Una gran lámpara arde sobre la cabecera de la cama. Bajo la sombra carmínea de su pantalla Bianka descansa entre enormes almohadones, llevada por la crecida de las sábanas como por la marea ascendente de la noche. La ventana está abierta, Bianka lee, con la cabeza apoyada sobre su pálido brazo. Me inclino profundamente, ella me responde con una breve mirada, apartando por un segundo los ojos del libro. Vista de cerca, su belleza parece controlarse, podríamos decir que se retira. Con una sacrílega emoción observo que el dibujo de su pequeña nariz está lejos de ser noble y su tez lejos de ser perfecta. Lo percibo con un cierto alivio, aunque sé que si borra así su resplandor, es únicamente por una especie de piedad, para no cortarme el aliento y la palabra. Con el alejamiento, su belleza se regenera y enseguida se vuelve dolorosa, desmesurada e insoportable.
Animado por su gesto, me siento cerca de la cama y comienzo mi informe sirviéndome de los documentos que he preparado. Por la ventana abierta —a la altura de la cabeza de Bianka—, los rumores enloquecidos del parque entran por oleadas. Desfiles de árboles, todo un bosque penetra a través de las paredes, omnipresente, envolvente. Bianka me escucha con cierta distracción. En el fondo, me parece irritante que no interrumpa la lectura. Ella me deja exponer cada problema bajo todos sus aspectos, demostrar todos los pros y los contras, después, alzando los ojos, parpadea, con un aire un poco ausente, y zanja rápido el asunto, superficialmente pero con una precisión asombrosa. Atento a cada una de sus palabras, escucho ardientemente el tono de su voz con el fin de descubrir su intención oculta. Entonces le presento humildemente los decretos, los firma, y sus pestañas arrojan largas sombras sobre sus mejillas, después me observa con leve ironía cuando yo los rubrico.
Es posible que la avanzada hora —pasada la medianoche— no favorezca la concentración en los asuntos de Estado. Superada la última frontera, la noche entra en una cierta relajación. Mientras conversamos, la ilusión de la pieza se difumina cada vez más, estamos realmente en el bosque: matas de helechos invaden todos los rincones, justo detrás de la cama brota una pared de maleza, móvil, enredada. De esa pared frondosa surgen —con las reverberaciones fulgúreas de la lámpara— ardillas de grandes ojos, picos y criaturas nocturnas; estáticas, miran el espacio luminoso con ojos saltones. A partir de un cierto momento, entramos en un tiempo ilegal, en una noche incontrolada, culpable de todos los excesos, de todas las fantasías. Lo que ocurre es inesperado, fútil, teñido de infracciones imprevisibles. Sólo a eso puedo atribuir el cambio extraño que se produjo entonces en el comportamiento de Bianka. Ella, siempre tan seria y dueña de sí misma, personificación de una bella disciplina, se vuelve caprichosa y obstinada, de reacciones sorprendentes. Los papeles están diseminados sobre la gran superficie del cobertor, Bianka los coge negligentemente y echa una ojeada distraída, después los deja deslizar de sus dedos indiferentes. Con un rictus malhumorado en sus labios, su pálido brazo bajo la cabeza, posterga su decisión y me hace esperar. O bien me vuelve la espalda, se tapa los oídos con las manos, sorda a mis proposiciones y súplicas. O bien, súbitamente, con un movimiento brusco del pie tira al suelo todos los papeles y me mira desde la altura de sus almohadones, con las pupilas misteriosamente dilatadas, cuando me inclino para recogerlos y sacudirles las agujas de pino. Esos caprichos, por lo demás encantadores, no facilitan mi tarea de regente, difícil y llena de responsabilidades. Durante nuestra conversación, el susurro del bosque y el olor del jazmín hacen desfilar a través de la habitación paisajes siempre nuevos, siempre más vastos: fragmentos de bosques, cortejos de árboles y arbustos, escenarios forestales. Se hace evidente que, desde el principio, nos encontramos como en un tren nocturno que se desplaza lentamente al borde de un barranco, en las proximidades boscosas de la ciudad. De allí viene ese soplo de aire, embriagador y profundo, que penetra en los compartimientos con un argumento nuevo que se prolonga en una perspectiva infinita de presagios.
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