Con una gracia indescriptible cruza sus piernas esbeltas de piel curtida. El contacto de su carne debe ser doloroso en su santidad.
Después se levantan las dos tras haber cerrado sus libros. Con una breve mirada Bianka acepta y me devuelve mi saludo, y se aleja, ligera, toda en meandros, sus piernas adaptándose melodiosamente al ritmo de los grandes pasos elásticos de la institutriz.
XXII
He registrado minuciosamente toda la propiedad. Asimismo, he recorrido en varias ocasiones ese amplísimo terreno protegido por altas vallas. Los muros blancos de la villa, sus terrazas, sus verandas se me aparecen bajo ángulos siempre nuevos. Detrás de la villa se extiende el parque que conduce a una llanura deforestada. Hay allí extrañas edificaciones, mitad fábricas, mitad granjas o establos. He podido mirar a través de la fisura de una de las vallas, y lo que he visto quizá sea una ilusión. En el aire primaveral enrarecido por el calor, creo percibir a veces cosas lejanas, espejismos reflejados en algún punto de esa atmósfera estremecida. Además, mi cabeza estalla de ideas contradictorias. Debo consultar el álbum de sellos postales.
XXIII
¿Es posible? ¿La villa de Bianka estará protegida por tratados internacionales de extraterritorialidad? ¡A qué asombrosos descubrimientos me lleva el estudio del álbum! ¿Acaso soy yo el único en conocer esa sorprendente verdad? No puedo tomar a la ligera los presentimientos y argumentos que el álbum acumula sobre ese punto.
Hoy he examinado la villa de cerca. Desde hace semanas merodeo en torno a la imponente verja de hierro forjado, adornada con escudo de armas. Aproveché el momento en el que dos carruajes vacíos abandonaban el parque. Los dos batientes de la verja estaban abiertos de par en par. Nadie acudió a cerrarla. Entré con un paso indolente, saqué un pequeño cuaderno del bolsillo, y, apoyado contra el montante de la verja, simulaba dibujar algún detalle arquitectónico. Permanecía en el sendero de grava que el pequeño pie de Bianka había pisado tantas veces. Mi corazón dejaba de latir acongojado ante la idea de que bajo el dintel de una puerta, en el balcón, apareciera su silueta esbelta en vestido blanco. Pero unos estores verdes, bajados, cerraban todas las puertas y ventanas. Ni el más leve ruido traicionaba la vida oculta de aquella casa. El cielo comenzaba a oscurecerse en el horizonte, se oían relámpagos lejanos. Ni el menor soplo en el aire tibio. En el silencio de ese día gris, sólo los muros de la villa, de una blancura de tiza, hablaban el lenguaje de su rica arquitectura, libre y ligera, que se expresaba en pleonasmos, en miles de variantes del mismo motivo. A lo largo de un friso corrían, a izquierda y derecha, en cadencias simétricas, guirnaldas en relieve; las mismas se detenían, indecisas, en los ángulos de la casa. Desde lo alto de la terraza central descendía una escalera de mármol, patética y ceremoniosa, rodeada de balaustradas y vasos que se separaban de prisa, y llegada al suelo, parecía retroceder con una profunda reverencia, recogiendo su vestido desplegado.
Tengo un sentido del estilo particularmente agudo. Y aquel estilo me irritaba e inquietaba de una manera inexplicable. Su clasicismo ardiente, laboriosamente dominado, su elegancia aparentemente fría ocultaban estremecimientos indefinibles. Era demasiado ardiente, demasiado acerado. Una gota de un veneno desconocido lo había convertido en sombrío, explosivo y peligroso.
Desorientado, temblando de emoción, recorrí con sigilo la parte frontal de la villa, espantando a los lagartos dormidos en la escalera.
En torno a un estanque circular, sin agua, la tierra aparecia agrietada y todavía desnuda. Por aquí y por allá, un poco de verdor entusiasta, fanático, brotaba de alguna grieta.
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