1872, 1874 y 1878 son algunas de las fechas indicadas, confusión que no se aclarará con el tiempo.

Holt penetró hasta Hootalinqua y, en su vuelta a la costa, informó acerca de la existencia de oro bruto. El aventurero siguiente del que se tiene noticia es Edward Bean, que encabezó una cuadrilla de veinticinco mineros desde Sitka hasta la tierra desconocida en 1880. Y en ese mismo año, otras cuadrillas (ahora olvidadas, pues ¿quién recuerda ya los viajes de los buscadores de oro?) cruzaron el paso, construyeron barcazas con los troncos de los árboles y navegaron por el Yukón e incluso más al norte.

Y luego, durante un cuarto de siglo, los héroes desconocidos y sin elogiar lucharon contra el frío y buscaron a tientas el oro que intuían entre las sombras del polo. En su lucha contra las fuerzas terribles y despiadadas de la naturaleza volvieron a los tiempos primitivos, se vistieron con las pieles de animales salvajes y se calzaron con el mucluc[1] de morsa y con mocasines de piel de alce. Se olvidaron del mundo y sus costumbres, igual que el mundo se olvidó de ellos. Se alimentaban de caza cuando la encontraban, comían hasta hartarse en tiempos de abundancia y pasaban hambre en tiempos de escasez, en su incesante búsqueda del tesoro amarillo. Cruzaron la tierra en todas las direcciones. Atravesaron, innumerables ríos desconocidos en precarias canoas de corteza, y con raquetas de nieve y perros abrieron caminos por miles de millas de silencio blanco, donde jamás había pisado el hombre. Avanzaron a duras penas, bajo la aurora boreal o el sol de medianoche, con temperaturas que oscilaban entre los cien grados sobre cero y ochenta bajo cero[2], viviendo, en el severo humor de la tierra, de «huellas de conejo y tripas de salmón».

Hoy día, un hombre puede desviarse de la ruta durante cien días y, cuando se felicita de pisar por fin tierra virgen, se encontrará con alguna cabaña vieja y derrumbada, y olvidará su desencanto al admirar al hombre que puso los troncos. No obstante, si uno se desvía de la ruta la distancia suficiente y toma senderos suficientemente tortuosos, puede dar por casualidad con unos cuantos miles de millas cuadradas para él solo. Por otra parte, por mucho que se desvíe por senderos tortuosos, siempre queda la posibilidad de tropezar no sólo con una cabaña abandonada, sino con una habitada.

No hay mejor ejemplo de esto y de la vastedad de la tierra que el caso de Harry Maxwell. Marinero experto, natural de New Bedford, Massachusetts, encalló su barco, el velero Fannie E. Lee, en el hielo ártico. Pasó de un ballenero a otro y terminó en Point Barrow en el verano de 1880. Se hallaba al norte de la región septentrional y, desde esta ventajosa posición, decidió partir hacia el sur por el interior en busca de oro. Al otro lado de las montañas de Fuerte Macpherson y a unos centenares de millas al oeste del Mackenzie, levantó una cabaña y estableció su cuartel general. Y aquí, durante nueve años ininterrumpidos, se buscó la vida y prosperó. Recorrió las tierras que van desde los hielos permanentes del Norte hasta el gran lago Slave. Aquí conoció a Warburton Pike, escritor y explorador, uno de los pocos incidentes de su solitaria vida.

Cuando el marinero-minero acumuló veinte mil dólares en oro, llegó a la conclusión de que la civilización valía la pena para él, empezó a «partir para el exterior». Desde el Mackenzie subió por el Little Peel hasta su nacimiento, encontró un paso a través de las montañas, casi se murió de hambre al cruzar las Porcupine Hills, y finalmente alcanzó el río Yukón, donde se enteró por primera vez de la existencia de los buscadores de oro del Yukón y sus descubrimientos. Habían estado trabajando allí durante veinte años, siendo prácticamente vecinos en una tierra tan vasta. En Victoria, en la Columbia Británica, antes de partir hacia el oeste por el Pacífico canadiense (de cuya existencia se acababa de enterar), comentó lleno de emoción que tenía fe en la cuenca del Mackenzie y que pensaba volver después de visitar la feria mundial y de tomar un par de bocanadas de civilización.

¡La fe! No podrá mover montañas, pero sí ha levantado el Norte. Ningún mártir cristiano tuvo jamás tanta fe como los pioneros de Alaska. Nunca dudaron de la estéril y desierta tierra. Los que llegaron se quedaron, y cada vez llegaban más y más. No podían marcharse. «Sabían» que el oro estaba allí, y persistieron en su empeño. De algún modo, el romanticismo de la tierra y la prospección se les había metido en las venas, y el hechizo de todo aquello los retenía sin poder soltarlos. Uno tras otro, después de sufrir las más terribles privaciones, se sacudían el barro de los mocasines y se marchaban para siempre. Pero la primavera siguiente los encontraba siempre navegando por el Yukón, entre las acumulaciones de hielo.

Jack McQuestion justifica acertadamente la atracción del Norte.