Hay incluso un revisor con su pequeña linterna, surgido de no se sabe dónde o de entre los árboles, que perfora nuestros billetes. Penetramos en la noche, las corrientes de aire hacen crujir las puertas. Los ojos de Bianka parecen más profundos, sus mejillas arden, una sonrisa enigmática se dibuja en sus labios. ¿Va a confiarme un secreto? Habla de traición y su cara se enciende, sus ojos se empequeñecen ante la subida del placer cuando, retorciéndose como un lagarto bajo el cobertor, insinúa que yo he traicionado, yo, la misión más sagrada. Indaga atentamente mi cara palidecida con sus ojos dulces que súbitamente se ponen a bizquear. "Hazlo, murmura con insistencia, hazlo. Tú te convertirás en uno de ellos, en uno de esos negros..." Y, cuando lleno de desesperación, llevo un dedo a mis labios con gesto de súplica, una repentina maldad se dibuja en su cara. "Eres ridículo con tu fidelidad, tu misión. ¡Dios sabe lo que te imaginas! Te crees indispensable. ¿Y si hubiera elegido a Rudolf? Lo prefiero mil veces a ti, aburrido pedante. Ah, él me obedecería, me obedecería hasta el crimen, hasta borrarse a sí mismo, hasta aniquilarse." Después, con un aire repentinamente triunfante, me pregunta: "¿Recuerdas a Lonka, la hija de la lavandera Antosia, con la que tú jugabas cuando eras pequeño?" Yo la miré asombrado. "Era yo, dijo sonriendo ahogadamente, sólo que en aquella época yo era un muchacho más. ¿Te gustaba entonces? "

Ah, en el seno de la primavera algo se rompe y se deshace. Bianka, Bianka, ¿también tú me decepcionas?

XL

Temo desvelar demasiado pronto mis últimas bazas. La apuesta es muy elevada como para correr tal riesgo. Hace mucho tiempo que he dejado de dar cuenta a Rudolf del desarrollo de los acontecimientos. Además, su comportamiento ha cambiado. La envidia, que era el rasgo dominante de su carácter deja paso a una cierta generosidad. Una benevolencia servil mezclada de turbación se manifiesta en sus gestos y en sus palabras torpes cuando nos encontramos por azar. Antes, detrás de su aspecto sombrío de hombre taciturno, detrás de su reserva que disimulaba una expectativa, había en efecto una curiosidad devoradora, ávida de detalles nuevos, de una nueva versión del asunto. En la actualidad, está extrañamente tranquilo, ya no desea conocer nada de mí. En el fondo prefiero eso, ahora que cada noche tengo esas conferencias tan importantes en el museo de figuras de cera, y que deben todavía permanecer absolutamente secretas. Los vigilantes, inconscientes por la vodka que les ofrezco en abundancia, duermen el sueño de los justos mientras que yo delibero entre esa augusta asamblea, al resplandor de algunas velas humeantes. Hay entre ellos cabezas coronadas y no resulta fácil su trato. Todos conservan su heroísmo de antaño, hoy desprovisto de sentido, la facultad de consumirse en el fuego de un ideal, de jugárselo todo a una sola carta. La prosa cotidiana ha desacreditado una tras otra las ideas por las que vivieron, y helos aquí llenos de una energía inútil, con los ojos brillantes, la mirada ausente: esperan la última réplica de su papel. Me será muy fácil falsear esa réplica, inducirles una idea cualquiera: ¡son tan crédulos, tan desamparados! Eso hace mi tarea menos ardua. Aunque, por otro lado, me cuesta llegar a su espíritu, encender ahí la chispa de un pensamiento, pues el viento de la nada sopla a través de sus almas. Tan sólo el despertarlos de su sueño me ha llevado un gran esfuerzo. Estaban todos postrados en sus camas, mortalmente pálidos y no respiraban.