Por una parte (y éste es el aspecto menos importante del asunto), resulta que este libro parece presentar a la aristocracia más degenerada, proporcionalmente, que las demás clases sociales. Aunque así fuera, no habría por qué extrañarse. Las familias más antiguas acaban por declarar, en la nariz roja y caballuda, en el mentón deformado, unos signos específicos en los que todo el mundo admira la «raza». Pero entre estos rasgos persistentes y cada vez más acusados hay algunos no visibles, y son las tendencias y los gustos. Una objeción más grave, si fuera fundada, sería decir que todo esto nos es ajeno y que hay que sacar la poesía de la verdad muy próxima. Existe, en efecto, el arte extraído de la realidad más familiar, y acaso su campo es el más grande. Pero también es cierto que puede nacer un gran interés, a veces por la belleza, de actos derivados de una forma de espíritu tan lejana de todo lo que sentimos, de todo lo que creemos, que ni siquiera podemos llegar a comprenderlos, que se presentan ante nosotros como un espectáculo sin causa. ¿Hay algo más poético que Jerjes, hijo de Darío, mandando azotar el mar que se había tragado sus barcos?

Morel, haciendo uso del poder que sus encantos le daban sobre la muchacha, transmitió a ésta, llamándola a capítulo, la censura del barón, y la expresión «pagar el té» desapareció del taller del chalequero tan absolutamente como desaparece para siempre de un salón una persona íntima a la que se recibía diariamente y con la que, por una u otra razón, se han enfadado los dueños de la casa o les interesa ocultar esa amistad y no frecuentarla más que fuera de aquélla. Monsieur de Charlus se quedó muy satisfecho, pues aquello representaba para él una prueba de su ascendiente sobre Morel y la desaparición de la única pequeña mancha en las perfecciones de la muchacha. Además, como a todos los de su especie, sin dejar de ser sinceramente amigo de Morel y de su casi prometida, ardiente partidario de su unión, le encantaba el poder de suscitar a su capricho unos piques más o menos inofensivos, permaneciendo él al margen y por encima de los mismos tan olímpicamente como si fuera hermano suyo. Morel había dicho a monsieur de Charlus que amaba a la sobrina de Jupien y quería casarse con ella, y al barón le era dulce acompañar a su joven amigo a unas visitas en las que él desempeñaba el papel de futuro suegro indulgente y discreto. Nada le era más grato.

Personalmente creo que «pagar el té» venía del propio Morel y que la joven costurera, por ceguera de amor, adoptó una expresión del hombre adorado, expresión que, por su fealdad, chocaba con el bonito hablar de la muchacha. Este hablar, las bonitas maneras que lo acompañaban, la protección de monsieur de Charlus, daban lugar a que muchos clientes para los que había trabajado la recibieran como amiga, la invitaran a comer, la introdujeran entre sus relaciones, todo lo cual no lo aceptaba la pequeña si no era con el permiso del barón y las noches que a ella le convenían. «¿Una costurerilla en el gran mundo? – se dirá-. ¡Qué cosa más inverosímil!» Bien pensado, no era menos inverosímil que el hecho de que Albertina fuera a verme a media noche y ahora viviera conmigo. Y quizá fuera inverosímil en otra, pero no en Albertina, sin padre ni madre, haciendo una vida tan libre que al principio yo la tomé en Balbec por amante de un corredor, teniendo como pariente más próximo a madame Bontemps, que, ya en casa de madame Swann, sólo admiraba en su sobrina sus malas maneras y ahora cerraba los ojos, sobre todo si esto podría librarla de ella facilitándole una buena boda que se traduciría en un poco de dinero para la tía (en la más alta sociedad, algunas madres muy nobles y muy pobres que han casado a sus hijos con un buen partido se dejan mantener por los jóvenes esposos, aceptan pieles, un automóvil, dinero, de una nuera a la que no quieren, pero a la que introducen en sociedad). Acaso llegue un día en que las costureras alternarán en el gran mundo, lo que a mí no me parecería mal en absoluto. Como la sobrina de Jupien es una excepción, no puede todavía permitir preverlo, pues una golondrina no hace verano. En todo caso, si el pequeño ascenso de la sobrina de Jupien escandalizó a algunas personas, no fue, por cierto, a Morel, pues en algunos puntos su estupidez era tan grande que no sólo encontraba «más bien tonta» a aquella muchacha mil veces más inteligente que él, quizá sólo porque ella le amaba, sino que suponía que eran aventureras, modistas de baja categoría disfrazadas de señoras, las personas muy bien situadas que la recibían y de lo que ella no se envanecía. Por supuesto, no eran Guermantes, ni siquiera personas que las conociesen, sino burguesas ricas, elegantes, de espíritu lo bastante libre como para pensar que nadie se deshonra recibiendo a una costurera, de espíritu lo bastante esclavo también como para sentir cierta satisfacción por proteger a una muchacha a la que S. A. el barón de Charlus, sin tener con ella ninguna relación amorosa, iba a ver todos los días.

La idea de aquella boda le era muy grata al barón, pues pensaba que así no le quitarían a Morel. Parece ser que la sobrina de Jupien había tenido, casi niña, un «desliz» y a monsieur de Charlus, sin dejar de cantarlos elogios de la muchacha, no le hubiera desagradado contárselo al amigo, que se habría puesto furioso, y meter así cizaña. Pues monsieur de Charlus, aunque profundamente malévolo, se parecía a muchas buenas personas que hacen el elogio de éste o del otro para demostrar su propia bondad, pero que se guardarían como del fuego de pronunciar palabras, tan raramente emitidas, que pudieran hacer reinar la paz. A pesar de ello, el barón se guardó de la menor insinuación, y por dos razones. «Si le cuento -pensaba- que su novia no está sin mancha, sufrirá su amor propio y me tomará rabia. Y, además, ¿quién me dice que no está enamorado de ella? Si no digo nada, ese fuego de. paja se apagará en seguida, yo gobernaré a mi gusto sus relaciones, él no la amará sino en la medida en que yo lo desee. Si le cuento la pasada falta de su prometida, ¿quién me dice que mi Charlie no está lo bastante enamorado para sentir celos? Entonces, por mi propia culpa, transformaré un amorío sin consecuencias y muy fácil de manejar en un gran amor, cosa difícil de gobernar.» Por estas dos razones, monsieur de Charlus guarguardaba un silencio que sólo tenía las apariencias de la discreción, pero que, por otra parte, era meritorio, pues a las personas de este tipo les es casi imposible callarse.

Por otra parte, la muchacha era deliciosa, y monsieur de Charlus, satisfecho el gusto estético que podía tener para las mujeres, hubiera querido tener centenares de fotografías suyas. Menos tonto que Morel, se enteraba con gusto de las damas elegantes que la recibían y a las que su olfato social sabía catalogar.