Aun cuando solamente deseos pidamos a la jornada, hay algunos -no los que provocan las cosas, sino los que suscitan los seres- que se caracterizan por ser individuales. Así, si me bajaba de la cama para ir a descorrer un momento la cortina de la ventana, no era solamente como un músico abre un instante el piano y para comprobar si, en el balcón y en la calle, la luz del sol estaba exactamente al mismo diapasón que en mi recuerdo: era también para mirar a una planchadora que pasaba con su cesta de ropa, a una panadera con su mandil azul, a una lechera con su pechero y sus mangas de tela blanca, el garfio con las marmitas de leche, alguna orgullosa muchachita rubia siguiendo a su institutriz; una imagen, en fin, que ciertas diferencias de líneas quizá cuantitativamente insignificantes bastaban para hacerla tan distinta de cualquier otra como lo es la diferencia de dos notas en una frase musical, y sin cuya visión mi jornada hubiera perdido, empobreciéndose, las metas que podía proponer a mis deseos de felicidad. Mas si el suplemento de alegría aportado por la contemplación de unas mujeres imposibles de imaginar a priori me las hacía más deseables, más dignas de ser exploradas, la calle, la ciudad, la gente, me daban al mismo tiempo el afán de curarme, de salir y de ser libre sin Albertina. Cuántas veces, en el momento en que la mujer desconocida con la que iba a soñar pasaba delante de la casa, unas veces a pie, otras con toda la velocidad de su automóvil, sufrí porque mi cuerpo no pudiera seguir a mi mirada que la alcanzaba y, cayendo sobre ella como disparado desde mi ventana por un arcabuz, detener la huida de aquel rostro en el que me esperaba la ofrenda de una felicidad que, enclaustrado como estaba, no gustaría jamás.
En cambio, de Albertina ya no me quedaba nada que aprender. Cada día me parecía menos bonita. Sólo el deseo que suscitaba en los demás la izaba a mis ojos en un alto pavés cuando, al enterarme, comenzaba a sufrir de nuevo y quería disputársela. Podía causarme sufrimiento, nunca alegría. Y sólo por el sufrimiento subsistía mi fastidioso apego a ella. Tan pronto como desaparecía, y con ella la necesidad de calmar aquel sufrimiento, que requería toda mi atención como una distracción atroz, sentía que no era nada para mí, como nada debía de ser yo para ella. Me dolía la continuación de aquel estado, y a veces deseaba enterarme de algo terrible que ella hubiera hecho y que diera lugar a una ruptura hasta que me curara, lo que nos permitiría reconciliarnos, rehacer de manera diferente y más ligera la cadena que nos unía.
Mientras tanto, yo encomendaba a mil circunstancias, a mil placeres, la tarea de procurarle junto a mí la ilusión de la felicidad que yo no me sentía capaz de darle.
Quería ir a Venecia en cuanto me curara; pero, si me casaba con Albertina, ¿cómo iba a hacerlo, tan celoso de ella que, hasta en París, si alguna vez me decidía a moverme, era para salir con ella? Incluso cuando me quedaba en casa toda la tarde, mi pensamiento la seguía en sus paseos, describiendo un horizonte lejano, azulado, engendrando alrededor del centro que era yo una zona movible de incertidumbre y de vaguedad. «¡Cómo me evitaría Albertina -me decía- las angustias de la separación si, en uno de esos paseos, viendo que ya no le hablaba de matrimonio, se decidiera a no volver y se fuera a casa de su tía sin que yo tuviese que decirle adiós!» Mi corazón, desde que se estaba cicatrizando su herida, comenzaba a no adherirse ya al de mi amiga; en imaginación, podía alejarla de mí sin sufrir. Seguramente, al perderme a mí, se casaría con otro y, libre, tendría quizá aventuras de aquellas que a mí me horrorizaban. Pero hacía tan buen tiempo, estaba yo tan seguro de que volvería por la noche, que aunque me asaltara esta idea de posibles faltas, podía, en un acto libre, aprisionarla en una parte de mi cerebro, donde ya no tenía más importancia de la que hubieran tenido para mi vida real los vicios de una persona imaginaria; poniendo en funcionamiento los goznes lubrificados de mi cerebro, rebasaba, con una energía que en mi cabeza la sentía yo a la vez física y mental como un movimiento muscular y una iniciativa espiritual, el habitual estado en que hasta entonces estuviera confinado y comenzaba a moverme al aire libre, donde sacrificarlo todo para impedir que Albertina se casara con otro y obstaculizar su afición a las mujeres parecía tan irrazonable a mis propios ojos como a los de alguien que no la conociera.
