para impedir nada, y menos aún un enfermo, que desde la ventana había debido seguir el curso de los hechos, impotente para lanzar un grito, impotente para hacer un gesto, paralizado y rígido y hechizado por la vigilia impuesta, por la pena impuesta, pero además porque apenas había podido asimilar lo ocurrido, pues antes todavía que la fugitiva pareja de asesinos hubiese desaparecido tras la esquina coronada de almenas que cerraba netamente el muro de circunvalación, el caído se movió y, después de conseguir ponerse sobre el vientre, se arrastró a cuatro patas como un animal, como un grande y torpe escarabajo, que hubiese perdido un par de patas, apresurándose tras sus compañeros. No era cómico, no, sino espantoso y atemorizante ese animal fabuloso, y espanto y terror siguieron, cuando finalmente se levantó sobre sus cuartos traseros, para orinar en la pared y luego, perdiendo el equilibrio a cada paso y tanteando la pared, fue tambaleándose a lo largo de ella. ¿Quiénes eran los tres? ¿Enviados del infierno, mandados por el barrio de la miseria, en cuyas hileras de ventanas había mirado, obligado despiadadamente por el destino? ¿qué vería todavía, qué más debía suceder aún? ¿no era suficiente, no era suficiente todavía? Oh, no habían sido para él esta vez los ultrajes, no el escarnio y la irrisión, que habían sacudido a los tres, esta chillante, ladrante, contagiosa risa masculina, sin semejanza ninguna con la risa femenina de la calle de la miseria; no, en esta risa hervía algo peor, espantoso y terrible, y era el terror de lo real, que ya no se dirige al hombre, ni a él que lo había visto y oído desde la ventana, ni a otro hombre cualquiera, como un idioma que ya no es puente entre hombres, como una risa extrahumana cuyo alcance escarnecedor abarca la existencia del mundo real como tal, y que llegando más allá de todo campo humano, ya no se ríe del hombre, sino que simplemente lo aniquila dejando el mundo al descubierto; ¡oh, así había sonado en la risa de las tres figuras, expresando horror, transmitiendo horror, la risa humana, la risa del horror rugiendo sus bromas! ¿Por qué, oh, por qué le había sido enviado a él? ¿qué necesidad se lo había enviado? Se inclinó hacia afuera, tratando de oír a los tres… Allá en el cielo del sur, allá, inmóvil y mudo, tendía Sagitario el arco contra Escorpio; en dirección a Sagitario habían desaparecido los tres y en el silencio seguían ondeando una y otra vez, primero desgarrados groseramente, luego levemente desflecados, primero multicolores, luego grises y finalmente perdidos los inmundos jirones residuales de sus palabras ultrajantes, una carcajada estentórea, escurridiza, gorda de mujer, ofreciendo y ordenando en su lloriqueante lamento, un par de palabras de bajo engolado del cojo, una y otra vez su ladrante risa, finalmente apenas sólo un maldecir crepuscular, casi lejanamente doloroso, casi vuelto delicado y confundido con los otros ruidos de la lejanía nocturna, entretejido y fundido en uno con cada tono, con cada último resto tonal que se desprendía de la lejanía, fundido en uno con el onírico canto de un somnoliento gallo plateado, fundido en uno con el ladrar perdido de dos perros, que en algún sitio, fuera, en la extensión centelleante, tal vez en algún solar, tal vez en alguna casa campestre, se gritaban mutuamente su presencia lunar, el diálogo sin puentes del animal fundido en uno con el sonido de una canción humana que llegaba a jirones de la zona del puerto, reconocible aún en su origen, traída por un soplo del norte, pero ya casi sin dirección también esto delicado, aunque probablemente perteneciera a un obsceno canto de marinos, sofocado por risotadas, en una taberna maloliente a vino, delicado y nostálgico, como si fuera la muda lejanía, como si fuera su rígido más allá el lugar donde se unían en un nuevo idioma la muda voz de la risa y la muda voz de la música, ambos lenguajes fuera del lenguaje, debajo y sobre el límite de la conjunción humana, unidos en un lenguaje en el cual lo tremendo de la risa es milagrosamente absorbido por la gracia de lo bello, pero no eliminado, sino reforzado hasta un doble terror, vuelto mudo idioma de la rígida lejanía extrahumana y de su abandono, lenguaje ajeno a cualquier lengua materna, inescrutable lenguaje de la absoluta intraducibilidad, incomprensiblemente llegado al mundo, incomprensible e impenetrablemente penetrando el mundo con su propia lejanía, necesariamente presente en el mundo sin haberlo alterado, y por eso mismo doblemente incomprensible, inefablemente incomprensible como la necesaria irrealidad de lo real inalterado.
Y es que nada se había alterado: rígida figura y muda, inalterado en lo visible, profundamente hundida bajo la superficie del cielo estaba la multiplicidad de los astros, hacia el norte la serpiente domada por el brazo de Hércules, hacia el sur el amenazante Sagitario; inmutados abajo en lo invisible estaban los bosques rígidos de oscuridad atravesados serpenteando por los nocturnos caminos crujientes de luna, atravesados de prisa por las fieras sacias de sueño que buscan el brillante abrevadero; inalterados en lo invisible, en lo que más era de su patria lejana, saludaban con brillantes cumbres, alumbrados en silencio, los montes a la luna que los cubría con su resplandor, en la máxima, invisible lejanía un murmurar plateado, el mar; así se abría la noche ante él inalterada en lo visible y en lo invisible, una de las miríadas de noches en la inexorable inmutabilidad desde el primer principio, abierto el mundo en lo más y más invisible, esfera tras esfera separadas entre sí, inalterado el atrio de la realidad; oh, nada se había alterado, pero todo había tomado esa nueva forma que elimina toda cercanía, penetra toda cercanía y la traspasa a lo inescrutable, torna extraña la propia mano y tiende la propia mirada hacia lo invisible, a una lejanía omnipresente, que absorbe en un inexistente lugar la luz y aun el reflejo del crepitante fuego oculto allá abajo por la muralla, lejanía que desensualiza todo tono de la vida y aun el solitario y extraño paso del centinela allá abajo y le fija una patria en lo inescrutable, lejanía en la cercanía, supralejanía en la lejanía, el más externo y al mismo tiempo el más interno límite de ambas, lo irreal en la realidad de ambas, hechizado en ambas lo lejanamente apartado…, la belleza.
