El menor movimiento de uno bastaba para despertar al otro, y, durante muchas vigilias, sus miradas se cruzaron mientras temblaban bajo las mantas con el dedo en el gatillo.

Con el miedo del Norte, la tensión mental y los estragos de la enfermedad perdieron toda semejanza humana, adoptando la apariencia de bestias salvajes, cazadas y desesperadas. Como consecuencia de la congelación, se les habían puesto negras las mejillas y las narices. Se les empezaron a caer los dedos congelados por las primeras y segundas articulaciones. Cada movimiento les producía dolor, pero la lumbre era insaciable y sacaba a sus cuerpos miserables toda una serie de torturas. Día tras día exigían su alimento, una verdadera libra de carne, y se arrastraban de rodillas hasta el bosque para cortar leña. Una vez, gateando de esta manera en busca de ramas secas, sin saberlo ninguno de ellos, rodearon el mismo arbusto por lados opuestos. De repente, sin previo aviso, se enfrentaron dos cabezas cadavéricas. Los sufrimientos los habían transformado de tal manera, que era imposible reconocerse. Se levantaron de un salto, gritando aterrorizados, corriendo con sus mutilados muñones y, tropezando en la puerta de la cabaña, se arañaron y clavaron las uñas como demonios hasta que descubrieron su error.

De vez en cuando tenían momentos de lucidez y, durante uno de estos intervalos, dividieron equitativamente la manzana de la discordia: el azúcar. Vigilaban sus respectivos sacos, guardados en el escondrijo, con verdadero celo, pues sólo quedaban unas cuantas tazas y no se fiaban en absoluto el uno del otro. Pero un día Cuthfert se equivocó. Casi incapaz de moverse, enfermó de dolor, mareado y ciego, se deslizó hacia el escondrijo con el bote del azúcar en la mano, y confundió el saco de Weatherbee con el suyo.

Cuando esto ocurrió, hacía unos días que había nacido enero. Hacía algún tiempo que el sol había remontado su punto más bajo por el sur y, situado ahora en el meridiano, lanzaba ostentosos rayos de luz amarilla contra el cielo del norte. Al día siguiente de su equivocación con el saco del azúcar, Cuthfert se sintió mejor tanto física como espiritualmente. Al aproximarse la tarde e iluminarse el día, se arrastró afuera para regalarse con el brillo evanescente, que para él significaba la señal de las intenciones futuras del sol. Weatherbee también se sentía algo mejor y se arrastró a su lado. Se sentaron en la nieve, bajo la inmóvil veleta, y esperaron.

La quietud de la muerte rondaba a su alrededor. En otros climas, cuando la naturaleza cae en tales estados de ánimo, hay un suave aire de expectación, una esperanza de que alguna pequeña voz rompa la tensión. No ocurre así en el Norte. Los dos hombres habían vivido eternidades aparentes en esta paz fantasmal. No recordaban ninguna canción del pasado, ni podían conjurar ninguna canción del futuro. Siempre había existido esta calma extraterrena, el tranquilo silencio de la eternidad.

Sus ojos estaban fijos en el norte. Invisible, a sus espaldas, tras las montañas del sur, el sol marchaba hacia el cenit de otro cielo distinto al suyo. Espectadores únicos del poderoso lienzo, contemplaban el paulatino crecimiento del falso crepúsculo. Empezó a arder una débil llama. Aumentó en intensidad, cambiando enérgicamente del amarillo rojizo al morado y al azafranado. Se hizo tan brillante, que Cuthfert creyó que el sol debía estar tras ella. ¡Un milagro, el sol amanecía en el norte! De repente, sin avisar y sin apagarse gradualmente, el manto desapareció. No quedó ningún color en el cielo. El día se había quedado sin luz.