Pero, velando por conservar su dominio, se guardaba muy bien de decírselo a Charlie, el cual, un verdadero ignorante de estas cosas, seguía creyendo que, aparte la «clase de violín» y los Verdurin, no existían más que los Guermantes, las pocas familias casi reales enumeradas por el barón, y que todo lo demás no era sino una «hez», una «turba». Charlie tomaba al pie de la letra estas expresiones de monsieur de Charlus.

¡Cómo es posible que monsieur de Charlus, vanamente esperado todos los días del año por tantos embajadores y tantas duquesas; que monsieur de Charlus, que no comía con el príncipe de Croy porque se le da la precedencia; que monsieur de Charlus pase en casa de la sobrina de un chalequero todo el tiempo que quita a esas grandes damas, a esos grandes señores! En primer lugar, razón suprema, estaba allí Morel. Y aunque no estuviera, no veo ninguna inverosimilitud, o ustedes juzgan como lo haría un subalterno de Amado. Sólo los camareros creen que un hombre muy rico lleva siempre trajes nuevos y resplandecientes y que un señor muy elegante da comidas de sesenta cubiertos y no va más que en automóvil. Se equivocan. Ocurre frecuentemente que un hombre muy rico lleva siempre la misma chaqueta raída, que un caballero muy elegante es un señor que en el restaurante sólo se trata con los empleados y, al volver a casa, juega a las cartas con sus criados. Esto no quita para que se niegue a pasar después del príncipe Murat.

Entre las razones que a monsieur de Charlus le hacían desear la boda de los dos jóvenes, figuraba ésta: que la sobrina de Jupien sería en cierto modo una prolongación de la personalidad de Morel y, por consiguiente, del poder y del conocimiento que el barón tenía de él. En cuanto a «engañar», en el sentido conyugal, a la futura esposa del violinista, a monsieur de Charlus no se le ocurría ni por un momento sentir por ello el menor escrúpulo. Pero tener que guiar a un «joven matrimonio», sentirse un protector temido y todopoderoso de la mujer de Morel, que consideraba al barón como a un Dios, demostraría que el querido Morel le había infundido esta idea, y contendría así algo de Morel, haría cambiar el tipo de dominio de monsieur de Charlus y nacer en su «cosa» Morel un ser más, el esposo, es decir, le daría un atractivo más, algo nuevo, algo curioso que amar en él. Acaso este dominio sería ahora mayor que nunca. Pues allí donde Morel solo, desnudo por decirlo así, resistía muchas veces al barón, pues se sentía seguro de reconquistarlo, una vez casado temería por su matrimonio, por su casa, por su porvenir y ofrecería a monsieur de Charlus mayor superficie, más medios de captación. Todo esto, y hasta, llegado el caso, las noches en que se aburriera, la posibilidad de encizañar a los esposos (al barón no le habían desagradado nunca los cuadros de batallas) le gustaba mucho a monsieur de Charlus. Pero no tanto como pensar en que el joven matrimonio iba a depender de él. El amor de monsieur de Charlus por Morel adquiría una deliciosa novedad cuando pensaba: es tan mío que su mujer también será mía; no harán nada que pueda molestarme, obedecerán a mis caprichos, y de este modo ella será una señal (que yo no he conocido hasta ahora) de lo que casi había olvidado y que tan sensible es a mi corazón: que para todo el mundo, para los que verán que los protejo, que los alojo, y para mí mismo, Morel es mío. A monsieur de Charlus esta evidencia para los demás y para sí mismo le entusiasmaba más que todo el resto. Pues la posesión de lo que se ama es un goce más grande aún que el amor. Muy frecuentemente los que ocultan a todos esta posesión sólo lo hacen por miedo a que les quiten el objeto amado. Y esta prudencia de callarse amengua su felicidad.

El lector recuerda quizá que Morel dijo un día al barón que deseaba seducir a una muchacha, especialmente a aquélla, y que para lograrlo le prometería casarse con ella, pero después de violarla la dejaría plantada. Pero ante las declaraciones de amor a la sobrina de Jupien que Morel le hizo, monsieur de Charlus olvidó aquello. Más aún, es posible que también lo hubiera olvidado Morel. Acaso mediaba una distancia verdadera entre la naturaleza de Morel -tal como él la confesaba cínicamente, quizá hasta hábilmente exagerada-y el momento en que ésta se impusiera. Cuando trató más a la muchacha, le gustó, la amó, y tan mal se conocía que llegó a figurarse quizá que la amaba para siempre. Persistían, desde luego, su deseo inicial, su proyecto nefando, pero enmascarados por tantos sentimientos superpuestos que nada demuestra que el violinista no fuera sincero al decir que aquel vicioso deseo no era el verdadero móvil de su acción. Y hasta hubo un período, de corta duración, en el que, sin confesárselo exactamente, aquella boda le parecía necesaria. En aquel momento, Morel sufría calambres de la mano bastante fuertes y pensaba en la eventualidad de tener que dejar el violín. Como fuera de su arte era perezosísimo, se imponía la necesidad de que le mantuvieran, y prefería que lo hiciera la sobrina de Jupien antes que monsieur de Charlus, pues esta combinación le permitía mayor libertad, y también una variada elección de mujeres diferentes, tanto por las aprendizas siempre nuevas que él encargaría a la sobrina de Jupien de corromper, como por las bellas damas ricas con las que la prostituiría. Ni por un momento entraba en los cálculos de Morel que su futura mujer pudiera negarse a condescender a tales complacencias y fuera perversa hasta tal punto. Por lo demás, todo esto pasó a segundo plano, dejando el sitio al amor puro, porque se le quitaron los calambres. Bastaría el violín y las aportaciones de monsieur de Charlus, cuyas exigencias amainarían seguramente una vez que él, Morel, estuviera casado con la muchacha. Urgía este matrimonio, por su amor y por el interés de su libertad.