Porque
en el más apartado límite irradia la belleza;
desde la más apartada lejanía irradia sobre el hombre,
alejada del conocimiento, alejada de la pregunta,
sin esfuerzo
ya sólo perceptible a la mirada,
la unidad del mundo establecida por la belleza,
fundada sobre el hermoso equilibrio de la supralejanía
que penetra todos los puntos del espacio, saciándolos con la lejanía,
y -simplemente demoníaca- disuelve no sólo lo más contradictorio
en la igualdad de rango y en la igualdad de importancia,
sino que -aún más demoníaca- en cada punto
colma también la lejanía del espacio con lejanía de edades,
detenida la balanza del flujo del tiempo en cada punto
una vez más su detención saturnal,
no eliminación del tiempo, pero sí su ahora eterno,
el ahora de la belleza, como si contemplándolo pudiera
el hombre, aun erguido y creciendo hacia arriba, volver a hundirse
en su escucha oscuramente tendida,
nuevamente tendida entre las profundidades del arriba y del abajo,
nuevamente una sola cosa con la mirada escucha, que envía,
como si la profundidad permitiera una nueva participación, que
libre de conocimiento y pregunta
en la edad primigenia y antes de ella pudiera prescindir del conocimiento y de la pregunta,
renunciando a distinguir el bien y el mal,
huyendo del deber humano de conocer,
huyendo a una nueva y por eso falsa inocencia, de suerte que
lo reprobable y lo ordenado por el deber, la desgracia y la salvación,
lo cruel y lo bondadoso, la vida y la muerte,
lo incomprensible y lo comprensible
puedan tornarse una única comunidad sin distinción,
encerrada por el vínculo unificante de la belleza,
irradiada sin esfuerzo en la mirada que la abarca,
y por eso mismo es como un hechizo, y hechizada-hechizante,
demónicamente receptora de todo es la belleza,
omnicomprensivo su saturnal equilibrio,
por eso mismo sin embargo también un retroceso a lo predivino,
por eso mismo recuerdo en el hombre de algo que todavía ha ocurrido antes de su presciencia,
recuerdo de una predivina edad en que se gestó la creación,
recuerdo de una entrecreación indistinguible y crepuscular,
sin juramento ni crecimiento ni renovación,
recuerdo sin embargo y como tal piadoso, aunque
piedad sin juramento, sin crecimiento, sin renovación,
la demoníaca piedad del arrobo de la belleza
en el arrobamiento del límite más externo,
pero sin la voluntad de traspasar el limite,
vuelta hacia el pre-comienzo,
lo predivino de la apariencia divina,
la belleza;
porque así absorbiéndolo todo se extendía la noche ante él, tan arrobada, tan colmada del polvo plateado del eco que resonaba desde su extrema frontera, que ya no podía distinguirse de todo lo que atesoraba, un canto, un clamoreo de risas, un hálito de voces animales, un soplo de viento; no se sabía… Y esta ignorancia hostil al saber con que la belleza se envuelve como protegiendo su delicadeza y fragilidad, con que hasta debe envolverse, porque la unidad del mundo por ella establecida es más huidiza, menos capaz de resistencia, más impugnable que la del conocimiento, pero además, en contraste con ésta, puede ser dañada en cualquier momento por el saber, esta ignorancia le era irradiada de todo el círculo de lo visible juntamente con la belleza, delicado y al mismo tiempo casi demoníaco como seducción, como la tentación irresistible de la igualdad de sentido, murmurando demoníacamente desde la extensa frontera, penetrando hasta la más íntima, un reluciente murmullo oceánico, atravesándole atravesado por la luna, equilibrado como las flotantes edades del universo, cuya susurrante violencia intercambia lo visible y lo invisible, reúne la multiplicidad de las cosas en la unidad del sí mismo, la multiplicidad de pensamientos en la unidad del mundo, ambas sin embargo despojadas de realidad hasta ser belleza; ignorancia es el saber de la belleza, nesciencia su conocimiento, aquél sin la ventaja del pensamiento, éste sin el excedente de realidad, y en la rigidez de su equilibrio se petrifica el fluyente equilibrio entre pensamiento y realidad, se petrifica el juego alterno de pregunta y respuesta, de lo que se puede preguntar y de lo que se puede contestar, creador de mundos, la belleza detiene la balanza del flujo de lo interior y de lo exterior en su fluctuar, se torna en rígido equilibrio símbolo del símbolo. Así se tendía alrededor de él la bóveda de la noche en el equilibrio de su uniforme belleza, extendido saturnalmente su espacio oscuramente resplandeciente sobre todas las edades, por cierto así también inmerso en el tiempo y sin alcanzar más allá de lo terreno, tendido de límite a limite y él mismo limite más externo y el más interno en todos los puntos. Así se extendía la noche alrededor de él y en él; de ella, de su equilibrio terrenal le llegaba con su belleza el símbolo del símbolo, trayendo consigo toda la extrañeza de las más externas y de las más internas lejanías de límites y, sin embargo, a la vez de extraña familiaridad, envuelta en la ignorancia y, sin embargo, a la vez extrañamente revelada, porque ahora se le mostraba como el símbolo de su propia imagen, como bajo una segunda iluminación mágicamente repentina, tan clara en medio de toda su translejanía, como si la hubiera creado él mismo, la simbolización del yo en el todo, la simbolización del todo en el yo, el doble símbolo cruzado entre sí del ser terreno: llenando de luz la noche, llenando de luz el mundo, la belleza colmaba todos los límites del espacio sin límites, y hundida con éste en el tiempo, llevada a través de los tiempos, se convertía en su eterno ahora, se convertía en la limitación sin límites del tiempo, se convertía en símbolo de la totalidad de lo terrenal limitado por el espacio y el tiempo, revelando el duelo de la limitación… y por eso mismo belleza en el más acá;
así en la activa tristeza,
así se le revela al hombre la belleza,
se le revela cerrada en sí misma, en
el símbolo y el equilibrio,
flotando hechicera en el lado de enfrente
del yo que contempla la belleza y del mundo colmado de ella, cada uno de ambos en su espacio, cada uno de ambos limitado a sí mismo,
cada uno encerrado en sí mismo en su propio equilibrio y por eso mismo ambos
en equilibrio recíproco, por eso mismo en un espacio común;
así se le revela al hombre
cómo está cerrada en sí la bella terrenalidad,
cómo está cerrado en sí el espacio sustentado por el tiempo, petrificado en el tiempo, extendido flotante, mágicamente bello, que ya no se renueva en pregunta alguna, ni se ensancha ya en ningún conocimiento,
constante totalidad del espacio irrenovable e inensanchable, sostenida por el equilibrio
de la belleza que actúa en él; y esta totalidad cerrada en sí del espacio se revela en cada una de sus partes,
en cada uno de sus puntos, como si cada uno fuera su límite más interno,
se revela en cada una de las figuras, en cada cosa, en cada obra del hombre,
símbolo en cada una de su propia espacialidad,
como su límite más interno, donde cada esencia se anula a sí misma,
el símbolo que anula el espacio, la belleza que anula el espacio, anulando el espacio
por la unidad, que establece entre el límite más interno y el más externo,
por lo cerrado en sí mismo de lo infinitamente limitado,
la infinidad limitada, la tristeza del hombre;
así se le revela la belleza, como un acontecer del límite, y el límite, el exterior como el interior,
ya el del más lejano horizonte, ya el de un solo punto, está tendido entre lo infinito y lo finito
en lo más alejado, a pesar de ello siguiendo siempre en lo terreno, siguiendo siempre
