Entonces empezó a frotarse las manos y a sonreírme de forma desaprobadora y estúpida.

–No hay nada que yo no hiciera por complacerle, coronel -dijo, dando un paso hacia atrás-. Seguro que ella recordará que yo siempre he dicho que jamás había tratado con un caballero más noble y educado…

Jarvis hizo una pausa y me miró, frotándose otra vez las manos. – ¿Y bien? – dije. – ¡Pero, señor! – se acercó, con la misma estúpida e insinuante sonrisa-. Dése cuenta de que yo no puedo caminar. Con un caballo entre las piernas o con las riendas en la mano, no soy inferior a ningún otro hombre; pero a pie, coronel… No es por las apariciones… Yo he sido siempre de caballería, ¿comprende? – se rió roncamente y añadió-: Pero enfrentarse con una cosa incomprensible, y a pie, coronel…

–Bien, señor; si yo puedo hacerlo -dije ásperamente-, ¿por qué usted no?

–Bueno, coronel, hay una gran diferencia. En primer lugar, usted puede vagabundear por el campo, y no le pasa nada; pero a mí una caminata me cansa más que cien millas a caballo. En segundo lugar, usted es un caballero y hace lo que le place; usted no es tan viejo como yo, y lo que me propone es en beneficio de su propio hijo, y además, coronel…

–El cree en ello y usted no -dijo la mujer. – ¿Vendría usted conmigo? – dije, volviéndome hacia ella.

La mujer dio un salto hacia atrás, desconcertada, y volcó la silla. – ¿Yo? – dijo, con un chillido que concluyó en una especie de risa histérica-. Yo le acompañaría, pero ¿qué diría la gente del pueblo al enterarse de que el coronel Mortimer anda por ahí con una vieja tonta pegada a sus talones?

La sugerencia me hizo reír, a pesar de que no tenía ninguna gana de hacerlo.

–Lamento que tengas tan poco espíritu, Jarvis -dije-. Supongo que tendré que buscar a otro.

Jarvis, herido por lo que acababa de decir, empezó a protestar, pero le corté en seguida. Mi mayordomo era un soldado que había luchado a mi lado en la India, y se suponía que no le tenía miedo a nadie, ya fuera hombre o demonio, y de ninguna manera al primero. Además, estaba perdiendo el tiempo allí. Los Jarvis experimentaron un gran alivio al librarse de mí. Me acompañaron hasta la puerta dando muestras de una exagerada cortesía. En el exterior, los dos mozos de cuadra esperaban muy cerca, y mi súbita salida los desconcertó un poco. No puedo asegurar que hubieran estado escuchando, pero estaban lo suficientemente cerca para haber cogido algún fragmento de la conversación. Cuando pasé delante de ellos agité la mano en respuesta a sus saludos, y me dio la impresión de que ellos también se alegraban de verme marchar.

Parecerá extraño, pero debo añadir, en honor a la verdad, que, a pesar de estar empeñado en llevar a cabo la investigación que le había prometido a mi hijo Roland, y de estar convencido de que su salud -y tal vez su vida- dependían del resultado de mis averiguaciones, sentí una inexplicable repugnancia a pasar por las ruinas cuando caminaba de regreso a casa. Mi curiosidad era intensa; y con todo, mi voluntad no podía dominar a mi cuerpo, que me impulsaba a pasar de largo. Es probable que los científicos lo interpreten de otra manera y atribuyan mi cobardía al estado de mi estómago. Continué avanzando, pero si hubiera hecho caso a mis impulsos, habría cambiado de dirección y echado a correr inmediatamente. Todo mi ser se rebelaba contra ello; mi pulso se aceleró, y mi corazón empezó a latir violentamente, como si asestasen martillazos contra mis oídos y cada uno de mis centros sensitivos.

Era una noche muy oscura, como he dicho; la vieja mansión, con su informe torre, surgía amenazadora a través de las tinieblas, como una pesada masa, más negra aún que la propia noche. Por otra parte, los grandes y sombríos cedros, de los que estábamos tan orgullosos, contribuían a cerrar la noche. Mi confusión era tan grande, que me desvié del camino y no pude evitar lanzar un grito cuando me golpeé con algo sólido. ¿Qué era? El contacto con la cal y la dura piedra, y las espinosas ramas de las zarzas me devolvieron a la realidad. «Oh, es el viejo frontispicio» -dije en voz alta, y solté una risita para tranquilizarme. El áspero tacto de las piedras me reconfortó. A medida que las palpaba, desaparecía mi estúpida locura visionaria. ¿Por qué una cosa tan fácil de explicar me había desviado del sendero en medio de la oscuridad? Este pensamiento me infundió nuevos ánimos, como si una mano sabia me hubiera quitado de encima las necedades de la superstición.