Esto constituía la parte más antigua.
A poca distancia se encontraban dispersos los fragmentos de un edificio ordinario.
Uno de esos fragmentos inspiraba cierta compasión por su vulgaridad y su lamentable estado de abandono. Se trataba del final de un bajo frontispicio, un trozo de muro gris sembrado de liquen, en el que se abría el hueco de una puerta de entrada. Probablemente había sido una entrada a las dependencias del servicio, una puerta trasera o un paso a lo que se denominaba offices en Escocia.
Ahora ya no había ninguna estancia a la que entrar, pues la despensa y la cocina habían sido totalmente barridas de la existencia… Y, sin embargo, quedaba aquella puerta, abierta y vacía, expuesta a los vientos, a los conejos y a las criaturas salvajes. La primera vez que llegué a Brentwood me emocionó, como si fuera un melancólico comentario de una vida que se fue para siempre. Una puerta que conducía a la nada -una puerta que alguna vez fue cerrada precipitadamente y sus cerrojos echados con cautela-, ahora vacía también de todo significado. Sí, recuerdo que me impresionó desde el principio; tanto, que se podría decir que mi espíritu estaba predispuesto a concederle una importancia que nada podría justificar.
El verano fue un período de felicidad y descanso para todos nosotros. El calor del sol de la India ardía todavía en nuestras venas, y parecía que jamás nos íbamos a cansar del verdor, de la humedad y la pureza del paisaje septentrional. Incluso las nieblas nos resultaban agradables, ya que contribuían a templar nuestra sangre y nos infundían salud y energía. En otoño, siguiendo la moda de la época, nos fuimos en busca de un cambio que, a decir verdad, no nos hacía ninguna falta. Poco después, cuando la familia se había instalado ya para pasar el invierno, y los días se tornaron más cortos y oscuros y el riguroso imperio del frío se abatió sobre nosotros, se desencadenaron los acontecimientos… Unos acontecimientos que sólo podré justificar molestando al lector con mis asuntos privados. Sin embargo retuvieron revestidos de un carácter tan extraordinario, que espero que las inevitables referencias a mi familia y a mis apremiantes circunstancias personales merezcan el perdón general.
Yo me encontraba en Londres cuando los incidentes comenzaron. En Londres un hombre que ha pasado tantas años en la India se sumerge de nuevo en la trama de interés con los que toda su vida anterior ha estado relacionada y tropieza con viejos amigos a cada paso. Había estado divirtiéndome con media docena de ellos, y disfrutaba tanto del retorno espiritual a mi antigua forma de vida -aunque, a decir verdad, tampoco me desagradó el hecho de haberla dejado atrás-, que desatendí la correspondencia con mi familia. Lo cierto es que había estado de viernes a lunes en la casa de campo del viejo Bembow; y, después, en el viaje de regreso, hice una parada para cenar y dormir en el Sellar, lo cual no me impidió echar un vistazo a las cuadras de Cross, y esto me ocupó otro día. Siempre es peligroso descuidar la correspondencia; en esta vida transitoria, como dice el libro de oraciones, ¿quién puede prever lo que va a suceder? Todo estaba en orden en casa. Sabía exactamente -eso creía yo- lo que me dirían las cartas: «El tiempo ha sido tan bueno que Roland no ha tenido que coger el tren ni una sola vez, y disfruta como nadie con los paseos a caballo.» «Querido papá, seguro que no te olvidarás de nada, pero tráenos esto, y esto, y lo de más allá…»; en fin, una lista tan larga como mi brazo. ¡Mis queridas niñas y mi adorable esposa! No quería olvidarme de sus encargos, o perder sus delicadas cartas, así estuviera el mundo repleto de Bembows y Crosses.
Pero yo estaba convencido de que en mi casa reinaba el bienestar y la tranquilidad.
Cuando regresé al club, sin embargo, tres o cuatro cartas me estaban esperando, y observé que alguna de ellas llevaba el sello de «urgente», «entrega inmediata»; ese sello que la gente ansiosa y pasada de moda cree -todavía- que ejercerá alguna influencia en la oficina de correos y acelerará los trámites de envío. Estaba a punto de abrir una de ellas, cuando el conserje del club me trajo dos telegramas, uno dé los cuales, dijo, había llegado la noche anterior. Como se puede suponer, abrí el último, y esto fue lo que leí: «¿Por qué no vienes, o contestas? ¡Por el amor de Dios, ven! Roland ha empeorado.»
Para un hombre que sólo tiene un hijo, un hijo que es la niña de sus ojos, una noticia semejante no puede sino fulminarle como un rayo. El otro telegrama, que abrí con manos temblorosas, desperdiciando un tiempo precioso por mi precipitación, estaba escrito en los mismos términos: «No mejora; el doctor teme una fiebre cerebral. No permitas que nada te retrase.» Lo primero que hice fue consultar los horarios y comprobar si había algún medio de regresar a casa más rápido que el tren nocturno, aunque sabía muy bien que no era posible. Entonces leí las cartas (Dios me perdone), y en ellas se explicaban los detalles con toda claridad. Me contaban que el muchacho tenía desde hacía algún tiempo un aspecto muy pálido y un aire asustado. Su madre lo había notado antes de mi partida, pero no quiso decirme nada para no alarmarme. Este aspecto se había agravado gradualmente, hasta que un día lo vieron llegar a casa galopando frenéticamente, con el pony jadeando y echando espumarajos por la boca. El propio Roland estaba «tan pálido como una mortaja», y tenía la frente bañada en sudor. Durante mucho tiempo se negó a contestar a las preguntas; pero entre tanto se habían operado unos cambios tan extraños en su conducta -su creciente desgana por ir a la escuela, el deseo de que fueran a buscarlo en coche (un lujo absurdo), su aversión a salir fuera de casa, sus sobresaltos nerviosos ante cualquier sonido inesperado-, que su madre se vio obligada a exigir una explicación. Cuando el muchacho -nuestro pequeño Roland, que hasta entonces no había conocido el miedo- empezó a contarle que había oído voces en el parque y que se le habían aparecido sombras entre las ruinas, mi esposa lo metió inmediatamente en la cama y avisó al doctor Simson, que, evidentemente, era lo único que se podía hacer.
Como se puede suponer, abandoné la ciudad aquella misma noche, con el corazón en un puño. No sería capaz de explicar de qué forma soporté las horas que precedieron a la salida del tren. Sin duda debemos estar agradecidos por la rapidez que ofrecen los trenes cuando tenemos prisa, pero para mí habría sido un consuelo partir en un coche de postas en cuanto los caballos hubieran estado preparados.
Llegué a Edimburgo muy temprano, en la oscuridad de una mañana de invierno, y ni siquiera me atreví a mirarle a la cara al hombre que había venido a buscarme.
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