en el tiempo terrenal; sí, él limita al tiempo y realiza su duración,
su perduración basada en sí misma al límite del espacio,
pero no anula el tiempo,
es mero símbolo, terreno símbolo de la anulación del tiempo,
mero símbolo de la anulación de la muerte, nunca ella misma,
límite de lo humano, que todavía no ha alcanzado más allá de sí mismo,
y en esta dirección también límite de lo in-humano;
se revela al hombre el acontecer de la belleza como lo que es, como lo que es la belleza,
como lo infinito en lo finito,
como la terrena apariencia de infinito
y por eso juego,
como el juego de lo infinito del hombre terreno en su terrenalidad,
como el juego simbólico en el extremo limite terreno, belleza; el juego en sí,
el juego que el hombre juega con su propio símbolo y así,
simbolizando -lo único posible- escapar a la angustia de la soledad,
el bello engaño de sí mismo repetido de nuevo y de nuevo,
la fuga hacia la belleza, el juego de la fuga;
aquí se le revela al hombre la rigidez del mundo embellecido,
su incapacidad de cualquier crecimiento, la limitación de su perfección,
que sólo en la repetición se torna imperecedera y
por esa aparente perfección debe ser buscado siempre de nuevo,
se le revela el juego del arte que sirve a la belleza,
su desesperación, su desesperado intento
de crear lo imperecedero a partir del ser perecedero,
de palabras, de sonidos, de piedras, de colores,
para que el espacio figurado
sobreviva a las edades
como hito cargado de belleza para las razas venideras, arte
que crea espacio en cada imagen,
lo inmortal en el espacio, no en el hombre, y por eso sin crecimiento,
ligado a la perfección sólo repetitiva, estancada, que nunca se alcanza a sí misma, tanto más desesperada cuanto más perfecta se torna,
encarcelada en el eterno retorno a su punto de partida en sí misma,
y por eso dura,
dura contra el dolor humano, porque ya no le importa como ser perecedero, ya no como palabra, piedra, sonido o color,
empleada para la búsqueda de la belleza, para el descubrimiento de la belleza
en constante repetición;
y se desvela al hombre la belleza como crueldad,
como la creciente crueldad del juego desenfrenado que
en el símbolo promete el goce de lo infinito,
goce de la terrena infinidad aparente,
goce sibarita que desprecia el conocimiento
de la aparente infinitud terrena
y por eso puede infligir sin reparo dolor y muerte,
porque ocurre en el reino de la belleza exento de límites,
ya sólo alcanzable para la mirada, ya sólo alcanzable para el tiempo, pero no para la condición humana y la humana obligación;
así se le desvela al hombre la belleza como ley sin conocimiento,
la abyección de una belleza que se ha fijado a sí misma como ley,
por su propia voluntad
encerrada en sí misma, irrenovable, inensanchable, in-desarrollable,
el goce como ley de juego de la belleza
ansioso de goce, voluptuoso, impúdico, inmutable
el juego impregnado de belleza y de belleza impregnante, que
perdido él mismo en belleza
transcurre en el limite de la realidad y,
pasando el tiempo pero sin suprimirlo,
sirviéndose de la casualidad pero sin dominarla,
sin fin repetible, sin fin continuable y sin embargo
destinado de antemano a acabarse,
porque sólo lo humano es divino;
y así se desvela al hombre la ebriedad de la belleza
como el juego perdido de antemano, perdido
a pesar de lo imperecedero del equilibrio en que ocurre,
a pesar de la necesidad en la que debe ser siempre repetido,
perdido, porque lo inevitable de la repetición es también al mismo tiempo
lo inevitable de la pérdida,
ambas inexorablemente unidas
la ebriedad de la repetición y la del juego,
ambas sometidas a la duración,
ambas crepusculares,
sin crecimiento ambas, pero sí en creciente crueldad, mientras que el verdadero crecimiento,
el crecimiento del saber del hombre que conoce
se desarrolla en el tiempo sin límites de duración y libre de repetición,
desarrollando el tiempo en eternidad, de modo que
ella, consumiendo toda duración, con creciente realidad
arranca y traspasa frontera tras frontera, la más interna como la más externa,
abandonando a sus espaldas símbolo tras símbolo y aunque así tal vez
no se destruya el último simbolismo de la belleza,
intacta la necesidad de su última proporción, queda desenmascarado, no menos necesariamente, lo terreno de su juego;
desenmascarada la insuficiencia del símbolo terreno,
se descubre la tristeza y la desesperación de la belleza,
descubierta la ebriedad de la belleza en su despertar,
privado del conocimiento y perdido en la falta de conocimiento el yo desembriagado,
su pobreza…,
y él estaba lleno de este yo como símbolo, de esta belleza, este juego, este decurso, irradiado con inexorable necesidad desde los límites más internos y desde los más externos del mundo, desde las fronteras más internas y desde las más externas de la noche, de modo que todo este acontecer lo llevaba en sí, estaba oculto en él y a la vez le abarcaba, sosteniéndole en el espacio de la necesidad, en el espacio fronterizo de su yo, sosteniéndole en el espacio fronterizo del mundo, en el símbolo de su carencia de espacio, sosteniéndole en el espacio del juego, en el espacio de la supralejana cercanía, el espacio de la belleza, el espacio del símbolo que en cada uno de sus puntos es incierto y sin embargo veda toda pregunta y la petrifica, sosteniéndole en todos los espacios de la petrificación; petrificado él mismo, asfixiado de petrificación, sentía, comprendía que ninguno de estos espacios alcanza más allá de la transparente cubierta tendida entre el arriba y el abajo, comprendía que todos se hallaban todavía en el interregno de lo aún-no-infinito, que ciertamente su limite da ya al infinito, pero él mismo pertenece aún a lo terreno: ¡lo aún-terreno, el reino de la belleza, lo terrenalmente infinito, aún terreno! Ahí se hallaba él sostenido, por él se hallaba encerrado; estaba encerrado por el espacio del aliento humano, pero excluido del espacio de las esferas, del espacio del verdadero aliento. Y sintiendo el encierro, sintiendo en él el fondo de toda petrificación, el fondo de toda petrificación del aliento, sintió alrededor de sí la violencia explosiva que se dirigía contra lo que le encerraba, sintió la necesidad, la inevitabilidad del estallido, la sintió hasta en lo más profundo de sí mismo, hasta en la profundidad de su alma, hasta en la profundidad de su respirar y de su no-respirar. Sintió el estallido y supo de él, sintiendo y sabiendo cómo se estaba preparando en él y en el mundo, cómo estaba en él y al mismo tiempo le envolvía, lo sintió hasta físicamente, como un algo físico en acecho que le robaba a él y a todo el mundo visible e invisible la respiración, ahogándolo, y que sin embargo flotaba en él y alrededor de él como seducción demoníaca, ondeando hacia él e hirviendo en él y chocando encima de él, corporal y descorporizada, seducción destinada al aniquilamiento y anonadamiento del mundo, al arrasamiento y desintegración del mundo, a la entrega de sí, al escarnio de sí, al aniquilamiento de sí, asfixiante, estranguladora, sacudiéndole hasta lo último y sin embargo prometiendo la liberación; así sentía él la acechante disposición al salto y al estallido, cercanía de un no-recuerdo inescrutablemente anterior al tiempo; así lo sentía, así lo sabía, así deseaba que llegara, en casi originaria sublevación contra lo rígido, contra lo que había llegado a ser, contra el cobijo del limitado espacio, contra lo discorde, contra lo que aún subsistía, pero