Las ramas negras de los árboles delimitaban un tiempo aparte, sus cimas aún desnudas apuntaban hacia un cielo blanco y alto que discurría por encima de ellas, cielo de otra latitud, estrechamente demarcado por los senderos, cortado del mundo y olvidado como un golfo sin salida. Las voces de los pájaros, veladas y perdidas en los espacios, dibujaban el contorno de un silencio pesado y gris, reflejado del revés en el agua tranquila del estanque, y el mundo se precipitaba ciegamente en ese reflejo, en ese sueño todopoderoso: zarcillos de los árboles al revés huyendo hacia el infinito, palor movedizo sin término y sin límite.

13

Con la cabeza alta, frío y completamente dueño de mí, me hice anunciar. Me pasaron a un hall invadido por una tamizada claridad. Reinaba allí una penumbra estremecida de un lujo discreto. Por una ventana abierta, orificio de una flauta, entraban bocanadas de aire desde el jardín, ligeramente perfumado como el aire de una habitación de enfermo. El soplo invisible penetrando a través de las cortinas suavemente hinchadas, animaba los objetos que se despertaban con un suspiro, arpegios angustiados recorrían las filas de vasos venecianos en una gran vitrina, las hojas de los tapices crujían, inquietas y plateadas.

Después las paredes se apagaban, volvían a sumirse en la penumbra, y su sueño tapizado, desde hace mucho tiempo encerrado entre esos tallos, despertaba súbitamente en un delirio de aromas; así, a través de las praderas calcinadas de antiguos herbarios pasan vuelos de colibríes y manadas de bisontes, incendios de estepas y caballos, una cabellera atada a la silla de montar.

Extraño. Esos antiguos interiores no pueden encontrar la paz fuera de su pasado oscuro y convulso: en su silencio, historias consumadas, terminadas, intentan representarse una vez más, las mismas situaciones componiendo variantes infinitas, representadas ad nauseam por la dialéctica estéril de las tapicerías. Su silencio podrido y desmoralizado se descompone en el transcurso de meditaciones solitarias y recorre las paredes donde provoca oscuros relámpagos. ¿Por qué ocultarlo? ¿No había que calmar aquí, cada noche, emociones demasiado violentas, paroxismos de fiebre que aliviaban inyecciones de drogas secretas, drogas que llevaban a paisajes insospechados, tranquilos y dulces, más allá de los tapices, donde brillaban los reflejos de aguas lejanas?

Oí un ruido. Precedido por el lacayo, descendía la escalera. Era de baja estatura, aunque fuerte; de ademanes sobrios, parecía ciego detrás del reflejo de sus grandes gafas con montura de carey. Por primera vez me encontraba cara a cara con él. Era impenetrable, mas, después de mis primeras palabras, vi no sin satisfacción que dos arrugas de sufrimiento y amargura le marcaban el rostro. Mientras que, protegido por el bastión de sus gafas, se confeccionaba la máscara de una suprema invulnerabilidad, vi cómo se deslizaba entre los pliegues de esa máscara el pálido horror. Poco a poco, pareció interesado; por su expresión atenta comprendí que solamente ahora comenzaba a apreciarme en mi justo valor. Me hizo entrar en su despacho situado al lado del hall. Cuando entrábamos, pude ver cómo una mujer vestida de blanco se apartaba, inquieta, como si hubiera sido sorprendida escuchando tras la puerta, y después se alejaba hacia el fondo de la casa. ¿Era la institutriz de Bianka? Al franquear el umbral de la pieza, me pareció que entraba en una jungla. Allí reinaba un crepúsculo glauco rayado por las sombras de los estores cerrados. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de botánica, en grandes jaulas retozaban pequeños pájaros de todos los colores. Queriendo sin duda ganar tiempo, se puso a explicarme las armas primitivas: jabalinas, boomerangs y tomahawks dispuestos sobre las paredes. Mi sensible olfato me permitió detectar el olor del curare[38]. En el momento en que manipulaba una especie de alabarda primitiva, le recomendé la mayor precaución, y, en apoyo de mi puesta en guardia, saqué súbitamente mi pistola. Un poco sorprendido, dejó su arma con una sonrisa desagradable. Nos sentamos en torno a un enorme escritorio de ébano. Rechacé el cigarro que me ofrecía alegando mi abstinencia. Tantas precauciones me valieron al fin su aprobación. Con el cigarro colgando de la comisura de sus labios, me observaba con una sombría benevolencia que me hacía desconfiar. Sacó un talonario de cheques y —hojeándolo con un aire de indiferencia— me propuso inesperadamente un compromiso, adelantando una cifra de múltiples ceros, mientras que me miraba de soslayo. Mi sonrisa irónica le hizo abandonar ese tema.