¿Qué decir de Bianka, cómo describirla? Sólo sé una cosa, y es que ella está maravillosamente de acuerdo consigo misma, que cumple con su programa hasta el final. Con una profunda emoción, la veo todavía como la primera vez entrar paso a paso en su ser, bailarina ligera que con cada gesto llega a lo esencial.
Su manera de andar no es ni demasiado graciosa ni rebuscada, y esa simplicidad va derecha al corazón, y el corazón se oprime de felicidad ante la idea de que se pueda ser Bianka tan simplemente, sin artificio y sin la menor tensión.
Una vez alzó lentamente sus ojos hacia mí y la sabiduría de su mirada me traspasó de parte a parte. En ese momento supe que nada se le ocultaba, que desde el principio ella conocía todos mis pensamientos. Desde entonces, me puse a su disposición, exclusivamente y sin reservas. Lo acogió con un movimiento de sus párpados apenas perceptible. Todo ocurrió sin una palabra, sin un momento de interrupción, con una sola mirada.
Cuando intento imaginármela, sólo puedo evocar un detalle, insignificante: la piel de sus rodillas, agrietada como la de un muchacho. Ese detalle es profundamente emotivo, lleva la imaginación a contradicciones torturadas, a antinomias encantadoras. Todo lo demás, todo lo que hay arriba y abajo, es trascendente e inimaginable.
XV
Hoy me sumí de nuevo en el álbum de sellos de Rudolf. ¡Qué estudio maravilloso! Ese texto está lleno de notas, de alusiones, de sobreentendidos, de un ambiguo destello. Pero todas sus líneas convergen en Bianka. ¡Cuántas felices suposiciones! De un vínculo a otro, mi sospecha corre como a lo largo de una mecha, encendida por la esperanza deslumbradora. Ah, tengo el corazón triste, oprimido por los misterios vislumbrados.
XVI
En el parque municipal hay ahora música todas las tardes, el paseo de primavera discurre por los senderos. Por ahí deambulan y regresan, se cruzan y se encuentran, siguiendo arabescos simétricos, a cada instante reanudados. Los jóvenes llevan sombreros nuevos y agarran indolentemente sus guantes con una mano. Entre los troncos de los árboles, a través de los setos, los vestidos de las muchachas brillan en los senderos vecinos. Las muchachas van de dos en dos, moviendo las caderas, erizadas de faralaes y volantes vaporosos, cisnes vestidos de plumas blancas y rosas, campanas rellenas de muselina con flores, y a veces se sientan en un banco, como fatigadas del vacío de esa etiqueta, posan esa gran rosa de gasa y batista, que estalla entonces con todos sus pétalos desbordados. En ese momento las piernas cruzadas se descubren, enlazadas, formas blancas, irresistibles, y los jóvenes, al pasar ante ellas, palidecen y se callan, fulminados por la fuerza del argumento, convencidos y vencidos.
Justamente antes del crepúsculo hay un momento en que los colores del mundo embellecen. Adornados, cálidos y tristes, adquieren contornos. El parque se cubre de un barniz rosa, de una laca brillante que vuelve las cosas súbitamente muy luminosas. Pero en esos mismos colores hay un tono de azul demasiado profundo, una belleza demasiado evidente y ya sospechosa. Un instante más, y el jardín, apenas salpicado de fresco verdor, aún desnudo y todo en ramas, deja transparentar la hora rosa del crepúsculo, tibia y fragante, impregnada de la tristeza indecible de las cosas para siempre y mortalmente bellas.
Súbitamente todo el parque se transforma en una orquesta enorme y muda, solemne y recogida, aguardando bajo la batuta alzada del director a que la música madure en él, después sobre esa ardiente sinfonía silenciosa cae el crepúsculo breve y teatral, como bajo el empuje de una subida violenta de tonos en todos los instrumentos a la vez —allá arriba, el canto de una oropéndola oculta entre las ramas traspasa el joven verdor— y todo se hace grave, desierto y tardío, como en el bosque al anochecer. Un soplo apenas perceptible pasa sobre las cimas de los árboles que dejan caer una lluvia amarga y seca de flores de cerezo. El aroma acre flota bajo el cielo ensombrecido y desciende con un suspiro de muerte, las primeras estrellas dejan escapar sus lágrimas, pequeñas flores de lilas cogidas en la noche pálida y malva. (Ah, sí, lo sé, su padre es médico en un barco, su madre era criolla. Es a ella a quien espera todas las noches en el atracadero el barco de vapor con ruedas en sus flancos, con todas las luces apagadas.)
En ese momento, una fuerza extraña se apodera de las parejas deambulantes, los jóvenes y las muchachas que se encuentran a intervalos regulares. Cada joven se convierte en un Don Juan bello e irresistible, se supera a sí mismo, orgulloso y triunfante, y su mirada adquiere esa fuerza mortal bajo la que desfallecen los corazones de las muchachas. Y los ojos de éstas se hacen profundos, jardines con mil senderos se abren allí, parques-laberintos sombríos y susurrantes. Un brillo de fiesta dilata sus pupilas que se abren, se abandonan y dejan entrar a los vencedores en los senderos de sus jardines tenebrosos cuyos caminos simétricos, estrofas de una canzona[13], se alejan en todos los sentidos, confluyen, se encuentran en una triste rima, en plazas rosas, en torno a parterres circulares, o cerca de fuentes en las que los últimos rayos de sol poniente incendian el agua, para separarse de nuevo, dispersarse entre las masas negras de los bosques, espesuras del anochecer, cada vez más densas y susurrantes, donde ellos se separan, se pierden como en corredores complicados, entre colgaduras de terciopelo, en tranquilas alcobas. Atravesando el frescor de esos jardines oscuros entran insensiblemente en lugares solitarios, extraños, olvidados, en un susurro nuevo de los árboles, más sombrío, crespón de luto flotando, donde la oscuridad fermenta y el silencio se deteriora, se desintegra como en un viejo tonel de vino olvidado.
Errando así a ciegas en medio del terciopelo oscuro de esos parques, se encuentran finalmente en un claro apartado, bajo un último rayo púrpura, al borde de un estanque que un fango negro invade desde hace siglos, y al pie de la balaustrada mellada, en los confines del origen, se encuentran de nuevo en una vida hace mucho tiempo terminada, en una preexistencia lejana, incluidos en un tiempo desconocido, vestidos con trajes de épocas pasadas sollozan sin fin sobre la muselina de una elegía, se elevan hasta inaccesibles promesas, y subiendo los peldaños del éxtasis llegan a las cumbres, los límites más allá de los cuales sólo existe la muerte y el entorpecimiento del placer que no dice su nombre.
XVII
¿Qué es el crepúsculo de primavera?
¿Acaso hemos alcanzado el corazón de las cosas, acaso el camino se detiene aquí? Nos encontramos al final de nuestras palabras que, desde ahora, se hacen oníricas, disparatadas y locas. Sin embargo, es únicamente más allá de las palabras cuando comienza eso que, en esta primavera, es lo más grande y lo más indecible.
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