En el hecho de que monsieur de Charlus fuera todos los días con Morel a tomar el té en casa de Jupien, se podían considerar ambos aspectos. Una sola tormenta se había producido en aquella costumbre cotidiana. Un día dijo a Morel la sobrina del chalequero: «Eso, vengan mañana, les pagaré el té»; a monsieur de Charlus le pareció esta expresión, y lo era en realidad, demasiado vulgar para una persona a la que pensaba hacer casi su nuera; pero como le gustaba ofender y se exaltaba con su propia cólera, en vez de decir simplemente a Morel que le rogaba diera a este respecto una lección de elegancia, todo el camino de vuelta transcurrió en escenas violentas. En el tono más insolente, más orgulloso:
–El toucher, que, por lo que veo, no va forzosamente unido al tact5, te ha impedido el desarrollo normal del olfato, puesto que has tolerado que esa fétida expresión de pagar el té, supongo que a quince céntimos, hiciera subir su olor de letrina hasta mis regias narices. ¿Has visto alguna vez que cuando has terminado un solo de violín te recompensaran con un pedo, en lugar de un aplauso frenético o de un silencio aún más elocuente porque lo determina el miedo a no poder contener (no lo que tu novia te prodiga), sino el sollozo que has hecho asomar al borde de los labios?
5 Toucher, además del contacto de la mano con algo, tiene, entre otros significados, el de la personal manera de tocar un instrumento y el de tacto, en las dos acepciones españolas de esta palabra. De aquí el juego de palabras entre toucher referido al músico Morel, y tact. (N. de la T.)
Cuando a un funcionario le inflige su jefe semejantes reproches, al día siguiente, invariablemente, queda cesante. Mas para monsieur de Charlus era demasiado doloroso despedir a Morel, y, temiendo haber llegado demasiado lejos, se puso a hacer de la muchacha unos elogios minuciosos, muy inteligentes, involuntariamente salpicados de impertinencias.
–Es encantadora. Como tú eres músico, supongo que te ha seducido por la voz, pues la tiene muy bonita en las notas altas, en las que parece estar esperando el acompañamiento de tu si sostenido. Su registro grave me gusta menos, y esto debe de estar en relación con su cuello delgado y raro, que empieza tres veces, pues parece que acaba y vuelve a empezar; en ella, más que los detalles mediocres, es la silueta lo que me gusta. Y como es modista y debe de saber manejar las tijeras, me tendrá que dar un bonito patrón de ella misma en papel.
Charlie no escuchaba estos elogios, tanto menos cuanto que los atractivos que celebraban en su novia le habían pasado siempre inadvertidos. Pero contestó a monsieur de Charlus:
–Desde luego, pequeño mío, le echaré una buena para que no vuelva a hablar así.
Si Morel llamaba «pequeño mío» a monsieur de Charlus, no es que el apuesto violinista ignorara que el barón le triplicaba la edad. Tampoco lo decía como lo hubiera dicho Jupien, sino con esa sencillez que, en ciertas relaciones, postula que la supresión de la diferencia de edad ha precedido tácitamente al cariño (cariño fingido en Morel, sincero en otros). Así, por aquella época, monsieur de Charlus recibió una carta concebida en los siguientes términos: «Mi querido Palamède, ¿cuándo te veré? Me aburro mucho después de ti y pienso muchas veces en ti, etc. Muy tuyo, Pedro.» Monsieur de Charlus se devanó los sesos por averiguar qué persona de su familia se permitía escribirle con tanta familiaridad, persona que debía, por tanto, conocerle mucho, y él, sin embargo, no conocía su letra. Durante unos días desfilaron por el cerebro de monsieur de Charlus todos los príncipes a los que el Almanaque del Gotha concede unas líneas. Hasta que, de pronto, le iluminó una dirección escrita al dorso: el autor de la carta era el botones de un casino de juego al que monsieur de Charlus iba algunas veces. El tal botones no creyó descortés escribir en aquel tono a monsieur de Charlus, quien, por el contrario, tenía gran prestigio a sus ojos. Pero pensaba que no estaba bien no tutear a una persona que le había besado varias veces, demostrándole con ello su cariño -así lo imaginaba en su inocencia-. En el fondo, a monsieur de Charlus le encantó aquella familiaridad. Hasta llegó a acompañar a monsieur de Vaugoubert, a la salida de una fiesta, para enseñarle la casa. Y, sin embargo, Dios sabe que a monsieur de Charlus no le gustaba salir con monsieur de Vaugoubert.
Pues éste, con el monóculo en el ojo, miraba a todos los jóvenes que pasaban. Más aún, sintiéndose emancipado cuando estaba con monsieur de Charlus, empleaba un lenguaje que el barón detestaba. Ponía en femenino todos los nombres de hombres y, como era muy tonto, le parecía muy ingeniosa esta broma y se reía a carcajadas. Como además tenía muchísimo apego a su puesto diplomático, sus deplorables y estrepitosas maneras en la calle las interrumpía continuamente el miedo cuando se cruzaba con personas del gran mundo, pero sobre todo con funcionarios.
–A esa pequeña telegrafista -decía tocando con el codo al enfurruñado barón- la he conocido, pero se ha vuelto muy formal, la muy antipática. ¡Oh, ese repartidor de Galeries Lafayette, qué maravilla! Diablo, por ahí va el director de Asuntos Comerciales. ¡Con tal de que no se haya fijado en mi gesto! Sería capaz de decírselo al ministro, que me dejaría excedente, sobre todo porque, al parecer, es del gremio.
Monsieur de Charlus estaba furioso. Por fin, para abreviar aquel paseo que le exasperaba, se decidió a sacar la carta y a dársela a leer al embajador, pero recomendándole discreción, pues para poder hacer creer que Charlie le amaba, fingía que éste era celoso. Y añadió con un impagable gesto de bondad:
–Hay que procurar siempre, en lo posible, no causar pena.
Antes de volver al taller de Jupien, le interesa al autor hacer constar cuánto le contrariaría que el lector se equivocara ante tan extrañas descripciones.
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