La forma de su rostro, encajado entre las patillas blancas peinadas hacia atrás como las de los dragones japoneses, le daba un parecido de viejo zorro taciturno. Visto de lejos, apareciendo en las alturas de las terrazas de Schónbrunn[28] y gracias a una disposición particular de las arrugas, esa cara parecía sonreír. Visto de cerca, la sonrisa no era más que un rictus de amargura de un banal realismo que no reflejaba ni la menor chispa de un ideal. En el momento en que apareció sobre el escenario del mundo, adornado con el penacho verde de general, vestido con un abrigo turquesa que llegaba al suelo, ligeramente encorvado y la mano levantada en un saludo militar, el mundo venía de alcanzar en su evolución un feliz límite. Habiendo agotado su contenido en metamorfosis infinitas, las formas colgaban de las cosas sin adherirse a ellas, a punto de escamarse, maduras por el abandono. El mundo atravesaba una muda violenta, salía del huevo cubierto de colores jóvenes, chispeantes, inauditos, deshacía con placer todos los nudos y todos los obstáculos. Había faltado poco para que el mapa del mundo, esa tela cubierta de manchas de color, saliese volando por los aires, inspirado y ondulante. Francisco José I lo había sentido como una amenaza personal. Su elemento era un mundo encauzado por los reglamentos, la prosa, el pragmatismo del aburrimiento. Su alma era la de las cancillerías y los distritos. Y, cosa curiosa, ese anciano seco, de sensibilidad apagada, de ningún modo atractivo, había conseguido poner de su lado a una buena parte de la creación. Con él, todos los buenos padres de familia leales y previsores se sintieron amenazados y respiraron con alivio cuando ese poderoso demonio se tendió con todo su peso sobre las cosas y frenó el vuelo del mundo. Francisco José I cuadriculó el mundo imponiéndole rúbricas, reguló su curso con ayuda de certificados, lo enmarcó con actas procesales y lo previno contra un descarrilamiento hacia lo desconocido, hacia lo azaroso —en una palabra—, hacia lo incalculable.
Francisco José I no fue enemigo de una alegría justa y piadosa. Fue él quien, movido por una especie de bondad previsora, imaginó para el pueblo la lotería real-imperial, los libros de la clave egipcia de los sueños, los almanaques ilustrados y las tiendas de tabaco. Unificó el servicio celeste: vistiéndolo con un uniforme azul simbólico[29], soltó por el mundo, dividido en escalafones y rangos, al personal de las legiones arcangélicas disfrazados de carteros, ferroviarios y agentes del fisco. El último de esos correos celestes conserva en su cara un reflejo de la sabiduría secular prestada del Creador y una sonrisa de sencillez condescendiente enmarcada por las patillas, incluso aunque sus pies apesten a sudor como consecuencia de las agotadoras caminatas terrestres.
Mas, ¿quién ha oído hablar alguna vez de un complot desarrollado al pie del trono, de una gran revolución de palacio cortada de raíz cuando comenzaba el glorioso reinado del Todopoderoso? Los tronos no alimentados con sangre se marchitan, su vitalidad crece proporcionalmente al mal cometido, a la masa de vidas negadas, a la diversidad prohibida y rechazada. Desvelamos aquí asuntos misteriosos, tocamos los secretos de Estado sellados con mil sellos de silencio. El Demiurgo tenía un hermano menor que no se le parecía en nada. ¿Quién no tiene un hermano menor, bajo una forma u otra, que lo sigue como una sombra, como su antítesis, compañero de un diálogo eterno? Según una cierta versión de la historia, sólo era un primo; según otra, nunca llegó a existir. Únicamente se podría deducir su existencia de los temores, de los delirios del Demiurgo que hablaban en su sueño. Tal vez hizo él mismo una imitación tosca, que lo haya sustituido no importa cómo para poder representar ese drama simbólico, repetir por la enésima vez, ritualmente, el acto original y fatal, inagotable a pesar de sus infinitas encarnaciones. Ese antagonista desdichado, nacido facultativamente, desfavorecido de oficio, si puede decirse, en razón del papel que le incumbía, se llamaba archiduque Maximiliano[30]. Ese nombre, aun pronunciado en voz baja, hace circular en nuestras venas una sangre nueva, más clara y más roja, color del entusiasmo, del lacre de las cartas y del lápiz que trazó los telegramas felices de allá. Tenía las mejillas sonrosadas y ojos azules radiantes, todos los corazones corrían hacia él, las golondrinas le cortaban el camino con chillidos de alegría, lo rodeaban de comillas vibrantes. El mismo Demiurgo le amaba en secreto aun calculando su pérdida. Lo nombró primero gran almirante de la flota levantina, esperando que al correr la aventura de los mares del sur se ahogara miserablemente. Mas, pronto firmó un acuerdo secreto con Napoleón III quien, pérfidamente, arrastró a Maximiliano en la expedición mexicana. Todo había sido organizado. Tentado por la ilusión de un mundo nuevo y feliz que él levantaría a orillas del Pacífico, aquel joven lleno de ardor e imaginación renunció a todos los derechos al trono y a la herencia de los Habsburgo. En «Le Cid», paquebote de las líneas marítimas francesas, viajó directamente hasta la trampa tendida.
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