Los de mi cuerpo sólo veían, los días en que el tiempo amenazaba lluvia, un paraguas con el que la duquesa no temía ir armada. «Por si acaso, es más prudente llevarlo, por si me encuentro lejos y me pide un coche demasiado caro para mí». Las palabras «demasiado caro», «superior a mis medios», salían constantemente en la conversación de la duquesa, como «soy muy pobre», sin que se pudiera saber si hablaba así porque le divertía decir que era pobre, siendo rica, o porque consideraba elegante, siendo tan aristocrática, es decir, haciéndose la campesina, no dar a la riqueza la importancia que le dan las personas que son solamente ricas y desprecian a los pobres. Quizá fuera más bien una costumbre de una época de su vida en la que, siendo ya rica pero no lo bastante teniendo en cuenta lo que costaba sostener tantas propiedades, pasaba ciertos apuros de dinero que no quería disimular. Las cosas de las que solemos hablar en broma son generalmente, al contrario, las que nos fastidian, pero no queremos que se vea que nos fastidian, quizá con la esperanza inconfesada de esa ventaja suplementaria de que precisamente la persona con quien hablamos, al oírnos bromear con eso, crea que no es verdad.

Pero, generalmente, a aquella hora yo sabía que la duquesa estaría en casa, y me alegraba mucho, pues era más cómodo para pedirle con detalle los datos que Albertina deseaba. Y bajaba a su casa casi sin pensar en lo extraordinario que era que yo fuese a ver a aquella misteriosa madame de Guermantes de mi infancia únicamente con el fin de aprovecharla para una simple comodidad práctica, como si fuera un teléfono, ese instrumento sobrenatural ante cuyos milagros nos maravillábamos antes y del que ahora nos servimos sin pensarlo siquiera para llamar al sastre o encargar un helado.

Las cosas de adorno personal entusiasmaban a Albertina. Yo no sabía privarme de regalarle algo cada día. Y cada vez que me hablaba con arrobo de una echarpe, de una estola, de una sombrilla que al pasar por el patio, o desde la ventana, habían vislumbrado sus ojos, rapidísimos en distinguir todo lo referente a la elegancia, en el cuello, sobre los hombros, en la mano de madame de Guermantes, como yo sabía que el gusto naturalmente difícil de Albertina (refinado, además, por las lecciones de elegancia sacadas de la conversación de Elstir) no se conformaría con una simple imitación, aunque lo fuera de una cosa muy bella, que la reemplaza para el vulgo, pero que es completamente distinta, iba en secreto a que la duquesa me explicara dónde, cómo, sobre qué modelo, había confeccionado lo que le gustaba a Albertina, qué tenía que hacer yo para conseguir exactamente lo mismo, en qué consistía el secreto del que lo había hecho, el encanto de su manera (lo que Albertina llamaba «le chic», «la clase»), el nombre exacto -la belleza de la materia tenía su importancia- y la calidad de las telas que yo debía pedir que emplearan.

Cuando, al llegar de Balbec, le dije a Albertina que la duquesa de Guermantes vivía enfrente de nosotros, en el mismo hotel, al oír el gran título y el gran nombre, tomó ese aire más que indiferente, hostil, desdeñoso, que es la señal del deseo impotente en las naturalezas orgullosas y apasionadas. La de Albertina era magnífica, pero las cualidades que ocultaba sólo podían desarrollarse en medio de esas trabas que son nuestros gustos a los que hemos tenido que renunciar, como Albertina al snobismo: es lo que se llaman odios. El de Albertina a las personas del gran mundo ocupaba, por lo demás, muy poco sitio en ella y me gustaba por un aspecto de espíritu de revolución -es decir, amor desgraciado a la nobleza- inscrito en la cara opuesta del carácter francés donde está el género aristocrático de madame de Guermantes. Este género aristocrático, a Albertina, por imposibilidad de llegar a él, no le hubiera importado, pero, recordando que Elstir le había hablado de la duquesa como de la mujer que mejor se vestía en París, el desdén republicano cedió el sitio en mi amiga a un vivo interés por una elegante. Frecuentemente me preguntaba cosas sobre madame de Guermantes y le gustaba que fuera a pedirle para ella consejos sobre toilette. Hubiera podido pedírselos a madame Swann, y hasta le escribí una vez con este objeto. Pero me parecía que madame de Guermantes la superaba en el arte de vestirse. Si, al bajar un momento a su casa, después de cerciorarme de que no había salido y de pedir que me avisaran en cuanto volviera Albertina, encontraba a la duquesa envuelta en la bruma de un vestido de crespón de China gris, aceptaba este aspecto dándome cuenta de que se debía a causas complejas y no hubiera podido cambiarse, me dejaba invadir por la atmósfera que desprendía, como ciertos atardeceres envueltos en algodón gris perla por una niebla vaporosa; si, por el contrario, aquel vestido era chinesco con llamas amarillas y rojas, la miraba como a una puesta de sol muy luminosa; aquellas toilettes no eran una decoración cualquiera, sustituible a voluntad, sino una realidad dada y poética como la del tiempo que hace, como la luz especial a cierta hora.

