Llevarme a Roland, en el caso de que pudiera viajar, no ayudaría a calmar su agitada mente; y mucho me temía que una explicación científica sobre la refracción o la reverberación del sonido, o cualquier otra de esas fáciles explicaciones con las que nos contentamos los hombres maduros, tendría muy poco efecto en un niño.

–Coronel -dijo Jarvis solemnemente-, ella será mi testigo. El señorito no ha oído una sola palabra de mis labios… no, ni de los mozos de cuadra, ni de los jardineros, le doy mi palabra. En primer lugar, no es un chico que se preste a hablar. Algunos son habladores y otros no. Algunos te tiran de la lengua hasta que les cuentas todos los chismorreos del pueblo, y todo lo que sabes, y más. Pero el señorito Roland no es de esos, su cabeza está llena de libros. Es educado y amable, y muy buen chico, pero no es de esa clase. Y ya le he dicho, coronel, que a todos nos interesaba que se quedase en Brentwood. Yo mismo me encargué de hacer correr la voz: «Ni una palabra al señorito Roland ni a las señoritas… ni una sola palabra.»

Las mujeres del servicio, que no tienen motivos para salir de noche, saben muy poco, o nada, del asunto. Y hay quien piensa que es estupendo tener un fantasma, siempre que no se cruce en su camino. Si usted hubiera escuchado la historia al principio, tal vez habría pensado lo mismo.

En eso tenía razón, si bien no arrojaba ninguna luz que disipara mis dudas. Si nos hubieran contado la historia desde el principio, es posible que toda la familia hubiera considerado la posesión de un fantasma como una ventaja incuestionable.

Es la moda. Pero nunca tenemos en cuenta el riesgo que entraña jugar con la imaginación de los jóvenes, sino que exclamamos, según el dictado de la moda: «¡Y tiene un fantasma y todo…! ¡Desde luego no se puede pedir nada más para que sea perfecto!» Ni yo mismo hubiera podido resistirme. Naturalmente, la idea de un fantasma me habría hecho reír; pero, después de todo, pensar que era mío habría halagado mi vanidad. Oh, sí, no pretendo ser una excepción. Para las chicas habría sido delicioso. Me era fácil imaginar su impaciencia, su interés, su entusiasmo. No; si nos lo hubieran contado, habríamos cerrado el negocio lo más rápido posible, de puro estúpidos que somos. – ¿Y nadie ha tratado de investigar -dije-para saber de qué se trata realmente? – ¡Ay, coronel! – dijo la mujer del cochero-. ¿Quién querría investigar, como dice usted, una cosa en la que nadie cree? Sería el hazmerreír de toda la comarca, como dice mi hombre.

–Pero tú sí que crees en ello -dije, volviéndome rápidamente hacia la mujer.

La había cogido por sorpresa. Dio un paso hacia atrás, apartándose de mí. – ¡Dios mío, coronel, no me asuste…! Hay cosas espantosas en este mundo… Una persona sin educación no sabe lo que pensar. Y el sacerdote y la gente culta se ríen en tu cara. ¡Indagar sobre algo que no existe! No, no, es mejor dejar las cosas como están.

–Ven conmigo, Jarvis -dije con impaciencia-, al menos lo intentaremos. Nadie se enterará. Volveré después de cenar y haremos un serio intento por averiguar qué es, si es que es algo. Si lo escucho, cosa que dudo, puedes estar seguro de que no descansaré hasta que descifre el misterio. Estate preparado a las diez. – ¿Yo, coronel? – repitió, limpiándose el sudor de la frente. Su rechoncha cara le colgaba en blandos pliegues, le temblaban las rodillas y la voz se le quedaba atascada en la garganta.