también contra la tristeza que llevan en su fondo todo juego y toda belleza; oh, era la seducción de un monstruoso placer primigenio, era el monstruoso placer de un cosquilleo, el cosquilleo del estallido del todo, del estallido del mundo y del estallido del yo, sacudido hasta el fondo por el placer de un conocimiento mayor aún, aún más primigenio; oh, era sentir, era percibir, era saber y, más allá, incluso conocimiento, se le hacía conocimiento, más aún conocimiento de sí mismo, porque del espacio de su más profunda presciencia, en que se hallaba sostenido, le había fluido una última comprensión y con la rapidez del rayo reconoció que el estallido de la belleza es simplemente desnudo reír, y la risa el reventón predestinado de la belleza de los mundos; que la risa acompaña a la belleza desde el comienzo y en ella habita para siempre; que titila en ella como sonrisa al limite de la irrealidad en la supra-lejanía, para luego, rugiendo, saltar violentamente de ella en su solsticio, saltar como la tronante y amenazadora demolición de los tiempos, como la fuerza demoníaca que todo lo machaca, risa adversaria de la belleza universal, risa, desesperado sucedáneo de la confianza perdida en el conocimiento, risa como fin que corta la fuga hacia la belleza, el fin del juego interrumpido de la belleza; oh, dolor por causa del dolor, juego con el juego, goce en la erradicación del gozar, dolor redoblado, juego redoblado, goce redoblado, una y otra vez la risa es la huida del refugio, prescindiendo del juego, de los mundos, del conocimiento, reventón del dolor de los mundos, comezón de lo infinito asentada en las gargantas de hombre, reventón del espacio petrificado en belleza, que se entreabre haciendo perderse en su
mudez hasta la nada, salvaje de mudez, salvaje de risa, divino también esto:
pues
privilegio de los dioses y de los hombres es la risa,
su origen primigenio es el dios que se ha reconocido a sí mismo,
mudamente presintiendo procede de su presciencia,
de la presciencia de su propia destructibilidad,
de su presciencia de la destructibilidad de lo creado, donde
él vive, como parte concreada y concreadora, su existencia,
creciendo por el conocimiento del mundo hasta el conocimiento de sí mismo y más allá de éste
vuelto hacia la presciencia,
de que procede el reir;
oh nacimiento de los dioses y nacimiento de los hombres, oh muerte de los dioses y muerte de los hombres,
oh comienzo y fin de ambos entrelazados recíprocamente por toda la eternidad,
oh, la risa nace del saber acerca de la no-divinidad de los dioses,
de este saber común al dios y al hombre,
nace de aquella inquieta, inquietamente transparente
zona de la comunidad,
demoníacamente tendida entre el más allá y el más acá
para que en ella, en esa zona crepuscular de demonios,
dios y hombres puedan encontrarse, estén dispuestos a ello,
y si Zeus es quien entona la risa en el círculo de los hombres dioses, es el hombre quien despierta la risa de los dioses,
del mismo modo que
en la incesante circulación del reconocimiento
entre serio y broma
la conducta del animal despierta la risa del hombre,
del mismo modo que
el dios se reencuentra en el hombre, el hombre en el animal,
de modo que el animal es elevado por el hombre a dios,
mientras que el dios vuelve al hombre por el animal,
dios y hombre unidos en el dolor, pero vencidos por la risa, porque tal
es el juego de la primigeniamente repentina mezcla de todas las esferas, por cuya regla fatal
han sido comprendidas,
juego de la primigenia cercanía descubierta de primigenio súbito,
gran juego de la baraúnda de las esferas,
un juego de dioses, que aniquilando la belleza y eliminando el orden
confunde inquietantemente entre sí la divinidad creadora y la condición de criatura
y entrega ambas alegremente al acaso,
abominación y cólera de la sapiente diosa madre,
diversión y atrevimiento del dios liberado del conocimiento y que desdeña el conocimiento,
anegado en risa,
porque esa broma de la más súbita unión de las esferas -sin que para ello
fuera necesario aún el más leve rastro de conocimiento o de pregunta
o de cualquier otro esfuerzo- se realiza como entrega de sí, como alegre y frívola entrega al azar, al tiempo, a lo inopinadamente presabido y prescientemente inopinado, a la placentera inmediatez de la presciencia y, si el caso llega, también a la muerte; diversión desde lo inescrutable, diversión tan grande que
con la divertida destrucción de los últimos residuos de legalidad,
con la divertida ruina de los mandamientos, de los límites y de los puentes,
con la ruina de las petrificaciones del espacio y su belleza,
con la ruina del espacio de la belleza,
realiza con validez originaria y definitiva la inversión, la inversión
en lo ilimitadamente ignaro, anónimamente mudo, de ingravidez sin puentes,
precipitándose una en otra las separaciones,
la presciencia del dios y la del hombre, derrumbándose su creación común y en cambio
abriéndose la lejanía de los Eones invertida en cercanía inmediata,
abriéndose la lejanía de los Eones de la pre-creación,
abriéndose la imagen de la pre-creación en una ausencia de recuerdo que ni
siquiera es accesible a la presciencia del dios,
abriéndose hacia una confusión en la que
real e irreal,
viviente y sin vida,
sensato y horrendo
se unen en la misma ausencia de pensamiento,
abriéndose el inexistente lugar que no puede intuirse, donde
las estrellas fluyen sobre el fondo de las aguas
y nada podría estar tan separado
que no apareciera como encajado uno en otro,
chistosos la separación y ensamblamiento, casualmente caídos uno en otro y casualmente disparados cada uno por su lado,
chistosas
las indistinguibles esencias del azaroso curso del tiempo,
rebaños de dioses, rebaños de hombres, rebaños de animales, rebaños de plantas, rebaños de astros,
confundiendo sus respectivas moradas;
abierto el inexistente lugar de las risas,
riéndose abierta la pura inversión de los mundos, como si nunca hubiera existido ese juramento de la creación,
el juramento con el cual dios y hombre se comprometieron mutuamente,
comprometidos al conocimiento y orden que crean la realidad,
comprometidos a la ayuda que es el deber para el deber; oh, es la risa de la traición,
la risa de la infidelidad fácil y sin problemas, pre-creación sin bondad ni obligaciones,
esto es,
la herencia mala, el germen del estallido de contenida risa,
que es innato a toda creación de los mundos desde el comienzo, indestructible,
vislumbrado ya en la malicia alegre y sonriente, con que se anuncia amablemente precreador como gracia, vislumbrado en el saber despiadado, precreador, con que hasta lo horrible, perdida la belleza,
se nimba de piadosa lejanía, petrificada de compasión, y además, por encima de toda lejanía, une lo más externo y lo más interno,
vislumbrado en la superficie chistosamente terrible del no-espacio sin espacio en que
se invierte la belleza una vez alcanzado el límite de las edades, invirtiendo
su trasfondo más íntimo y secreto,
lo increado innato en ella y una y otra vez de ella nacido, no figurable y no figurado,
de ella nacido, de ella extraído, de ella caído, la risa,
el lenguaje de la pre-creación…,
