Le aconsejé a Bagley que se pusiera un grueso abrigo sobre su chaqueta de noche, al igual que había hecho yo, y también unas fuertes botas, porque el suelo estaba como una esponja, o peor. Mientras hablaba con él, casi me olvidé de la aventura que íbamos a emprender.

La oscuridad era más espesa que antes. Bagley no se apartaba de mi lado. Yo llevaba una pequeña linterna que nos ayudaba a orientarnos. Por fin llegamos a la curva en que los senderos se bifurcan. A un lado estaba el césped, con la pista para jugar a los bolos, del que las chicas se habían apoderado para jugar al croquet. Era un precioso recinto rodeado por grandes setos de acebo, que tendrían más de trescientos años de edad. Más allá se destacaban las ruinas. A ambos lados se extendían las tinieblas; pero antes de llegar a las ruinas había una pequeña abertura desde la que podíamos vislumbrar los árboles y la línea más iluminada de la avenida. Pensé que era mejor parar allí y tomar aliento.

–Bagley -dije-, hay algo en las ruinas que no puedo comprender. Allí nos dirigimos. Mantén los ojos abiertos y camina con mucho cuidado. Estate preparado para atacar cualquier cosa extraña que veas, ya sea hombre o mujer. No le hagas daño, pero captúralo; ya te digo, cualquier cosa que veas.

–Coronel -dijo Bagley, con un pequeño temblor en su aliento-, dicen que hay algo allí…, algo que no se puede calificar ni de hombre ni de mujer.

No había tiempo de explicaciones. – ¿Te atreves a seguirme, compañero? Esta es la cuestión -dije.

Bagley se cuadró sin decir una palabra y saludó. En ese momento supe que no tenía nada que temer.

Avanzamos hasta el lugar donde yo suponía que había llegado cuando escuché el suspiro. La oscuridad, sin embargo, era tan densa que todas las referencias de árboles y senderos habían desaparecido. En determinados momentos notábamos que caminábamos sobre la grava; en otros nos sumergíamos silenciosamente en la resbaladiza hierba: eso era todo. Apagué mi linterna porque no deseaba espantar a nadie, quienquiera que fuese. Creo que Bagley seguía exactamente mis pasos según nos acercábamos al lugar donde yo suponía que se levantaba la inextricable masa de ruinas de la antigua mansión. Era harto trabajoso avanzar a tientas en su busca, y la única señal de nuestros progresos eran las impresiones que producían nuestros pies en la tierra húmeda. Al cabo de un rato me paré para intentar averiguar dónde nos encontrábamos. Todo estaba muy silencioso, pero no más de lo que es usual en una noche de invierno. Los sonidos que ya he mencionado -el rumor de las ramas; el rodar de alguna piedra, el crujido de las hojas muertas, el deslizamiento de una criatura entre la hierba- eran perceptibles si se prestaba atención. Quizá estos ruidos son misteriosos cuando la mente no está preocupada, pero en aquellos momentos los sentía como signos reveladores de que la Naturaleza estaba viva, a pesar de la gélida mortaja de la escarcha. Mientras permanecíamos allí, silenciosos e inmóviles, llegó hasta nuestros oídos el prolongado ulular de una lechuza desde los árboles de la garganta. Bagley había entrado en un estado de nerviosismo general, y se sobresaltó con el grito, aunque no sabía exactamente qué era lo que le asustaba. Para mí aquel grito fue agradable y estimulante, pues me resultaba comprensible.

–Una lechuza -dije en voz baja.

–Sssí, Coronel -dijo Bagley, al que le castañeteaban los dientes.

Permanecimos inmóviles durante cinco minutos, mientras la voz de la lechuza quebraba la quietud del aire, ensanchándose en círculos y perdiéndose finalmente en la oscuridad. Este sonido, que no es de los más agradables de escuchar, casi consiguió alegrarme. Era natural y mitigaba la tensión de mi mente.