De todos los vestidos o de todas las batas que llevaba madame de Guermantes, los que parecían responder mejor a una intención determinada, tener un significado especial, eran esos vestidos pintados por Fortuny según antiguos dibujos de Venecia. ¿Es su carácter histórico, es más bien el hecho de que cada uno es único lo que le da un carácter tan especial que la actitud de la mujer que lo lleva esperándonos, hablando con nosotros, toma una importancia excepcional, como si ese traje fuera el resultado de una larga deliberación y como si esa conversación surgiera de la vida corriente como una escena de novela? En las de Balzac se ven heroínas que visten a propósito esta o la otra toilette el día en que tienen que recibir a este o al otro visitante. Las toilettes de hoy no tienen tanto carácter, excepto los trajes de Fortuny. En la descripción del novelista no puede subsistir ninguna variedad, porque ese vestido existe realmente, y sus menores dibujos quedan tan naturalmente trazados como los de una obra de arte. Antes de vestir este o el otro traje, la mujer ha tenido que elegir entre dos no más o menos parecidos, sino profundamente individuales cada uno, tanto que se podría darles nombre.

Pero el vestido no me impedía pensar en la mujer. En aquella época, madame de Guermantes me parecía más agradable aún que cuando yo la amaba todavía. Esperando menos de ella (ya no iba a verla por sí misma), la escuchaba casi con la tranquila despreocupación que tenemos cuando estamos solos, con los pies en los morillos de la chimenea, como si estuviera leyendo un libro escrito en lenguaje de otro tiempo. Yo tenía la suficiente libertad de espíritu para gustar en lo que la duquesa decía esa gracia francesa tan pura que ya no se encuentra ni en el hablar ni en los escritos del tiempo presente. Escuchaba su conversación como una canción popular deliciosamente francesa, comprendía que se burlara, como yo la había oído hacerlo, de Maeterlinck (al que ahora admiraba por debilidad de espíritu de mujer, sensible a estas modas literarias cuyos rayos llegan tardíamente), como comprendía que Mérimée se burlara de Baudelaire, Stendhal de Balzac, Paul-Louis Courier de Victor Hugo, Meilhac de Mallarmé. Comprendía muy bien que el que se burlaba tenía una idea muy restringida comparado con aquel de quien se burlaba, pero también un vocabulario más puro. El de madame de Guermantes, casi tanto como el de la madre de Saint-Loup, lo era hasta un punto que encantaba. No es en las frías imitaciones de los escritores de hoy que dicen au fait (por en réalité), singulièrement (por en particulier), étonné (por frappé de stupeur), etc., donde se encuentra el viejo lenguaje y la verdadera pronunciación de las palabras, sino hablando con una madame Guermantes o una Francisca. Desde los cinco años, yo había aprendido de la segunda que no se dice el Tarn, sino el Tar, que no se dice el Béarn, sino el Béar. Lo que me valió que a los veinte años, cuando entré en la sociedad, no tuve que aprender en ella que no se debía decir, como decía madame Bontemps: madame de Béarn.

Mentiría si dijera que aquel lado terrícola y casi campesino que quedaba en la duquesa ella no lo notaba y no ponía cierta afectación en mostrarlo. Pero en ella, más que afectada sencillez de gran dama que se hace la campesina y orgullo de duquesa que se burla de las damas ricas despreciativas de los campesinos, a quienes no conocen, era inclinación casi artística de una mujer que conoce el encanto de lo que posee y no va a estropearlo con un revoque moderno. De análoga manera, todo el mundo ha conocido en Dives a un normando, propietario de un restaurante llamado «Guillaume le Conquérant», que se guardó muy bien -cosa muy rara- de dar a su establecimiento el lujo moderno de un hotel y que, siendo millonario, conservaba el hablar y la blusa de campesino normando y dejaba que los clientes entraran a la cocina a verle guisar a él mismo, como en el campo, una comida que no por eso dejaba de ser mucho mejor, y mucho más cara, que en los más grandes palaces.

No basta toda la savia local que hay en las viejas familias aristocráticas: hace falta que nazca en ellas un ser bastante inteligente para no desdeñarla, para no borrarla bajo el barniz mundano.