pues nada se había alterado, oh, nada; pero rígido de figuras y mudo, profundamente hundido en la bóveda del cielo, acechaba el perjurio rodeado de risas; pero en el canto intocable de los astros, preñando la tierra de silencio, preñada de silencio terrenal, en la inmensa continuidad resplandeciente del mundo, en lo visible y en lo invisible y en la belleza perdiéndose en canción acechaba temblorosamente tensa y presta a estallar, en violento cosquilleo, asfixiante, acechaba tempestuosa la risa emparentada con la belleza, la seducción del interior y el exterior, acechante, deseosa de estallar; le envolvía y estaba asentada en él, expresando horror, comunicando horror, lenguaje de la precreación, lenguaje de lo insalvable para el que nunca había habido nada sobre que echar puentes, sin nombre el espacio en que actuaba, sin nombre los astros que había arriba, sin nombre, sin relación, sin expresión la soledad en el espacio lingüístico de la mezcla de las esferas, el ineludible espacio de disolución para toda belleza, y al contemplar la belleza, pero ya sostenido en el nuevo espacio, febril de horror el espacio, febril de horror él mismo, se dio cuenta de que ya no había ningún acceso a la realidad, ningún retorno ni renovación, sino sólo risas que aniquilan la realidad, más aún, que la consistencia del mundo, una vez en ridículo por la risa, apenas poseía ya en absoluto una realidad válida, eliminada la pregunta, eliminada la respuesta, eliminada la obligación de conocer y eliminada la gran esperanza de que la obligación de conocer no era en vano (pero no, quizás, por su inutilidad, sino porque era superflua en el espacio de la belleza en petrificación, en el espacio de su derrumbe, en el espacio de la risa…); más maligna y perversa que el sueño de los rebaños es la risa; nadie ríe en sueños, a no ser entre dolores, a no ser bajo la maldad creciente-mente horrible de la muerte, como en supremo chiste le es simulada por la belleza, oh, nada está tan cerca de la maldad, nada le es más próximo que el dios precipitándose en la aparente humanidad o el hombre disparado hacia una aparente divinidad, seducidos ambos a la maldad, a la desventura, a la animalidad anterior a la creación, ambos jugando con el aniquilamiento, con un demoníaco aniquilamiento de sí, del que están separados sólo por un margen casual, porque el tiempo que corre sin pausa permite esperarlo todo en cualquier instante: ambos riendo por la incertidumbre abandonada al azar, riendo por el brusco salto al incierto margen de tiempo, ambos atacados por una risa que disfruta con la facilidad del deber y el juramento quebrados, en el cosquilleo del azar, en la excitación del azar, riendo por la eliminación de lo divino y lo humano en la superfluidad de cualquier conocimiento, riendo por lo infausto, que ha salido de la hermosa maldad, riendo por la realidad de todo lo irreal, jubilante porque está roto el juramento de la creación, enloquecidas en el jubiloso griterío por la acción lograda, la capciosa inacción y no-acción, el fruto del juramento quebrantado. Entonces comprendió: aquellos tres, los tres que se habían tambaleado allá abajo, habían sido los testigos del perjurio.
Y habían dado testimonio contra él. Era su necesidad, a eso habían venido. Y para eso había debido esperarlos. Habían aparecido como testigos y acusadores, que le culpaban de que compartía su culpa, de que, como cómplice era uno de ellos, perjuro como ellos y tan culpable como ellos, porque él como ellos nada sabía del juramento que allí había sido quebrantado y seguía siéndolo de antemano, olvidado el juramento y olvidado el deber; más aún, esto no hacía sino aumentar más la culpa, pese a la necesidad con que su vida, lo mismo que la de ellos, había derivado hacia ese punto por orden del destino, hacia el punto del nuevo abandono: de nuevo abandonada estaba la creación, de nuevo abandonados dios y hombre, de nuevo abandonados a lo no-nacido antes de la creación, que condena al absurdo tanto la vida como la muerte, pues sólo del juramento nace el sentido, el sentido de todo ser ligado al deber, y nada tiene ya sentido donde olvidando el deber se ha roto el juramento, el juramento dado en el arcano origen y que obliga tanto a los dioses como a los hombres, aunque nadie lo conoce, nadie fuera del dios desconocido, ya que de él, del más oculto de los celestes, procede toda lengua, para volver a él, a él, custodio del juramento y de la oración, custodio del deber. Para esperarle a El, el dios desconocido, su mirada había sido obligada a dirigirse hacia la tierra, espiando su llegada, cuya palabra redentora, nacida del deber y grávida de deber, debiera animar nuevamente el lenguaje convirtiéndolo en el de una comunidad sustentadora del juramento, con la esperanza de que, de este modo, una vez más pudiera ser recuperado del superlingüismo e infralingüismo a que el hombre -privilegio éste también suyo- lo había arrojado, a salvo de la nebulosidad de la belleza, del deshilacharse de la risa, a salvo de esta espesura de la opacidad en que se malgastaba, restaurada en instrumento del juramento. Había sido una esperanza inútil, y hundido otra vez en lo precreado, recaído en lo despojado de sentido, recaído en lo no-nacido, rodeado por la cordillera de sombras de su antemuerte, insuperable por ningún morir terreno, el mundo yacía extendido ante él, bordado de belleza y hecho trizas de risa, perdida el habla y la comunidad, consecuencia del perjurio de que el mundo se había hecho culpable; en lugar del dios desconocido, en lugar del portador del juramento atento al deber, habían venido los tres, los portadores del antideber.
El deber, el deber terreno, el deber de ayuda, el deber de despertar; no hay ningún otro deber, y aun el divino deber del hombre, el humano deber del dios es ayudar. Y él, que necesaria e inevitablemente había sido asociado por el destino a los portadores del antideber, era tan recalcitrante al deber como ellos, tan poco dispuesto a la ayuda como ellos, y probablemente su aparente falta de necesidades no era otra cosa que rechazo de la ayuda que le venía de todas partes y que él recibía sin agradecimiento, también en esto igual a la plebe, que por cierto exige muchos donativos, pero rechaza toda ayuda real a causa de su propia incapacidad de prestar ayuda: quien de antemano ha caído en el perjurio, quien ha crecido en cuevas de piedra y en ellas vive, quien de este modo tiene de antemano pesándole en la nuca la angustia del perjuro, es desde joven demasiado sabihondo, demasiado volandero, demasiado gozador, demasiado agudo como para dar algún valor a lo que no promete inmediato goce a la oscura codicia, a lo que no tienda a un lascivo apareamiento en una falta de ley sin fronteras o, si no propiamente esto, por lo menos no proporcione un beneficio expresable en sestercios; igual si los de allá abajo habían pedido harina y ajo y vino, o si otros ansiaban los juegos en el circo, para aturdir su angustia en una cruenta bufonada, y ofrecer a las potencias celestes una engañosa víctima expiatoria por el perjurio en el autoengaño y engaño de los dioses con tal juego asesino y grotesco, al filo entre la belleza y la risa como su unidad cruel y horrenda; igual si es placer o reconciliación divina, lo así exigido no es despertar, no es ayuda, auténtica ayuda, sino ventaja, auténtica ventaja, y si el César quisiera imponer de nuevo la legalidad a los sin ley, los espectáculos circenses, el vino y la harina eran simplemente el precio que debía pagar por su obediencia. Y sin embargo, cosa extrañamente incalculable, además le amaban, aunque no amaban a nadie, aunque no mantenían ninguna comunidad, de no ser la no-comunidad de la plebe, en la cual a falta de todo conocimiento común nadie ama al otro, nadie ayuda al otro, nadie entiende al otro, nadie confía en el