Pero en algunos momentos ciertas maneras de hablar de Albertina me hacían suponer -no sé por qué- que, en su vida, todavía tan corta, había debido de recibir muchos cumplidos, muchas declaraciones, y que las había recibido con placer, es decir, con sensualidad. A propósito de cualquier cosa, decía: «¿Es verdad?, ¿es de veras?» Claro que si hubiera dicho como una Odette: «¿Es verdad esa mentira tan gorda?», no me habría preocupado, pues la misma ridiculez de la fórmula se habría explicado por una estúpida trivialidad mental de mujer. Pero su tono interrogador: «¿Es verdad?», causaba, por una parte, la extraña impresión de una criatura que no puede darse cuenta de las cosas por sí misma, que apela a nuestro testimonio como si ella no tuviera las mismas facultades que nosotros (si le decían: «Hace una hora que salimos», o: «Está lloviendo», preguntaba: «¿Es verdad?»). Desgraciadamente, además, esta falta de facilidad para darse cuenta por sí misma de los fenómenos exteriores no debía de ser el verdadero origen de sus «¿Es verdad?, ¿de veras?» Más bien parecía que estas palabras fueran, desde su nubilidad precoz, respuestas a: «No he conocido nunca a una persona tan bonita como tú», «estoy enamoradísimo de ti, me encuentro en un estado de excitación terrible». Afirmaciones a las cuales contestaba, con una modestia coquetamente consentidora, con aquellos «¿Es verdad?, ¿de veras?», que conmigo ya no le servían a Albertina más que para contestar con una pregunta a una afirmación como: «Te has quedado dormida más de una hora. – ¿De veras?»

Sin sentirme en absoluto enamorado de Albertina, sin incluir en el número de los placeres los momentos que pasábamos juntos, seguía preocupándome el empleo de su tiempo; cierto que había huido de Balbec para estar seguro de que Albertina no podría ver a esta o a la otra persona con la que yo tenía miedo de que hiciera el mal riendo, acaso riéndose de mí; cierto que había intentado hábilmente romper de una vez, con mi partida, todas sus malas relaciones. Y Albertina tenía tal fuerza de pasividad, tal facultad de olvidar y someterse, que, en efecto, sus relaciones quedaron rotas y curada la fobia que me obsesionaba. Pero ésta puede adoptar tantas formas como el incierto mal que la suscita. Mientras mis celos no reencarnaron en seres nuevos, tuve un intervalo de calma después de los pasados sufrimientos. Pero el menor pretexto puede hacer renacer una enfermedad crónica, de la misma manera que la menor ocasión puede servir para que la persona causante de estos celos ejerza su vicio (después de una tregua de castidad) con otros seres diferentes. Yo había logrado separar a Albertina de sus cómplices y exorcizar así mis alucinaciones; se podía hacerle olvidar a las personas, abreviar sus amistades, pero su inclinación al placer era crónica y acaso sólo esperaba una ocasión para ejercerse. Ahora bien, París ofrecía tantas como Balbec. En cualquier ciudad que fuere no necesitaba buscar, pues el mal no estaba en Albertina sola, sino en otras para quienes toda ocasión de placer es buena. Una mirada de una, en seguida captada por la otra, junta a las dos hambrientas. Y a una mujer diestra le es fácil aparentar que no ve y a los cinco minutos ir hacia la persona que ha entendido y la espera en una calle transversal, y le da en dos palabras una cita. ¿Quién lo sabrá jamás? ¡Y era tan sencillo para Albertina decirme, para que la cosa continuara, que deseaba volver a ver cualquier punto de las cercanías de París que le había gustado! Bastaba, pues, que volviera muy tarde, que su paseo durara un tiempo inexplicable, aunque quizá muy fácil de explicar (sin que interviniera ninguna razón sensual), para que renaciera mi mal, unido esta vez a representaciones que no eran de Balbec, y que procuraría destruir lo mismo que las anteriores, como si la destrucción de una causa efímera pudiera implicar la de un mal congénito. No me daba cuenta de que, en aquellas destrucciones donde tenía por cómplice la capacidad de Albertina para cambiar, su facilidad para olvidar, casi para odiar, al objeto reciente de su amor, yo causaba a veces un profundo dolor a uno o a otro de aquellos seres desconocidos con los que Albertina había gozado sucesivamente, y de que aquel dolor lo causaba en vano, pues serían abandonados, pero sustituidos, y, paralelamente al camino jalonado por tantos abandonos que ella cometería a la ligera, proseguiría para mí otro camino implacable, interrumpido apenas por muy breves descansos; de suerte que, bien pensado, mi sufrimiento no podía acabar más que con Albertina o conmigo. Ya en los primeros tiempos de nuestra llegada a París, insatisfecho de lo que Andrea y el chófer me decían sobre los paseos con mi amiga, los alrededores de París me resultaban tan odiosos como los de Balbec, y me fui unos días de viaje con Albertina. Pero en todas partes la misma incertidumbre de lo que Albertina hacía, igual de numerosas las posibilidades de que lo que hacía fuera malo, más difícil aún la vigilancia, tanto que me volví con ella a París. En realidad, al dejar Balbec, había creído dejar Gomorra, arrancar de Gomorra a Albertina; pero, ¡ay de mí!, Gomorra estaba dispersa en los cuatro extremos del mundo. Y mitad por mis celos, mitad por mi ignorancia de aquellos goces (cosa muy rara), había preparado sin querer aquel juego al escondite en el que Albertina se me escapaba siempre. Le preguntaba a quemarropa:

