La quimera del oro

Annotation

La fiebre del oro surgida en Alaska, que a muchos enriqueció y a otros arrojó a la más absoluta indigencia, es el motor de esta selección de cuentos del genial Jack London. El frío polar, telón de fondo y auténtico protagonista de estas implacables historias, desnuda la quimera en la que se sustentan las ambiciones, debilidades y codicias del ser humano.


Contenido:


• Los buscadores de oro del norte

• El silencio blanco

• En un país lejano

• El Hombre de la Cicatriz

• Ley de vida

• Las mil docenas

• Diablo

• Demasiado Oro

• El filón de oro

• Amor a la vida

• Lo inesperado

• La hoguera

• El Burlado

  • Los buscadores de oro del Norte
  • El silencio blanco
  • En un país lejano
  • El Hombre de la Cicatriz
  • Ley de vida
  • Las mil docenas
  • Diablo
  • Demasiado Oro
  • El filón de oro
  • Amor a la vida
  • Lo inesperado
  • La hoguera
  • El Burlado
  • notes
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    La quimera

    del oro

    Jack London

     

     

    Traducción: Jacinta Romano

    1ª edición: Grupo Anaya, S. A., 1981

    Esta edición: Diario EL PAÍS, S. L., 2004

    ISBN: 84-96246-21-3

    Revisión digital:vampy815

    Titulos originales:

    The Gold Hunters of the North, 1902

    The White Silence, 1899

    In a Far Country, 1899

    The Man with the Gash, 1901

    The Law of Life, 1901

    The One Thousand Dozen, 1904

    Diable, a dog, 1902

    Too Much Gold, 1903

    All Gold Canyon, 1905

    Love of Life, 1905

    The Unexpected, 1907

    To Build a Fire, 1908

    Lost Face, 1910

    Los buscadores de oro del Norte

     

    «Donde las luces del Norte bajan por la noche para bailar sobre la nieve deshabitada.»

     

    —Iván, te prohíbo que sigas adelante con esta empresa. Ni una palabra de esto o estamos perdidos. Si se enteran los americanos o los ingleses de que tenemos oro en estas montañas, nos arruinarán. Nos invadirán a miles y nos acorralarán contra la pared hasta la muerte.

    Así hablaba el viejo gobernador ruso de Sitka, Baranov, en 1804 a uno de sus cazadores eslavos que acababa de sacar de su bolsillo un puñado de pepitas de oro. Baranov, comerciante de pieles y autócrata, comprendía demasiado bien y temía la llegada de los recios e indomables buscadores de oro de estirpe anglosajona. Por tanto, se calló la noticia, igual que los gobernadores que le sucedieron, de manera que cuando los Estados Unidos compraron Alaska en 1867, la compraron por sus pieles y pescado, sin pensar en los tesoros que ocultaba.

    Sin embargo, en cuanto Alaska se convirtió en tierra americana, miles de nuestros aventureros partieron hacia el norte. Fueron los hombres de los «días dorados», los hombres de California, Fraser, Cassiar y Cariboo. Con la misteriosa e infinita fe de los buscadores de oro, creían que la veta de oro que corría a través de América desde el cabo de Hornos hasta California no terminaba en la Columbia Británica. Estaban convencidos de que se prolongaba más al norte, y el grito era de «más al norte». No perdieron el tiempo y, a principios de los setenta, dejando Treadwell y la bahía de Silver Bow, para que la descubrieran los que llegaron después, se precipitaron hacia la desconocida blancura. Avanzaban con dificultad hacia el norte, siempre hacia el norte, hasta que sus picos resonaron en las playas heladas del océano Ártico y temblaron al lado de las hogueras de Nome, hechas en la arena con madera de deriva.

    Pero, para que se pueda comprender en toda su extensión esta colosal aventura, debe destacarse primero la novedad y el aislamiento de Alaska. El interior de Alaska y el territorio contiguo de Canadá eran una inmensa soledad. Sus cientos de miles de millas cuadradas eran tan oscuras e inexploradas como el África negra. En 1847, cuando los primeros agentes de la compañía de la Bahía de Hudson llegaron de las Montañas Rocosas por el río Mackenzie para cazar ilegalmente en la reserva del Oso Ruso, se creía que el Yukón corría hacia el norte y desembocaba en el Ártico. Cientos de millas más abajo se encontraban los puestos más avanzados de los comerciantes rusos. Estos tampoco sabían dónde nacía el Yukón, y fue mucho más tarde cuando rusos y sajones descubrieron que ocupaban el mismo gran río. Poco más de diez años más tarde, Frederick Whymper subió por el Gran Bend hasta Fuerte Yukón, debajo del Círculo Ártico.

    Los comerciantes ingleses transportaban sus mercancías de fuerte en fuerte, desde la factoría York, en la bahía de Hudson, hasta Fuerte Yukón, en Alaska —un viaje entero exigía entre un año y año y medio—. Uno de sus desertores fue en 1867, al escapar por el Yukón y alcanzar el mar de Bering, el primer hombre blanco que cruzó el pasaje del noroeste por tierra, desde el Atlántico hasta el Pacífico. Fue por entonces cuando se publicó la primera descripción acertada de buena parte del Yukón, efectuada por el doctor W. H. Ball, de la Smithsonian Institution. Pero nunca vio su nacimiento ni pudo apreciar la maravilla de aquella autopista natural.

    No hay en el mundo río más extraordinario que éste. Nace en el lago Crater, a treinta millas del océano, y fluye a lo largo de 2.500 millas por el corazón del continente, para vaciarse en el mar. Un porteo de treinta millas y, luego, una autopista que mide una décima parte del perímetro terrestre.

    En 1869, Frederick Whymper, miembro de la Royal Geographical Society, confirmó los rumores de que los indios chilcat hacían breves portes a través de la cadena de montañas costeras, desde el mar hasta el Yukón. Pero fue un buscador de oro que se dirigía al norte, siempre al norte, el primer hombre blanco que cruzó el terrible paso de Chilcoot y pisó la cabeza del Yukón. Ocurrió hace poco tiempo, pero el hombre se ha convertido en un pequeño héroe legendario. Se llamaba Holt, y la fecha de su hazaña se pierde ya en la bruma de la duda.