otro, nadie percibe la voz del otro, no-comunidad de la mudez del lenguaje, no comunidad de los individuos despojados del lenguaje: no es sólo que en su aturdida angustia y su sabihonda desconfianza el conocimiento se haya tornado puro lujo, mera falacia palabrera, que no procura ni placer ni provecho, y además si se parlotea palabras aún más astutas, siempre puede resultar chasqueado; y no es sólo que de este modo amor, ayuda, comprensión, confianza, lenguaje, condición una cosa de la otra, se disuelvan en una vacía nada; ni sólo que, por consiguiente, el único asidero que aún parece quedar sea lo que se puede contar, tampoco esto es bastante seguro para ellos, y por más apasionadamente que se hayan dado a contar y a calcular sestercios, apenas pueden con ello tranquilizar ya su angustia, se dan cuenta de que también esto es mera futilidad, y casi desesperados por ello, se sienten empujados a un último escarnio de sí mismos, aunque siempre agudamente sabihonda y sibarita, partiéndose de risa, ya que nada resiste a la íntima angustia y aun lo calculable no quiere mostrarse digno de fe y confianza en tanto no se haya escupido la moneda con la adecuada fórmula de conjuro; crédulos frente al milagro -en el fondo su más humana y, de todos modos, su más agradable propiedad-, eran duros para creer en la verdad, y justamente esto les tornaba absolumente incalculables, aunque se creyeran tan supercalculadores, y hacía absolutamente inescrutable y al fin completamente inaccesible la cerrazón de su angustia. Si él, de acuerdo con sus proyectos juveniles, se les hubiese acercado como médico, se hubieran reído de su ayuda, aunque fuera gratuita, y la hubieran despreciado, para preferir la de cualquier bruja herborista; así se comportaban ellos, así eran las cosas, y el que así fuera, había tenido que ver con su cambio final de profesión; pero, por sólidas que le hubieran parecido entonces estas razones, hoy estaba claro que ellas habían dado principio a su propio descenso hacia lo plebeyo, que nunca hubiera debido abandonar la ciencia médica, que aun la no-ayuda ofrecida por ella hubiera sido más honrosa que las mentidas esperanzas de ofrecer una ayuda con las que había adornado desde entonces su poesía, esperando contra todo saber que el poder de la belleza, que la fuerza hechizante de la canción, terminaría por salvar el abismo de la mudez lingüística, y le elevaría a él, poeta, a donante conocimiento en la comunidad humana reconstituida exento de plebeyez y por eso mismo eliminando también él mismo la plebeyez, Orfeo elegido para guía de los hombres. ¡Ay, ni el mismo Orfeo lo había logrado, ni el mismo Orfeo en la grandeza de su inmortalidad justificó tan ambiciosos sueños de desmedida vanidad ni tan punible sobreestimación de la poesía! Ciertamente, muchas cosas en la belleza de la tierra, una canción, el mar en el crepúsculo, el sonar de una lira, una voz de niño, un verso, un retrato, una columna, un jardín, una única flor, todo esto posee el don divino de llevar al hombre a escuchar los más internos y los más externos limites de su existencia, y apenas asombroso es por tanto que al arte de Orfeo y a la superioridad de Orfeo le hubiera sido concedido el poder de imponer cambios de curso a las corrientes, de atraer las fieras salvajes de la selva con dulce hechizo, de incitar al ganado a que dos altos en el pasto, ensoñadora y mágicamente colmado el sueño de todo artista: el mundo sometido a la escucha, pronto a recibir el canto y la ayuda que de él mana. De todos modos, incluso así la ayuda no dura más que el canto, ni tampoco el momento quieto de la escucha, y desde luego la canción no debe durar mucho sonando, so pena de que las corrientes no hayan vuelto entre tanto furtivas a su antiguo lecho, so pena de que las fieras salvajes del bosque hayan vuelto a asaltar al inocente ganado en los pastos, so pena de que el hombre haya recaído entre tanta crueldad; y es que no sólo no hay ebriedad, ni la causada por la belleza, que dure mucho tiempo, sino que además también la mansedumbre, a la que se han entregado cautivos el hombre y la bestia, es solamente una mitad de la embriaguez de la belleza, mientras la otra, no menos fuerte y casi siempre aún mucho más fuerte, es la del más rabioso exceso de crueldad -justamente el más cruel gusta de arrobarse ante la flor-, de modo que la belleza, y hasta la belleza sustentada por el arte, pierden muy pronto su efecto, cuando, sin atender a la alternancia equilibrada de sus dos mitades, quiere dirigirse al hombre solamente con una de éstas. No importa el dónde ni el cómo, siempre que se hace arte, sigue esta regla, más aún, seguirla es una de las virtudes más esenciales del artista y muy a menudo, aunque no siempre, también la de su héroe: si el virtuoso Eneas hubiera seguido siendo tan blando de corazón, como se hubiera podido esperar por un instante, cuando retrocedió asustado, ya por compasión incipiente, ya por la hermosa tensión del poema, vacilando en matar a su enemigo mortal, si no hubiera tenido en seguida una idea mejor, decidiéndose a la cruel acción, no se hubiera convertido en un ejemplo de piedad digno de imitarse, sino en el de un fastidioso no-héroe, que ningún poema se hubiera podido atrever a representar; ya se trate de Eneas, como de cualquier otro héroe y sus hazañas, lo decisivo en el arte es el equilibrio balanceado, el gran equilibrio de límites de la más remota lejanía, es su símbolo indeciblemente flotante, indeciblemente fugaz, que no recoge en sí ni un solo contenido individual sino siempre y solamente sus contextos, porque sólo desde aquí resulta accesible la intención, porque sólo en sus contextos se ensamblan en equilibrio los contrastes del ser, unidos los contrastes de todos los impulsos humanos -¡de qué otra forma podría el hombre crear y comprender el arte!-, piedad y crueldad unidas en el equilibrio del lenguaje de la belleza, en el símbolo del equilibrio entre el yo y el todo, en el embriagador hechizo de una unidad que dura tanto como el canto, pero no más. Y lo tuvo que haber sido con Orfeo y su poesía, pues había sido un artista, poeta, un encantador de quienes la escuchaban, cantor y oyentes, envueltos en crepúsculo del mismo modo, él como ellos demónicamente prendido en la belleza, demónicamente a pesar de su don divino, un embriagador y no un salvador de los hombres… y él no podía convertirse nunca en esto: el caudillo salvador en efecto, ha prescindido del lenguaje de la belleza, ha penetrado su fría superficie, la superficie de la poesía, se ha abierto paso hasta las simples palabras, que por su cercanía a la muerte y su conocimiento de la muerte han adquirido la capacidad de aldabonar en la cerrazón del prójimo, de calmar su angustia y su crueldad y hacerle accesible a la verdadera ayuda; se ha abierto paso hasta el sencillo lenguaje de la bondad inmediata, el lenguaje de la inmediata virtud humana, el lenguaje del despertar. ¿No era éste justamente el idioma que había buscado Orfeo, cuando se dispuso a descender al reino de las sombras para buscar a Eurídice? ¿no había sido él también un desesperado, que había reconocido la impotencia del artista para estar a la altura del deber del hombre? Oh, aquél a quien el destino ha lanzado a la cárcel del arte, apenas puede ya evadirse; permanece encerrado en el límite infranqueable por donde fluye el acontecer lejanamente bello, y si no lo logra, en este aislamiento se torna soñador vano, ambicioso del no-arte; pero si es un artista genuino, se torna un desesperado, pues oye la llamada del otro lado del límite y solamente puede asirla en la poesía, pero sin seguirla, condenado a su lugar, paralizado por la prohibición, escritor de este lado del limite, aunque haya recibido el encargo de la Sibila y, piadoso como Eneas, prestado el juramento, haya tocado el alta ara de la sacerdotisa…
