Desde luego no le agradaba que el muchacho tuviera más confianza en otra persona, aunque se tratara de mí; pero era una mujer que jamás pensaba en ella misma y nos dejó solos. – ¿Se han ido ya todos? – dijo ansiosamente-. No me dejan hablar. El doctor me trata como si fuera un loco. ¡Tú sabes que no estoy loco, papá!
–Sí, hijo mío, claro que lo sé; pero estás enfermo y necesitas mucho reposo. Sé que no estás loco, Roland, y también sé que eres una persona razonable e inteligente. Ahora estás enfermo y debes renunciar a muchas cosas; ya las harás cuando estés sano.
Roland agitó su pequeña y delicada mano con gesto de indignación.
–Es que no estoy enfermo, padre -gritó-. ¡Oh! ¡Yo creía que tú me dejarías hablar; creía que lo comprenderías todo! ¿Qué crees que me pasa? Simson es muy bueno, desde luego, pero es sólo un médico. ¿Qué crees que me pasa? No estoy más enfermo que tú. Un médico piensa que estás enfermo desde el momento en que te ve -al fin y al cabo para eso ha venido- y te manda a la cama.
–Que es el mejor sitio para ti en este momento, querido Roland.
–Decidí aguantar hasta que tú volvieras a casa -gritó el pequeño-. Me decía a mí mismo: «No debo asustar a mi madre ni a las niñas.» ¡Pero, padre -volvió a gritar, saltando casi fuera de la cama-, no se trata de una enfermedad, se trata de un secreto!
Sus ojos tenían un brillo tan salvaje, y su cara aparecía tan arrebatada por la emoción, que sentí que el corazón se me hundía en las entrañas. No podían ser sino los efectos de la fiebre…, una fiebre ciertamente funesta. Lo apreté entre mis brazos y lo metí otra vez en la cama.
–Roland -dije, para seguirle la corriente, pues sabía que era la única forma de apaciguarle-, si vas a contarme ese secreto tienes que estar muy tranquilo y no excitarte. Si te excitas no consentiré que hables.
–Sí, padre -contestó.
Se tranquilizó en seguida, como si fuera una persona mayor y lo hubiera comprendido perfectamente. Cuando lo recosté sobre la almohada me obsequió con esa tierna y agradecida mirada que tienen los niños enfermos, una mirada que le pone a uno el corazón en un puño. La debilidad hacía que se le humedecieran los ojos.
–Estaba seguro de que sabrías lo que hacer en cuanto llegaras -dijo.
–Puedes estar seguro, hijo mío. Ahora mantente tranquilo y cuéntamelo todo, como hacen los hombres. ¡Y pensar que estaba engañando a mi propio hijo! Pero lo hacía sólo para complacerle, porque creía que el cerebro de la pobre criatura estaba trastornado.
–Sí, padre. Padre, hay alguien en el parque, alguien a quien han maltratado.
–Calma, hijo; recuerda que no debes excitarte. Ahora dime, ¿quién es esa persona y quién es el que lo ha tratado tan mal? En seguida lo arreglaremos. – ¡Ah! – exclamó Roland-. No es tan fácil como supones. No sé quién es. Es sólo un llanto… ¡Si pudieras oírlo! Se mete en mi cabeza incluso cuando duermo. Y lo oigo tan claro… tan claro. Los demás piensan que estoy soñando o delirando -dijo, mostrando una sonrisa desdeñosa.
Este gesto me sorprendió; parecía indicar que tenía menos fiebre de lo que yo pensaba. – ¿Estás completamente seguro de que no lo has soñado, Roland? – dije. – ¿Soñado? ¿Todo eso?
Estaba a punto de saltar otra vez de la cama, pero recordó algo inesperadamente y se recostó, mostrando la misma sonrisa desdeñosa.
–El pony también lo oyó -dijo-, y brincó como si hubiera sido un disparo. Menos mal que me agarré fuertemente a las riendas… porque estaba muy asustado, padre.
–No debes avergonzarte, hijo -dije, por decir algo.
–Si no me hubiera pegado a su cuello como una sanguijuela, me habría lanzado por encima de su cabeza; y de hecho, no volvió a respirar hasta que llegamos a la puerta de casa. ¿Lo soñó también el pony? – dijo con cierta arrogancia, como si estuviera perdonando mi estupidez; después añadió lentamente-.
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