Éste era el universo, muerto, frío y oscuro, y él, su único habitante. ¿Weatherbee? En tales momentos Weatherbee no contaba. Era un calibán, un monstruoso fantasma encadenado a él para toda una eternidad, castigo de algún crimen olvidado.
Vivía con la muerte entre los muertos, mutilado por el sentimiento de su propia insignificancia, aplastado por el dominio pasivo de las edades soñolientas. La magnitud de todo le horrorizaba. Todo era superlativo menos él: la perfecta ausencia de viento y de movimiento, la inmensidad de la desolación cubierta de nieve, la altitud del cielo y la profundidad del silencio. Esa veleta: ¡si sólo se moviera! Si cayera un rayo o si el bosque ardiera en llamas. Si los cielos se enrollaran como un pergamino, si estallara el juicio final: ¡cualquier cosa, cualquier cosa! Pero no, nada se movía. El silencio lo acorralaba y el miedo del Norte se apoderó de su corazón con dedos helados.
Una vez, cual otro Robinsón Crusoe, encontró unas huellas a la orilla del río: una débil huella de liebre de las nieves sobre la delicada corteza de la nieve. Fue una revelación. Existía vida en el norte. La seguiría, la contemplaría, se recrearía en ella. Se olvidó de sus músculos hinchados al lanzarse por la honda nieve en un éxtasis de anticipación. El bosque se lo tragó y el breve crepúsculo de mediodía desapareció, pero persistió en su búsqueda hasta que su exhausta naturaleza se agotó y lo tumbó indefenso en la nieve. ¡Ay!, se quejó, y maldijo su locura. Entonces supo que la huella había sido fruto de su imaginación. Esa noche, ya tarde, se arrastró a gatas hasta la cabaña, con las mejillas heladas y un extraño entumecimiento en los pies. Weatherbee le sonrió malévolamente, pero no se ofreció a ayudarle. Se introdujo agujas en los dedos de los pies y se los descongeló junto a la estufa. Una semana más tarde vino la mortificación.
El dependiente andaba con sus propios problemas. Los muertos salían ahora de sus tumbas con más frecuencia y rara vez lo abandonaban, ya estuviera despierto o dormido. Llegó a esperar y temer su visita, sin poder pasar cerca de los dos montones de piedras y no sentir un escalofrío. Una noche se le acercaron en sueños y le asignaron una tarea. Sobrecogido por un horror mudo, se despertó entre los dos montones de piedras y huyó alocadamente hacia la cabaña. Pero había estado allí cierto tiempo, ya que también se le habían congelado los pies y las mejillas.
A veces se ponía frenético ante su insistente presencia, y bailaba por la cabaña cortando el aire con un hacha y rompiendo todo lo que estaba a su alcance. Durante estos encuentros fantasmagóricos, Cuthfert, se acurrucaba entre las mantas y seguía al hombre con el revólver amartillado, dispuesto a matarlo, si se acercaba demasiado. Al recobrarse una vez de estos ataques, el dependiente descubrió el arma que lo encañonaba. Se despertaron sospechas en él y desde entonces también empezó a temer por su vida. Después de eso se observaban de cerca, se miraban de frente y se sobrecogían cada vez que uno se ponía a la espalda del otro. Esta aprehensión se convirtió en una manía que los dominaba hasta en sueños. Por miedo recíproco, dejaron tácitamente que el candil ardiera toda la noche y comprobaban si había una abundante reserva de grasa de tocino antes de retirarse.
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