–fácil es el sendero que desciende al Hades, y siempre encontrarás abiertas las puertas de Plutón, pero difícil es el retorno, pues se halla amenazado por oscuras selvas, amenazado por la corriente del Cocito, por sus calas y torbellinos, y solamente lo logran aquellos que coronados de virtud, o de sangre divina, son caros a Júpiter; tú sin embargo, si tu coraje, si tu temeridad te impulsa a intentar este doble viaje sobre la Estigia al horror del Tártaro, escucha lo que has de hacer ante todo: consagrada a la diosa de los Ínferos, en medio de valles crepusculares, en medio de la selva más salvaje, en medio de la espesura más cerrada, resplandeciente de oro brota una rama con áureas hojas, y no lograrás el descenso antes de que en honor de Proserpina, de acuerdo con su voluntad, hayas roto el resplandeciente retoño de la dorada fronda del árbol que se renueva eternamente; ese retoño, pues, has de buscar atento, y si el destino te es favorable, arrancarás el ramo en rapidísimo movimiento de tus manos desnudas, pues no hay fuerza, ni aun el duro hierro, que basten para arrancarlo, lo veda el destino que todo lo impera y que además aún tiene dispuesta para ti otra obligación, pues antes, exigiendo de ti el sacrificio propiciatorio, el cuerpo insepulto del amigo exánime reclama sepultura, su derecho y tu deber…
–así pues, llamado por el dios y el destino, común su voluntad, el límite está abierto para quien posea la santidad del último cumplimiento del deber y de la ayuda, mas para aquel a quien la doble voluntad del destino y del dios ha destinado a ser artista, condenado al mero saber y presentir, al mero escribir y al mero decir, le está vedada la expiación en la vida y en la muerte, y aun la tumba no es para él más que una bella construcción, una mansión del mundo para su propio cuerpo y no es para él ni entrada ni salida, ni entrada del inmenso descenso, ni salida del inmenso retorno; el destino le niega la guía del áureo ramo, el ramo del conocimiento y por eso sufre la condena de Júpiter. Así él también había sido condenado al perjurio y al mismo tiempo al abandono del perjuro, y su mirada, constreñida hacia la tierra, había podido hallar solamente a los tres cómplices del perjurio tambaleándose hacia él sobre el empedrado, los portadores de la condena; su mirada no podía penetrar más hondo, bajo la superficie de las piedras, bajo la superficie del mundo, bajo la del idioma, bajo la del arte; le estaba vedado el descenso, vedado más aún el titánico retorno de la profundidad, el retorno en que se confirma lo humano; vedado estaba el ascenso para renovar el testamento de la creación, y si siempre lo había sabido, ahora sabía más claramente que nunca que él estaba excluido de la ayuda testamentaria del salvador, pues, de una vez por todas, la ayuda del testamento y la ayuda del hombre son condición mutua y sólo en su unión se cumple la tarea del Titán que funda la comunidad, que funda la humanidad, nacida de la tierra, vuelta al cielo, porque sólo en la humanidad, sólo en la genuina comunidad, reflejando la totalidad de todo lo humano, reflejando la humanidad, se realiza el círculo basado en el conocimiento y portador suyo de la pregunta y respuesta divinas, excluyendo al incapaz de ayuda, al incapaz de obligación, al incapaz de juramento, excluyéndole porque él mismo se ha excluido del titánico dominio y realización y divinización del ser humano, que es lo que importa; verdaderamente, él sabía de esto,
y él sabía también que lo mismo valía del arte, que éste igualmente sólo existe -oh, ¿existe aún, puede seguir existiendo?– en cuanto contiene testamento y conocimiento, en cuanto se renueva en lo insuperado, en cuanto lo realiza, invitando al alma a un continuo dominio de sí y haciéndole descubrir de esta manera capa tras capa de su realidad, haciéndole penetrar capa tras capa más profundamente, penetrando capa tras capa de su íntima maleza del ser, desplazando capa tras capa hacia abajo en las tinieblas siempre inalcanzables y a pesar de ello siempre presentidas, siempre sabidas, de donde nace el yo y adonde vuelve, regiones tenebrosas en que nace y se extingue el yo, entrada y salida del alma, pero al mismo tiempo entrada y salida de todo lo que es verdad para ella, mostradas al alma por el ramo que indica la vía y brilla áureo en la oscuridad de las sombras, por el ramo de oro de la verdad, que no puede ser hallado ni tomado con esfuerzo violento, porque la gracia del hallazgo y la del descenso es una y la misma, la gracia de un conocimiento de sí mismo, que pertenece tanto al alma y al arte como su verdad común, como su común conocimiento de la realidad; verdaderamente, él sabía de esto,
y así sabía también que en tal verdad reside el deber de todo artista, el deber del hallazgo de la verdad y de la manifestación de la verdad en uno mismo, tarea impuesta al artista, para que el alma, consciente del gran equilibrio entre el yo y el todo, vuelva a hallarse en el todo, de modo que lo que el yo se ha ampliado por el conocimiento de sí, vuelva a ser reconocido como incremento del ser en el todo, en el mundo, más aún, simplemente en la humanidad, y si esta doble ampliación no puede ser nunca más que simbólica, de antemano ligada al simbolismo de lo bello, al simbolismo del bello límite, si por tanto nunca pasa de mero conocimiento simbólico, justamente por ese carácter de símbolo es, pese a todo, capaz de extender los más íntimos y más extremos límites del ser a nuevas realidades, no solamente a nuevas formas, no, a nuevos contenidos de la realidad: precisamente en esto se revela el más profundo secreto de la realidad, el secreto de la correspondencia, la recíproca correspondencia entre la realidad del yo y la realidad del mundo, aquella correspondencia que presta al símbolo su veraz precisión y lo eleva a símbolo de la verdad, la correspondencia preñada de verdad, de la que emana toda creación de realidad, penetrando capa a capa, tanteando, presintiendo hasta las inalcanzables regiones de la oscuridad del comienzo y del fin, penetrando hasta lo inescrutablemente divino en el todo, en el mundo, en el alma del prójimo, penetrando hasta ese último arcano de dios que, pronto a la revelación y al despertar, está presente por doquier, aun en el alma más pervertida… esto, la revelación de lo divino por el saber acerca del alma propia, que se conoce a sí mismo, es la misión humana del arte, su misión de humanidad, su misión de conocimiento y por eso mismo la justificación de su existencia, demostrada en su cercanía a la muerte oscura, que le ha sido impuesta, porque sólo en esa cercanía puede tornarse arte genuino, porque sólo por eso es el alma humana desarrollada en el símbolo; verdaderamente, él sabía de esto,
