Hizo pedir a Jupien la mano de su sobrina, y Jupien la consultó. Lo cual no era necesario: la pasión de la muchacha por el violinista fluía de toda ella, como su cabellera cuando se la soltaba, como la alegría de sus ojos. En Morel, casi todo lo que le era agradable o provechoso le despertaba emociones morales y palabras igualmente morales, a veces hasta lágrimas. Y, sinceramente -si se puede aplicar a Morel esta palabra-, dirigía a la sobrina de Jupien discursos tan sentimentales (sentimentales son también los que tantos jóvenes aristócratas que no tienen gana de hacer nada en la vida dirigen a alguna encantadora hija de riquísimos burgueses) como descaradamente bajas eran las teorías que expusiera a monsieur de Charlus sobre el tema de la seducción, de la desfloración. El entusiasmo virtuoso ante una persona que le ofrecía un placer y los solemnes compromisos que tomaba con ella, sólo tenían en Morel una contrapartida. Si la persona dejaba de ofrecerle aquel placer, o incluso, por ejemplo, si la obligación de cumplir las promesas hechas le contrariaba, le tomaba inmediatamente una viva antipatía que él justificaba a sus propios ojos y que, pasados ciertos trastornos neurasténicos, le permitía demostrarse a sí mismo, una vez recuperada la euforia de su sistema nervioso, que, aun considerando las cosas desde un punto de vista puramente virtuoso, se sentía exento de toda obligación.
Así, por ejemplo, al final de su estancia en Balbec, perdió no sé en qué todo su dinero, no se atrevió a decírselo a monsieur de Charlus y se puso a buscar alguien a quien pedírselo. Había aprendido de su padre (que a pesar de esto le había prohibido volverse nunca un «sablista») que en semejante caso conviene escribir a la persona a quien se piensa dirigirse «que se le va a hablar de negocios», que «se le pide una entrevista para negocios». Esta fórmula mágica le gustaba tanto a Morel que hubiera llegado, creo, a desear perder dinero nada más que por el gusto de pedir una cita «para negocios». En el transcurso de la vida había visto que la fórmula no era tan eficaz como él creía. Comprobó que algunas personas, a las que sin este motivo no hubiera escrito nunca, no le contestaban a los cinco minutos de recibir la carta «para hablar de negocios». Si transcurría la tarde sin recibir respuesta, a Morel no se le ocurría que, aun poniéndose en lo mejor, acaso el señor solicitado no había vuelto, quizá había tenido que escribir otras cartas, eso si no estaba de viaje
o había caído enfermo, etc. Si, por una suerte extraordinaria, Morel recibía una cita para la mañana siguiente, abordaba al solicitado con estas palabras: «Precisamente me extrañaba no recibir respuesta, pensaba si pasaría algo; ¿así que bien de salud?, etc.». En Balbec, y sin decirme que tenía que hablarle de un «negocio», me pidió un día que le presentara a aquel mismo Bloch con el que, una semana antes, había estado tan desagradable en el tren. Bloch no vaciló en prestarle -o más bien en hacer que le prestara monsieur Nissim Bernard- cinco mil francos. Desde aquel día, Morel adoró a Bloch. Se preguntaba con lágrimas en los ojos qué podría hacer por una persona que le había salvado la vida. Por fin yo me encargué, en nombre de Morel, de pedir a monsieur de Charlus mil francos mensuales, dinero que éste entregaría inmediatamente a Bloch, con lo que la deuda se saldaría bastante pronto. El primer mes, Morel, todavía bajo la impresión de la bondad de Bloch, le mandó inmediatamente los mil francos; pero después debió de parecerle que sería más agradable dar otro empleo a los cuatro mil francos restantes, pues empezó a hablar muy mal de Bloch. Sólo verle le sugería ideas negras, y como Bloch olvidara exactamente lo que había prestado a Morel y le reclamara tres mil quinientos francos en vez de cuatro mil, con lo que el violinista ganaría quinientos francos, éste quiso contestar que ante pareja falsedad no sólo no daría un céntimo más, sino que su prestatario debía darse por contento con que no presentara una denuncia contra él. Al decir esto, los ojos le echaban llamas. Y no se conformó con decir que Bloch y monsieur Nissim Bernard no tenían por qué quejarse de él; dijo más: que debían darse por satisfechos de que él no se quejara de ellos. Finalmente, como monsieur Nissim Bernard dijera, según parece, que Thibaud tocaba tan bien como Morel, éste pensó que debía llevarle a los tribunales, pues tales palabras le perjudicaban en su profesión, pero como en Francia ya no hay justicia, sobre todo contra los judíos (el antisemitismo de Morel era el efecto natural de haberle prestado cinco mil francos un israelita), ya decidió salir siempre de casa con un revólver cargado.
El mismo estado nervioso subsiguiente a un vivo cariño se iba a producir muy pronto en Morel con relación a la sobrina del chalequero. Verdad es que en este cambio intervino, quizá sin saberlo, monsieur de Charlus, porque solía decir, sin pensarlo por lo más remoto, y por pura broma, que en cuanto se casaran ya no los vería más y los dejaría volar con sus propias alas. Esta idea, en sí misma, no bastaba en absoluto para separar a Morel de la muchacha, pero se le quedaba dentro, dispuesta, llegado el día, a combinarse con otras ideas afines a ella y que, una vez realizada la mezcla, podían resultar un poderoso agente de ruptura.
Por lo demás, yo no veía muy a menudo a monsieur de Charlus y a Morel. Cuando salía de casa de la duquesa, ellos solían haber entrado ya en el taller de Jupien, pues me encontraba tan a gusto con ella que llegaba a olvidar no sólo la ansiosa espera del regreso de Albertina, sino hasta la hora de este regreso.
Entre los días en que me detenía en casa de madame de Guermantes, señalaré uno destacado por un pequeño incidente cuya triste significación me pasó inadvertida por completo y sólo la comprendí mucho tiempo después. Aquel atardecer, madame de Guermantes me dio unas celindas que había recibido del Midi. Cuando subí a casa, Albertina había vuelto ya; me crucé en la escalera con Andrea, a la que pareció molestar el olor de las flores que yo llevaba.
–Pero ¿ya han vuelto? – le dije.
–Hace sólo un momento, pero Albertina tenía que escribir y me ha despedido.
–¿No cree usted que tendrá algún plan censurable?
–Nada de eso, creo que está escribiendo a su tía. Pero, como no le gustan los olores fuertes, no creo que le encanten esas celindas que usted lleva.
–Entonces he tenido una mala ocurrencia. Le diré a Francisca que las ponga en el rellano de la escalera de servicio.
–Como si Albertina no fuera a notar en usted el olor a celindas; éste y el de la tuberosa creo que es el más mareante. Además, creo que Francisca ha ido a un recado.
–Entonces, ¿cómo voy a entrar si hoy no tengo la llave?
–Pues llame, ya abrirá Albertina.
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