Por otra parte, los celos son una de esas enfermedades intermitentes cuya causa es caprichosa, imperativa, siempre idéntica en el mismo enfermo, a veces diferente por completo en otro. Hay asmáticos que sólo calman sus crisis abriendo las ventanas, respirando aire libre, un aire puro de las alturas, mientras que otros se refugían en el centro de la ciudad, en un cuarto lleno de humo. Apenas existen celosos cuyos celos no admitan ciertas derogaciones. Uno se aviene a aquel engaño con tal de que se lo digan, otro con tal de que se lo oculten, sin que ninguno de ellos sea más absurdo que el otro, puesto que, si el segundo resulta más verdaderamente engañado desde el momento en que le ocultan la verdad, el primero reclama en esta verdad el alimento, la ampliación, la renovación de sus sufrimientos.
Es más: esas dos manías inversas de los celos suelen ir más allá de las palabras, ya imploren o ya rechacen las confidencias. Celosos hay que sólo sienten celos de los hombres con los que su amante tiene relaciones lejos de ellos, pero, en cambio, permiten que se entregue a otro hombre cercano, si lo hace con su autorización y, si no en su misma presencia, al menos bajo el mismo techo. Este caso es bastante frecuente en los hombres de edad enamorados de una mujer joven. Se dan cuenta de la dificultad de gustarle, a veces de la impotencia para contentarla, y antes que ser engañados prefieren permitir que venga a su casa, a una habitación contigua, alguien que consideran incapaz de darle malos consejos, pero no de darle placer. En otros es todo lo contrario: no dejan a su amante salir sola un minuto en una ciudad que conocen, la tienen en una verdadera esclavitud, y en cambio la dejan ir a pasar un mes en un país que no conocen, donde no pueden imaginar lo que hará. Yo tenía con Albertina estas dos clases de manía calmante. No habría tenido celos si el placer lo gozara cerca de mí, alentado por mí, pero bajo mi completa vigilancia, ahorrándome así el temor a la mentira; acaso no los tuviera tampoco si ella se fuera a un lugar bastante desconocido por mí y bastante lejano como para que yo no pudiera imaginar su género de vida ni tener la posibilidad y la tentación de conocerlo. En ambos casos, el conocimiento o la ignorancia igualmente completos suprimirían la duda.
En la declinación del día, el recuerdo me volvía a sumergir en una atmósfera antigua y fresca; la respiraba con la misma delicia que Orfeo el aire sutil, desconocido en esta tierra, de los Campos Elíseos. Pero terminaba la jornada y me invadía la desolación de la noche. Mirando maquinalmente en el reloj cuántas horas faltarían para que volviera Albertina, veía que me quedaba tiempo para vestirme y bajar a pedir a mi propietaria, madame de Guermantes, indicaciones para ciertas bonitas cosas de toilette que quería regalar a mi amiga. A veces encontraba a la duquesa en el patio, disponiéndose a ir de compras a pie, aunque hiciera mal tiempo, con un sombrero plano y una piel. Yo sabía muy bien que, para muchas personas inteligentes, no era más que una señora cualquiera, porque el título de duquesa de Guermantes no significaba nada cuando ya no había ducados ni principados. Pero yo había adoptado otro punto de vista en mi manera de gozar de los seres y de los países. Me parecía que aquella dama envuelta en pieles y desafiando el mal tiempo llevaba consigo todos los castillos de las tierras de que era duquesa, princesa, vizcondesa, como los personajes esculpidos en el dintel de un pórtico tienen en la mano la catedral que ellos han construido o la ciudad que han defendido. Pero aquellos castillos, aquellos bosques, los ojos de mi espíritu sólo podían verlos en la mano enguantada de la dama envuelta en pieles, prima del rey.
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