Tanto que, cuando los cerraba, era como cuando se corren las cortinas y ya no se ve el mar. Cada noche, al dejarla, yo recordaba sobre todo esta parte de ella. En cambio, cada mañana, su pelo alborotado, por ejemplo, me causó durante mucho tiempo la misma sorpresa, como si fuera una cosa nueva que no había visto nunca. Y, sin embargo, ¿hay algo más bello, después de la mirada sonriente de una muchacha, que esa corona ondulada de violetas negras? La sonrisa es más bien cosa de amistad; pero los pequeños tirabuzones brillantes de la cabellera florecida, más parientes de la carne y como su trasposición en leves olas, prenden más el deseo.
Apenas en mi cuarto, saltaba sobre la cama y a veces definía mi tipo de inteligencia, juraba, en sincero arrebato, que prefería morir a dejarme: esto ocurría los días en que me había afeitado antes de llamarla. Era de esas mujeres que no saben explicar la razón de lo que sienten. El placer que les causa una piel fresca lo explican por las cualidades morales del que creen que les ofrece una felicidad para el futuro, que es capaz, además, de perder atractivo y de resultar menos necesario a medida que se deja crecer la barba.
Le preguntaba a dónde pensaba ir.
–Creo que Andrea quiere llevarme a las Buttes-Chaumont, que no conozco.
Entre tantas otras palabras, me era imposible adivinar si éstas escondían una mentira. Por otra parte, tenía confianza en que Andrea me diría todos los lugares a donde iba con Albertina. En Balbec, cuando me sentí muy cansado de Albertina, había pensado decirle a Andrea esta mentira: «¡Ay, Andreíta, lástima no haberla conocido antes! Sería de usted de quien me hubiera enamorado. Pero ahora mi corazón está preso en otro sitio. De todos modos podremos vernos mucho, pues mi amor a otra me causa grandes disgustos y usted me ayudará a consolarme.» Estas mismas palabras embusteras resultaban verídicas pasadas tres semanas. Acaso Andrea creyó en París que era en efecto una mentira y que la amaba, como seguramente lo habría creído en Balbec. Pues la verdad cambia para nosotros de tal modo que a los demás les es difícil reconocerse en ella. Y como yo sabía que Andrea me iba a contar todo lo que hicieran Albertina y ella, le pedí, y lo aceptó, que viniera a buscarla casi todos los días. Así, yo podría quedarme en casa sin preocupación. Y aquel prestigio de Andrea de ser una de las muchachas de la pandilla me hacía confiar en que ella conseguiría de Albertina todo lo que yo quisiera. Y ahora sí que podría decirle con toda verdad que ella sería capaz de tranquilizarme.
Por otra parte, al elegir a Andrea (que había renunciado a su proyecto de volver a Balbec y se encontraba en París) como guía de mi amiga, pensaba en lo que Albertina me contó del afecto que su amiga me tenía en Balbec, en un momento en que, por el contrario, yo temía serle desagradable, y si lo hubiera sabido entonces, acaso fuera a Andrea a quien amara.
–Pero ¿es que no lo sabías? – me dijo Albertina-; pues nosotras bromeábamos mucho con esto. ¿Y no notaste que empezó a adoptar tus maneras de hablar, de razonar? Sobre todo cuando acababa de dejarte, era impresionante. No necesitaba decirnos que te había visto. En cuanto llegaba, si venía de estar contigo, se le notaba en el primer segundo. Nosotras nos mirábamos y nos reíamos. Andrea era como un carbonero que quiere hacer creer que no es carbonero, y está todo negro. Un molinero no necesita decir que es molinero, se ve perfectamente toda la harina que lleva encima y el sitio de los sacos que ha cargado. Lo mismo pasaba con Andrea, enarcaba las cejas como tú y después doblaba el cuello tan largo; en fin, no puedo decirte. Cuando cojo un libro que ha estado en tu cuarto, ya puedo leerlo fuera, que de todos modos se sabe que viene de tu casa, porque conserva algo de tus repugnantes fumigaciones. Es una nadería, no sabría decirte en qué consiste, pero, en el fondo, es una nadería bastante simpática. Cada vez que alguien hablaba bien de ti, que parecía tenerte en mucho, Andrea estaba feliz.
A pesar de todo, para evitar que se preparara algo a espaldas mías, yo aconsejaba renunciar aquel día a las Buttes-Chaumont e ir más bien a Saint-Cloud o a otro sitio.
Desde luego, y yo lo sabía, no era que amase a Albertina en absoluto. El amor no es quizá otra cosa que la propagación de esos oleajes con que una emoción sacude el alma. Algunos sacudieron la mía hasta el fondo cuando Albertina me habló en Balbec de mademoiselle Vinteuil, pero ahora se habían aquietado. Ya no amaba a Albertina, pues no me quedaba nada del dolor que sentí en el tren de Balbec al enterarme de cómo había sido la adolescencia de Albertina, quizá con visitas a Montjouvain. Todo aquello, pensé durante mucho tiempo, se había curado.
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