Las actas de aquella conjura secreta no vieron nunca la luz del día[31].

Así desapareció la última esperanza de los descontentos. Después de la muerte de Maximiliano, Francisco José I prohibió el uso del color rojo bajo el pretexto del duelo de la corte. El negro y el amarillo se convirtieron en los colores oficiales. El color amaranto, estandarte del entusiasmo, sólo se enarbolaba secretamente en ciertos corazones. Sin embargo, el Demiurgo no consiguió extirparlo completamente de la naturaleza. ¿No está virtualmente presente en la luz del sol? Basta con cerrar los párpados para ver olas de color amaranto. El papel fotográfico se quema con esa misma luz roja del resplandor primaveral que sobrepasa todos los límites. Los toros llevados por las calles de la villa, con un trozo de franela delante de los cuernos, ven como retazos brillantes y agachan la cabeza dispuestos a embestir a toreros imaginarios que huyen con pánico a través de las arenas ardientes.

En ocasiones, durante todo un día el sol estalla detrás de los montones de nubes con contornos rutilantes y cromáticos, donde el rojo, rompiendo el dibujo, aparece a lo largo de todas las crestas. La gente camina entonces con los ojos cerrados, deslumbrada como por explosiones de cohetes, de fuegos de Bengala y barriles de pólvora. Después, al anochecer, ese fuego huracanado del cielo se debilita, el horizonte se redondea, se embellece entonces llenándose de azul, bola de cristal encerrando un panorama del mundo en miniatura, por encima del cual, coronación suprema, las nubes se disponen en abanico: balanceo de medallas doradas o sonido de campanas, letanías rosas.

La gente se reúne en la plaza del mercado, silenciosa bajo la enorme y luminosa cúpula, constituyendo sin saberlo grupos del gran final inmóvil, una escena de atenta espera, las nubes se elevan cada vez más rosas, y en el fondo de todos los ojos hay una profunda calma y un reflejo de la claridad lejana; súbitamente, mientras esperan así, el mundo alcanza su cenit, su última perfección. Los jardines se ordenan en el interior de la bóveda cristalina del horizonte, el verdor del mes de mayo espumea, hierve y desborda, las colinas adquieren la forma de las nubes: habiendo alcanzado la cumbre, la belleza del mundo se echa a volar para entrar en la eternidad.

Y mientras que la gente permanecía todavía inmóvil, con la cabeza agachada, hechizada por el gran vuelo luminoso del mundo, aquél a quien se esperaba inconscientemente sale corriendo de entre la muchedumbre, mensajero jadeante, todo rosa, vestido con un bello tricot frambuesa, adornado con campanillas, medallas y condecoraciones. Atravesó la plaza limpia, bordeada por la muchedumbre silenciosa, aún colmada de arrebato y anunciación, suplemento imprevisto, resultado feliz de un día resplandeciente. Dio la vuelta a la plaza, una vez, dos veces, siete veces, consumando bellos círculos mitológicos, muy delimitados, muy dibujados. Corrió sin prisa, con los párpados entornados, como avergonzado, con las manos sobre las caderas. Su vientre un poco pesado se movía al ritmo de sus pasos. En su rostro empurpurado por el esfuerzo brillaba el sudor, mientras que las medallas, las condecoraciones y las campanillas, atavíos de boda, saltan y tintinean en su pecho bronceado. Se le ve a lo lejos, con un envolvente giro parabólico se acerca al son de las campanillas, bello como un dios, increíblemente rosa, con el torso inmóvil, mirando de soslayo, ahuyentando a golpes de látigo a la jauría de perros que lo acosaban entre ladridos.

Entonces, desarmado por la armonía general, Francisco José I proclama una amnistía tácita, permite el rojo, y lo permite para esa única noche de mayo, bajo una forma diluida y dulzona, y —reconciliado con el mundo y con su antítesis— se muestra al pueblo desde una de las ventanas de Schónbrunn; en ese momento, lo ven en todo el mundo, desde todos los horizontes donde, alrededor de las plazas de mercado bien barridas, colmadas por una muchedumbre silenciosa, corren atletas rosas. Aparece como una enorme apoteosis real-imperial sobre el fondo de las nubes, con levita turquesa, con la cinta de Gran Maestre de la Orden de Malta, apoyando sus manos enguantadas en la balaustrada de la ventana, los ojos achicados por un rictus imitando la sonrisa en medio de los deltas de arrugas: sus ojos, dos botones azules sin bondad y sin gracia. Permanece de pie, zorro desilusionado maquillado en imagen de bondad, con una mueca por sonrisa en su rostro sin humor ni genio.

XXX

Después de largas vacilaciones le conté a Rudolf los acontecimientos de los últimos días. No podía guardar para mí ese secreto que me subía a la boca. Con el rostro súbitamente ensombrecido, Rudolf me acusó de mentir, sus celos estallaron al fin de forma evidente. Todo eso es una farsa, una farsa desvergonzada, gritaba recorriendo a grandes pasos la pieza y levantando los brazos al cielo. ¡Extraterritorialidad! ¡Maximiliano! ¡México! ¡Ah! ¡Ah! ¡Plantaciones de algodón! Era suficiente, se acabó, él no admitiría que su álbum fuese utilizado para semejantes empresas. Se terminó la asociación. El contrato estaba denunciado. Se tiraba de los pelos. Estaba fuera de sí, dispuesto a todo.

Intenté explicarme, calmarlo, yo estaba muy asustado. Le concedí que en efecto el asunto a primera vista parecía increíble. Yo mismo —le dije— estoy asombrado. Nada extraño, pues, que se niegue a admitirlo, toda vez que no estaba preparado para eso.