Tú atravesabas sus páginas, arrastrando la cola de tus vestiduras tejida con todas las esferas y todos los climas: Canadá, Honduras, Nicaragua, Abracadabra, Hiporabundia. Te había comprendido, Señor. Todo eso eran los subterfugios de tu riqueza, las primeras palabras que se te habían ocurrido. Habías metido una mano en tu bolsillo y como quien exhibe un puñado de botones tú me mostraste las posibilidades que había en ti. No se trataba de exactitud, tú decías no importa qué. Hubieras podido decir igualmente: Panfibras y Haleliva, y en el aire hubieran batido inmisericordes las alas de los papagayos, y el cielo, tal una inmensa rosa azul de cien pétalos abiertos por tu soplo, hubiera hecho aparecer su fondo luminoso, tu ojo ocelado y penetrante, y el núcleo cegador de tu sabiduría hubiera resplandecido allí, impregnado de subidos colores, floreciente de embriagadores aromas. Tú has querido deslumbrarme, oh Dios mío, vanagloriarte, seducirme, pues tú también tienes tus momentos de vanidad en los que te admiras a ti mismo. ¡Oh, cómo amo esos momentos!

¡Tú estabas confundido, Francisco José I, tú y tu evangelio de prosa! Mis ojos te buscaban en vano. Finalmente, te encontré. Estabas bien ahí, entre esa muchedumbre, pero qué pequeño, desorientado y gris. Caminabas entre el polvo del camino, detrás de América del Sur y delante de Australia y cantabas con los otros: ¡Hosanna!

VIII

Me hice adepto del nuevo evangelio. Trabé amistad con Rudolf. Lo admiraba a la vez que presentía confusamente que él sólo era un instrumento, que el libro estaba destinado a algún otro. En efecto, Rudolf hacía más bien de garante. Él clasificaba, pegaba, despegaba, lo encerraba con llave en un armario. En el fondo, él estaba triste, como si supiera que iba a decrecer mientras que yo crecería. Era parecido a aquel que había venido a enderezar los caminos del Señor[11]...

IX

Yo tenía numerosas razones para considerar que ese libro me estaba destinado. Muchos signos indicaban que se dirigía a mí, que me confiaba una misión especial, un mandato, una carga personal. Lo comprendí al ver que nadie se consideraba como su propietario. Ni siquiera Rudolf, que lo servía. Él le era esencialmente extraño. Parecía un doméstico perezoso y reticente sometido a la faena del deber. A veces los celos inundaban su corazón de amargura. Se rebelaba interiormente contra su papel de guardián de un tesoro que no le pertenecía. Miraba con un ojo envidioso el reflejo de los mundos lejanos, la gama silenciosa de colores que atravesaba mi rostro. Solamente cuando la veía reflejada en mi cara le llegaba la luz de esas páginas, a las que su alma no tenía acceso.

X

Una vez, vi a un prestidigitador. Se mantenía de pie en el escenario, delgado, visible desde todos los lados, y, exhibiendo un sombrero de copa, mostraba a todo el mundo su fondo blanco y vacío. Habiendo así prevenido su arte insospechable contra el reproche de manipulaciones deshonestas, trazó en el aire con su varilla un signo mágico, complicado, después, con precisión y ostentación, se puso a sacar del sombrero, con ayuda de su bastoncillo, cintas de papel, palmos y varas y finalmente kilómetros de lazos de color. La sala se llenó de una masa crujiente de colores, de un crepé ligero, espumoso, multiplicado hasta el infinito, de un amontonamiento luminoso, y él no dejaba de devanar su trama a pesar de las voces asustadas, las protestas admirativas, los gritos de éxtasis y los lloros convulsivos; finalmente se hizo claro como el día que aquello no le costaba nada, que no sacaba esa abundancia de sus propios recursos: simplemente, reservas de otros confines se habían abierto, que no tenían nada en común con las medidas y los cálculos humanos.

Alguien que estaba predestinado para comprender el sentido profundo de esa demostración volvió a su casa pensativo y deslumbrado, penetrado hasta el fondo del alma por la verdad que le había alcanzado: Dios es infinito...

XI

Éste es el momento para desarrollar aquí un breve paralelismo entre Alejandro el Grande y mi persona. Alejandro el Grande era sensible a los aromas de los países.