pero sabía también que la belleza del símbolo, por muy verazmente preciso que pueda ser, nunca puede llegar a ser fin en sí misma, que siempre que esto ocurre y la belleza se pone en primer plano como fin de sí misma, el arte es atacado en sus raíces, ya que después su acción creadora se invierte sin remedio, que después, de repente, lo productivo es reemplazado por lo producido, el contenido de la realidad por la hueca forma, lo cognitivamente veraz por lo meramente bello, en constante confusión, en constante círculo de permuta e inversión, cuya concentración en sí mismo no permite ya ninguna renovación, sin ampliación ni descubrimiento de lo divino en lo abyecto, ni de lo abyecto en la divinidad del hombre; sólo la simple ebriedad con huecas formas, con huecas palabras, y en esa falta de diferenciación, más aún, en ese perjurio, envilecido el arte en no-arte, la poesía por su parte en literatura; verdaderamente, él sabía de esto, lo sabía muy dolorosamente,
y justamente por eso sabía también de los íntimos peligros de todo arte, por eso mismo sabía de la íntima soledad del hombre destinado a artista, de esta soledad innata en él, que le lleva a la soledad aún más profunda del arte y a la mudez de la belleza, y sabía que la mayoría fracasa en tal soledad; que se ciegan de soledad, ciegos al mundo, ciegos a lo divino en ellos y en el prójimo; que ellos, ebrios de soledad, ya sólo tienen ojos para la propia semejanza divina, como si fuera una distinción que sólo a ellos les corresponde, y que por eso convierten esta autoidolatría ansiosa de acatamiento, cada vez más, en el único contenido de su obra…, traición a lo divino y al arte, traición porque de esa manera la obra de arte se vuelve obra de no-arte, se vuelve un impúdico manto de la vanidad artística, una baratija, en cuya deshonestidad hasta la propia desnudez, narcisistamente exhibida, se falsifica en máscara, y aunque lo impúdicamente ávido de sí, la belleza perdida, la búsqueda del efecto, lo efímero sin renovación y lo limitado sin desarrollo posible de tal no-arte tiene más fácil acceso a los hombres, que el que nunca pudiera hallar el arte verdadero, es sólo un camino aparente, un expediente para salir de la soledad, pero no la adhesión a la comunidad humana, objetivo del arte genuino en su aspiración de humanidad, no, es la adhesión a la plebeyez, es la adhesión a su no-comunidad perjura e incapaz del testamento, que no domina ni crea ninguna especie de realidad ni siquiera lo pretende, sino vegeta en el olvido de la realidad, perdida la realidad como el no-arte, perdida la realidad como la literatura, peligro íntimo y el más profundo de todos los artistas; oh, cuán dolorosamente sabía él de esto,
y por eso sabía también que el peligro del no-arte y de la literatura le había atenazado desde siempre, eterno carcelero, que por eso -aunque nunca había osado confesarlo honradamente- realmente ya no podía llamar arte a su poesía; falta de toda renovación y desarrollo, había sido nada más que impúdico producto de belleza sin creación de realidad, porque desde el comienzo hasta el final, desde el canto del Etna hasta la Eneida, únicamente se había entregado a la belleza, satisfecha de sí y limitada al embellecimiento de lo hacía mucho preimaginado, preconocido, prefigurado, sin verdadero progreso interno, sólo progreso de la magnificencia y el recargamiento siempre crecientes, un no-arte que nunca había estado en condiciones de dominar por sí mismo el ser y elevarlo a símbolo real. Oh, en su propia vida, en su propia obra, había experimentado la seducción del no-arte, la seducción de la confusión, que coloca lo producido en el lugar de lo productivo, el juego en el lugar de la comunidad, lo petrificado en el lugar de la creación continuada, viva; él sabía de esta confusión, de esta inversión, lo sabía tanto más por cuanto había sido también la de su camino vital, senda de perdición que le había llevado de la tierra nativa a la capital, degradándole del trabajo manual a la ilusa retórica, del deber responsable de humanidad a una mentida apariencia de compasión, que mira las cosas de arriba abajo y no se resuelve a ninguna ayuda real, llevado en litera, por en medio de todos, camino iniciado en la comunidad sometida a la ley, hasta el aislamiento entregado a merced del acaso, camino, no, caída en la plebeyez y allí donde es más enojosa, ¡en la literatura! Aunque rara vez hubiera sido consciente de ello, una y otra vez había sucumbido a lo embriagador, ya se le hubiera ofrecido como belleza, como vanidad, como extravagancia artística, como olvido juguetón; desde ahí había sido decidida su vida, como si hubiera estado rodeado por anillos de serpientes que se deslizaran en círculo, vertiginosa ebriedad la del incesante volverse e invertirse, ebriedad seductora del no-arte, y aunque ahora, al contemplar retrospectivamente esa existencia, sintiera vergüenza de ella, aunque ahora, al alcanzar el límite de las edades y hallarse inminente el fin abrupto del juego, debía confesarse en el frío desencanto de la ebriedad que había llevado una indigna, miserable existencia de literato, no mejor que la de un Bavio o un Mevio o la de cualquier otro de los vanos manipuladores de palabras por él tan despreciados, sí, aunque justamente en eso volviera a mostrarse que en todo desprecio hay también un poco de desprecio de sí mismo, pues este desprecio se estaba apoderando revulsivamente de él con un sufrimiento tan colmado de vergüenza y tan cortante que sólo había una única solución aceptable y deseable, a saber, la de su propia extinción y muerte, sin embargo lo que le había sobrevenido era algo distinto de la vergüenza, algo más que vergüenza: quien contempla desencantadamente su vida pasada y en ella reconoce que cada paso de su errado camino había sido necesario e inevitable, más aún lógico, que el camino de vuelta le está prescrito por el poder del destino y de los dioses, por tanto ése es el conjuro que le retiene clavado en su lugar, inmóvil pese a todo su esfuerzo por adelantar, perdido en la maleza de las imágenes, del lenguaje, de las palabras, de los sonidos, impuesto por el destino el enredo en el ramaje de lo anterior y lo exterior, prohibida por los dioses la esperanza del sin guía, la esperanza en rama de oro resplandeciente entre la maleza de las paredes de la prisión; quien ha reconocido, quien reconoce esto, siente aún más vergüenza, está colmado de horror, pues reconoce que para los celestes todo acontecer es simultáneo, que por eso mismo la voluntad de Júpiter y la del destino pueden tornarse una sola, revelándose a lo terrenal en espantosa simultaneidad como inquebrantable unidad de culpa y castigo. Oh, virtuoso es solamente aquel que el destino ha indicado para el cumplimiento del deber, que ayuda y funda comunidad, sólo éste es elegido por Júpiter, para que el destino le saque de la espesura; pero cuando su voluntad común no concede el cumplimiento del deber, entonces les da lo mismo se trate de incapacidad de ayudar o de falta de voluntad para ello, y castigan ambas con el desamparo: incapaz de ayuda, reacio a ayudar, desamparado en la comunidad, huyendo de la comunidad y encerrado en la prisión del arte está el poeta, sin guía e incapaz de guiar en su abandono, y si quisiera sublevarse, si quisiera pese a todo convertirse en uno que ayuda, ser la voz en el crepúsculo, para así volver a hallar el juramento y la comunidad, con tal aspiración -¡oh, los tres le habían sido enviados para que se diera cuenta con horrorizada vergüenza!– hubiera estado condenado de antemano al fracaso; su ayuda sería falsa ayuda, sus conocimientos falsos conocimientos, y aunque fueran siquiera aceptados por los hombres, en vez de guiarles a la salvación, lejos de ella, nunca serían para ellos más que una falsa pista cargada de desventura.
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