– ¿Qué noticias hay? – le pregunté sin apenas tomar aliento.
Mi mujer había enviado el coche, por lo que deduje, antes de que el hombre me contestara, que aquello era una señal de mal agüero. Su respuesta fue la típica respuesta que permite que la imaginación se desborde:
–Exactamente igual. ¡Exactamente igual! ¿Qué demonios podía significar eso?
Tenía la impresión de que los caballos se arrastraban por el largo y sombrío camino. Cuando atravesábamos el parque me pareció escuchar una especie de lamento entre los árboles, y apreté los puños, amenazando con rabia al que los había producido, quienquiera que fuese. ¿Por qué había permitido la estúpida guardesa que alguien viniera a perturbar la tranquilidad del lugar? Si no hubiera estado tan ansioso por llegar a casa, habría parado el coche y habría ido a ver qué clase de vagabundo había entrado y escogido mis terrenos, entre todos los terrenos del mundo -¡y precisamente cuando mi hijo estaba enfermo!– para gemir y lamentarse a su antojo. Al menos no tenía motivos para quejarme de que fuéramos despacio. Los caballos corrieron como centellas a lo largo de la avenida y se pararon delante de la puerta, jadeantes, como si hubieran participado en una carrera. Mi mujer me estaba esperando en la puerta con una candela en la mano, que la hacía parecer todavía más pálida de lo que estaba cuando el viento agitaba la llama de un lado a otro.
–Está durmiendo -me dijo con un susurro, como si temiera despertarlo.
Yo también contesté, en cuanto pude recuperar mi propia voz, en voz baja, como si el tintineo de los arneses de los caballos y el ruido de sus cascos no hubieran sido, de hecho, más peligrosos. Durante unos momentos me quedé parado con ella en la escalinata. Ahora que por fin había llegado a casa sentía un poco de miedo por traspasar el umbral. Y entonces me pareció advertir, aunque no lo observé realmente -si es que tal cosa es posible-, que los caballos se mostraban reticentes a volver, y eso que los establos estaban al otro lado, o tal vez fueran los hombres los que no estaban predispuestos para dar la vuelta. Todo esto se me ocurrió después, porque en ese momento lo único que me interesaba era preguntar y escuchar lo que tuvieran que decirme sobre el estado de mi hijo.
Lo observé desde la puerta de su habitación, pues teníamos miedo de acercarnos más y perturbar aquel bendito sueño. Parecía un sueño normal y no esa especie de letargo en el que según mi mujer caía a veces. Pasamos a la habitación de al lado, que comunicaba con la del chico, y allí me lo explicó todo. Mientras hablaba, se acercaba de vez en cuando a la puerta de comunicación y se asomaba. En su relato había muchos detalles sorprendentes y confusos. Al parecer, desde que comenzó el invierno y empezó a oscurecer más temprano, el chico, que regresaba de la escuela ya caída la noche, había estado escuchando voces entre las ruinas; al principio eran sólo unos gemidos, según contó después, unos gemidos que asustaron tanto a su pony como a él mismo, pero que gradualmente se convirtieron en una voz. Las lágrimas corrían por las mejillas de mi esposa a medida que me describía cómo el niño se incorporaba bruscamente en plena noche y gritaba: «¡Oh, madre, déjame entrar! ¡Oh, madre, déjame entrar!», con un patetismo que le rompía el corazón. ¡Y ella sentada allí todo el tiempo, con la esperanza de hacer cualquier cosa que su hijo pidiera! Pero aunque ella intentaba tranquilizarlo, diciéndole: «Estás en casa, mi amor. Yo estoy aquí, ¿no me conoces? Tu madre está aquí», el pequeño se limitaba a mirarla fijamente y, después de un rato, volvía a incorporarse sobresaltado y profería los mismos gritos. Otras veces estaba mucho más razonable y preguntaba impacientemente por mi regreso, declarando, además, que en cuanto yo llegara, teníamos que ir los dos juntos a dejarlo entrar.
–El doctor piensa que su sistema nervioso debe de haber recibido un shock -dijo mi mujer-. ¡Oh, Henry! ¿No será que le hemos exigido demasiado? ¡Un chico tan delicado como Roland!
Incluso tú pensarías menos en honores y premios si eso perjudicase su salud. ¡Incluso yo! Como si fuera un padre inhumano, capaz de sacrificar a mi hijo para satisfacer mis ambiciones. Pero la pobre estaba tan angustiada que decidí no hacer caso de sus insinuaciones. Después de un rato me convencieron para que me pusiera cómodo, descansara y comiera -desde que recibí sus cartas no me había sido posible hacer ninguna de estas cosas. El mero hecho de estar en casa en semejantes circunstancias, evidentemente, era lo más importante; y como sabía que me avisarían en el momento en que el chico se despertara y preguntara por mí, me decidí, a pesar de la oscuridad y el frío de aquella mañana invernal, a robar una o dos horas de sueño. La verdad es que la tensión soportada durante las últimas horas había conseguido agotarme, y como el chico se había tranquilizado y consolado tanto con la noticia de mi llegada, me dejaron dormir hasta la caída de la tarde.
Cuando entré en la habitación de Roland quedaba todavía suficiente luz para verle la cara, ¡y qué cambio se había producido en dos semanas! Me pareció más pálido y demacrado que cuando vivíamos en la India, en aquellos terribles días en las llanuras. Tenía el pelo más largo y debilitado, y los ojos se destacaban en su lechosa cara como dos luces ardientes. Me agarró la mano y me dio un frío y trémulo apretón; después hizo un gesto para que todos se marcharan de allí.
–Marchaos; tú también, mamá -dijo-. Marchaos.
Estas palabras afectaron bastante a mi esposa.
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