–¡Ah!, a propósito, Albertina, ¿lo he soñado, o me dijiste una vez que conocías a Gilberta Swann?

–Sí, bueno, me habló en clase, porque ella tenía los cuadernos de historia de Francia, y estuvo muy simpática, me los prestó y se los devolví también en clase, no la he visto más que allí.

–¿Es de ese género de mujeres que a mí no me gustan?

–Nada de eso, todo lo contrario.

Pero más que entregarme a esta clase de conversaciones indagadoras, solía dedicar a imaginar el paseo de Albertina las fuerzas que no empleaba en hacerlo, y hablaba a mi amiga con ese ardor que conservan intactos los proyectos no cumplidos. Manifestaba tal deseo de ir a ver de nuevo una vidriera de la Sainte-Chapelle, tal pesar por no poder hacerlo con ella sola, que me decía tiernamente:

–Pero, chiquito mío, si eso te hace tanta ilusión, haz un pequeño esfuerzo, ven con nosotros. Esperaremos todo lo que quieras para que te prepares. Además, si te gusta estar conmigo sola, no tengo más que mandar a Andrea a su casa, ya vendrá otra vez.

Pero estos ruegos para que saliera reforzaban la calma que me permitía quedarme en casa.

No pensaba que la apatía de descargarme así sobre Andrea o sobre el chófer del cuidado de calmar mi agitación, encomendándoles a ellos el de vigilar a Albertina, anquilosaba en mí, haciéndolos inertes, todos esos movimientos imaginativos de la inteligencia, todas esas inspiraciones que ayudan a adivinar, a impedir lo que va a hacer una persona. Esto era más peligroso aún porque, por naturaleza, el mundo de los posibles ha estado siempre más abierto para mí que el de la contingencia real. Esto nos ayuda a conocer el alma, pero nos dejamos engañar por los individuos. Mis celos nacían en imágenes, cuando se trataba de un sufrimiento, no de una probabilidad. Ahora bien, puede haber en la vida de los hombres y en la de los pueblos (y debía de haberlo en la mía) un día en que se siente la necesidad de tener en sí un prefecto de policía, un diplomático de clara visión, un jefe de seguridad que, en vez de pensar en lo que esconde un espacio que se extiende a los cuatro puntos cardinales, razona con precisión y se dice: «Si Alemania declara esto, es que quiere hacer tal otra cosa, no otra cosa indefinida, sino exactamente ésta o aquélla, que acaso ha comenzado ya. Si tal persona ha huido, no ha huido hacia los puntos a, b, d, sino hacia el punto c, y el lugar donde tenemos que desarrollar nuestras pesquisas es, etc.» Desgraciadamente, esta facultad no estaba muy desarrollada en mí, la dejaba atrofiarse, perder fuerzas, desaparecer, acostumbrándome a estar tranquilo desde el momento en que otros se ocupaban de vigilar por mí.

En cuanto a la razón de mi deseo de quedarme, me hubiera sido muy desagradable decírsela a Albertina.