Manteniendo una pose característica de joven altiva, no se volvió y siguió comiendo un pastel de crema. Todavía bajo la influencia del zigzag de las estrellas, no la veía con claridad. Así se cruzaron por primera vez nuestros horóscopos, aún muy enredados. Se encontraron y se separaron insensiblemente. Aún no habíamos comprendido nuestro destino en ese temprano aspecto astral y salimos haciendo resonar la puerta acristalada.
Regresamos después por un camino apartado, atravesando un lejano suburbio. Las casas eran cada vez más bajas y dispersas; finalmente, las últimas estaban separadas y entramos en un clima diferente. De súbito, nos encontramos en medio de una primavera suave, de una noche tibia que plateaba el fango con los rayos de una luna joven, malva pálido, apenas surgida. Esa noche se anticipaba con un apresuramiento febril a sus fases ulteriores. Hace un momento sazonada con el sabor acre habitual de la estación, el aire se tornó repentinamente suave, insípido, impregnado de los olores de la lluvia, de la tierra húmeda y de las prímulas que florecían en la blanca luz mágica. Era igualmente extraño que bajo aquella luna generosa la noche no llenase aquel plateado fango con el desove gelatinoso de las ranas, que no abriese las ovas, o hiciese hablar a las miles de pequeñas y locuaces bocas diseminadas por los espacios pedregosos, donde en los menores intersticios rezumaban los hilos brillantes de una dulcedumbre agua. Hay que adivinar, añadir el croar al rumor de las fuentes, a los temblores secretos. Un momento detenida, la noche se puso en marcha, la luna estaba cada vez más pálida, como si hubiera vertido su blancura de una copa a otra, cada vez más alta y luminosa, cada vez más mágica y trascendente.
Caminábamos así bajo la gravitación creciente de la luna. Mi padre y el señor fotógrafo me habían cogido entre ellos, porque me caía de sueño. La tierra húmeda crujía bajo nuestros pasos. Yo dormía desde hacía algún tiempo, encerrando bajo los párpados toda la fosforescencia del firmamento barrido por signos luminosos, por señales y fenómenos estrellados, cuando finalmente nos detuvimos en pleno campo. Mi padre me acostó sobre su abrigo extendido en el suelo. Con los ojos cerrados, veía el sol, la luna y once estrellas alineadas en el cielo para el desfile, que marchaban delante de mí.

—¡Bravo, Józef! —exclamó mi padre aplaudiendo. Fue un plagio evidente aplicado a otro Józef[4], en circunstancias muy distintas. Nadie me lo reprochó. Mi padre —Jakub— movió la cabeza y chasqueó la lengua, el señor fotógrafo colocó su trípode en la arena, abrió el fuelle de la cámara y se metió bajo los pliegues de tela negra: fotografiaba ese fenómeno extraordinario, ese horóscopo brillante en el cielo, mientras que yo, con la cabeza bañada en la claridad, estaba tendido sobre el abrigo, inerte, sosteniendo ese sueño el tiempo de la exposición.
III
Los días se hicieron largos, claros y amplios, casi demasiado amplios visto su contenido, indefinido y pobre. Eran días llenos de espera, palideciendo de aburrimiento e impaciencia. Un soplo claro, un viento brillante atravesaba su vacío que aún no era turbado por los senderos de los jardines desnudos y soleados, limpiaba las calles tranquilas, largas y claras, barridas como los días de fiesta y que, también ellas, parecían esperar una llegada, todavía desconocida y lejana. El sol se dirigía lentamente hacia el equinoccio, ralentizaba su curso, alcanzaba la posición en la que debía detenerse en un equilibrio ideal, arrojando torrentes de fuego sobre la tierra desierta.
Un soplo infinito recorría el horizonte en toda su extensión, disponía los setos y las avenidas a lo largo de las líneas puras de las perspectivas y se detenía al fin, sofocante, inmenso, para reflejar, en su espejo que abrazaba el mundo, la imagen ideal de la ciudad, fatamorgana sumida en su anfractuosidad luminosa. El universo se inmovilizaba un instante, sin aliento, ciego, queriendo entrar todo entero en esa imagen quimérica, eternidad provisoria que se abría ante él. Pero el segundo feliz pasaba, el viento rompía su espejo y el tiempo volvía a tomarnos en su posesión.
Llegaron las vacaciones de Pascua, interminablemente largas. Liberados de la escuela, deambulábamos por la ciudad sin necesidad ni fin, sin saber aprovechar la libertad vacía, imprecisa, inutilizable. No encontrando nosotros mismos definición, esperábamos una del tiempo que, embrollado en miles de respuestas equívocas, tampoco él sabía encontrar.
Se habían dispuesto ya las mesas en la acera delante del café. Las señoras con vestidos claros estaban sentadas y aspiraban el viento a pequeños tragos, como se degusta un helado. Las faldas flotaban, el viento les mordisqueaba el dobladillo como un cachorro furioso, las mejillas de las señoras se sonrosaban, el viento seco quemaba sus rostros, agrietaba sus labios. El entreacto duraba todavía y su gran tedio, el mundo se acercaba suavemente, con angustia, a una frontera, llegaba —demasiado pronto— a un objetivo y esperaba.
En aquellos días, teníamos todos un apetito de ogro.
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