Deshidratados por el viento, nos precipitábamos en la casa para devorar grandes rebanadas de pan con mantequilla, comprábamos en la calle rosquillas crujientes y frescas, durante horas permanecíamos sentados en fila, sin un pensamiento en la cabeza, bajo el amplio porche abovedado de un inmueble de la plaza del mercado. Entre las arcadas bajas se veía la plaza blanca y limpia. Los toneles de vino estaban alineados a lo largo del muro y olían bien. Repiqueteando con el pie sobre las planchas de madera, entorpecidos por el tedio, nos sentábamos en el largo mostrador en el que, los días de mercado, se vendían las pañoletas abigarradas de las campesinas.
Repentinamente, Rudolf, con la boca llena de rosquillas, sacó de un bolsillo interior su álbum de sellos y lo abrió ante mis ojos.
IV
En aquel momento, comprendí por qué esa primavera había sido hasta entonces tan vacía, tan cerrada y tan sofocante. Inconscientemente, se silenciaba, se callaba, retrocedía[5], dejaba el sitio libre, se abría enteramente como un espacio puro, un azul sin opiniones ni definiciones, forma asombrada y desnuda que esperaba un contenido misterioso. De ahí procedía esa neutralidad azul, como despertada en sobresalto, esa inmensa disponibilidad. Esa primavera estaba a punto, amplia, desierta y disponible, sin aliento y sin memoria: aguardaba la revelación. ¿Quién hubiera podido prever que saldría, deslumbrante y adornada, del álbum de sellos de Rudolf?
Eran abreviaciones y fórmulas extrañas, recetas de civilizaciones, amuletos de bolsillo en los que se podía agarrar con dos dedos la esencia de los climas y de las provincias. Eran órdenes de pago en imperios y repúblicas, en archipiélagos y continentes. ¿Qué poseían de más los emperadores y usurpadores, los conquistadores y dictadores? Súbitamente sentí la dulzura del poder, el acicate de esa insatisfacción que sólo el gobierno de las tierras puede saciar. Con Alejandro el Grande[6] yo deseé el mundo. Y ni una pulgada menos, todo el mundo.
V
Sombrío y ardiente, colmado de un áspero amor, recibía el desfile de la creación: países en marcha, comitivas brillantes que veía a intervalos, a través de eclipses púrpuras, aturdido por los golpes de la sangre que golpeaba en mi corazón al ritmo de esa marcha universal de todas las naciones. Rudolf hacía desfilar ante mis ojos batallones y brigadas, organizaba la parada con celo, con dedicación. Él, el dueño de ese álbum, se degradaba voluntariamente, descendía al rango de un ayuda de campo, recitaba su informe solemnemente, como un juramento, cegado y desorientado en su rol ambiguo. Finalmente, en un arrebato, empujado por una magnanimidad desmesurada, colocó en mi pecho —como si se tratara de una medalla— una Tasmania rosa, resplandeciente como el mes de mayo, y un Hajdarabad plagado de alfabetos extraños, entrelazados[7].
VI
Fue en aquel momento cuando tuvo lugar la revelación, visión bruscamente descubierta, fue en aquel momento cuando llegó la buena nueva, mensaje secreto, misión especial de posibilidades incalculables. Horizontes violentos se abrieron por completo, feroces hasta cortar el aliento, el mundo brillaba y temblaba, se inclinaba peligrosamente, amenazando con romper las amarras de todas las reglas y todas las medidas.
¿Qué es para ti, querido lector, un sello de correos? ¿Y qué el perfil de Francisco José I con su calvicie ornada por una corona de laurel? ¿No es el símbolo de la grisalla cotidiana, límite de todas las posibilidades, garantía de fronteras infranqueables donde el mundo ha sido encerrado de una vez para siempre?

En aquella época, el mundo estaba cercado por Francisco José I[8] y no había salida que llevara más allá. Ese perfil omnipresente e inevitable surgía en todos los horizontes, aparecía por todos los rincones de las calles, cerraba el mundo con llave como una prisión. Y he aquí que, en el momento en que nosotros ya habíamos perdido la esperanza, cuando llenos de una amarga resignación habíamos aceptado la univocidad del mundo, su estrecha invariabilidad cuyo poderoso garante era Francisco José I, en aquel momento, oh Dios mío, tú has abierto súbitamente ante mí ese álbum de sellos como una cosa anodina, me has permitido echar una mirada fugaz sobre ese libro fascinante, sobre ese álbum que abandonaba su ropaje a cada página, cada vez más cegador, cada vez más conmovedor... ¿Quién va a reprocharme por haber quedado deslumbrado, paralizado por la emoción, que las lágrimas corriesen de mis ojos bañados de claridad? ¡Oh, relatividad maravillosa, acto copernicano, fluidez de las categorías y las nociones! ¡Así, oh Dios mío, has permitido tantos modos, incontables, de existencia! Es más de lo que yo había soñado en mis sueños más locos. ¡Así, esa anticipación de mi alma no me había equivocado, mi alma que, contra toda evidencia, se obstinaba en creer que el mundo era infinitamente diverso!
VII
El mundo se limitaba entonces a Francisco José I. En cada sello de correos, en cada moneda, en cada estampación, su imagen confirmaba la inmutabilidad, el dogma inquebrantable: tal es el mundo y no hay otros mundos posibles fuera de este, decía el sello ornado con el anciano real-imperial. Todo lo demás sólo es ilusión, pretensión extravagante y usurpación. Alojado en toda cosa, Francisco José I había detenido el mundo en su desarrollo.
Querido lector, todo nuestro ser se inclina a la lealtad. La lealtad de nuestra naturaleza educada no es insensible al encanto del poder. Francisco José I era el poder supremo. Si ese anciano autoritario ponía todo su peso en la balanza, no había nada que hacer, había que renunciar a todas las esperanzas del espíritu, a sus presentimientos ardientes, organizarse bien que mal en ese mundo —el único posible— sin ilusiones y sin romanticismo: había que olvidar.
Sin embargo, cuando la prisión se había irrevocablemente cerrado, cuando la última salida había sido tapada, cuando una conjuración de silencio había rodeado al prisionero, Francisco José I habiendo amurallado, obstruido el más pequeño intersticio con el fin de que no te viésemos, entonces, oh Dios mío, has surgido, vestido con el abrigo rumoroso de los mares y los continentes y tú lo has desmentido; Señor, has cargado con la infamia de la herejía al hacer estallar esa enorme blasfemia, florida y espléndida. ¡Oh, Heresiarca[9] espléndido! Tú me has deslumbrado entonces con ese libro resplandeciente, has explotado en el bolsillo de Rudolf al manifestarte en su álbum de sellos. En esa época, yo no conocía aún la forma triangular del álbum. En mi inconsciencia, lo había confundido con una pistola de cartón con la cual disparábamos en clase, bajo el pupitre, para mayor contrariedad de los profesores. ¡Y tú has disparado, Señor! ¡Fue tu cálida retahíla, tu filípica luminosa y soberbia contra Francisco José I y su Estado de prosa, fue el verdadero libro del esplendor![10]
Entonces lo abrí y los colores del mundo brotaron delante de mis ojos, el viento de los espacios inmensos, el panorama de los horizontes cambiantes.
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