Reanudé el camino con renovadas fuerzas, pues mi excitación nerviosa se había suavizado. De repente, muy cerca, a nuestros pies, estalló un grito. Me lancé hacia atrás impelido por la sorpresa y el terror y fui a parar bruscamente contra la superficie áspera de los muros y las zarzas con las que me había golpeado antes. Este nuevo sonido surgía de la tierra… Era una débil, quejumbrosa y dolorida voz, llena de angustia y sufrimiento. El contraste entre este sonido y el grito de la lechuza era indescriptible. Uno era saludable, por lo que tenía de salvaje y natural, y no hacía mal a nadie; el otro le helaba a uno la sangre en las venas, y estaba preñado de miseria humana. Con gran esfuerzo -pues me temblaban las manos, a pesar de que hacía lo imposible por mantener la serenidad-, conseguí encender la linterna.

La luz se proyectó como algo vivo, e iluminó el lugar en un instante. Estábamos dentro de lo que podía haber sido el interior del edificio en ruinas, del que sólo quedaba el frontispicio. Estaba ahí, al alcance de la mano, con su puerta vacía, que comunicaba directamente con las tinieblas del parque. La linterna iluminaba un trozo del muro, cubierto de brillante hiedra, que parecía una nube de oscuro verdor. Iluminaba también las zarzas y los espinos, que se agitaban sombríamente a uno y otro lado; y debajo, aquella puerta abierta y vacía…, una puerta que conducía a la nada. La voz surgía del exterior y se extinguía justamente al llegar al extraño escenario que nos mostraba la luz. Hubo un momento de silencio, pero en seguida estalló de nuevo. El sonido era tan cercano, tan penetrante, tan angustioso, que la linterna se me cayó de las manos como consecuencia del sobresalto nervioso que experimenté. Mientras la buscaba a tientas en la oscuridad, Bagley me agarró de la mano. Creo que el hombre debía de estar de rodillas, pero en esos momentos yo estaba demasiado alterado para fijarme en los pequeños detalles. Se aferró a mí, aterrorizado, olvidando su acostumbrada corrección.

–Por amor de Dios, ¿qué es eso, señor?

Si yo me dejaba dominar por el pánico también, estábamos perdidos.

–No lo sé -dije-. No sé más que tú; eso es lo que tenemos que averiguar. Arriba, compañero, arriba.

Le ayudé a incorporarse. – ¿Prefieres dar la vuelta y examinar la otra parte, o quedarte aquí con la linterna?

Bagley jadeó, y me miró con cara de terror. – ¿No podemos quedarnos juntos, coronel? – dijo; las rodillas le temblaban ostensiblemente.

Le empujé contra la esquina del muro y le puse la linterna en la mano.

–No te muevas de aquí hasta que vuelva. Controla tus nervios y no permitas que nada ni nadie pase por aquí.

La voz estaba a dos o tres metros de nosotros, de eso no cabía duda.

Me encaminé hacia la otra parte del muro, poniendo el mayor cuidado en no separarme de él. La linterna temblaba en las manos de Bagley, pero a través de la puerta vacía se distinguía perfectamente un bloque de luz rectangular que enmarcaba los desmoronados contornos y las masas colgantes de follaje. Al otro lado me pareció ver una especie de bulto. ¿Estaría aquella cosa incomprensible acurrucada allí, en la oscuridad? Me precipité hacia adelante, atravesando el rayo de luz que incidía en el vacío umbral e intenté agarrarlo con las manos… No era más que un enebro que crecía cerca del muro. Mientras tanto, la visión de una figura que atravesaba el umbral había llevado a Bagley al límite de la excitación nerviosa y se abalanzó contra mí, agarrándome por la espalda. – ¡Ya lo tengo, coronel! ¡Ya lo tengo! – gritó, con un tono de voz insospechadamente eufórico.

El pobre hombre había experimentado un gran alivio al pensar que había atrapado a un simple ser humano. Pero en ese preciso instante la voz brotó de nuevo en medio de nosotros, a nuestros pies, tan cercana e intensa que era materialmente imposible que existiera una separación. Bagley se apartó violentamente de mi lado y se estrelló contra el muro, con la mandíbula desencajada, como si le estuvieran matando. Supongo que en ese mismo instante se dio cuenta de que era a mí a quien había atrapado.