Se rieron de él y se maldijeron por no haberle sacado unos cientos de dólares más. A Anderson no le quedaba más remedio que trabajar la tierra baldía. Así lo hizo y le sacó más de tres cuartos de millón de dólares.

Los veteranos no creyeron en las nuevas excavaciones hasta que Frank Dinsmore, que ya poseía grandes concesiones en el arroyo Birch, tomó parte en ellas. Dinsmore recibió una carta de un hombre del lugar, diciéndole que era «lo más grande del mundo». Así que ató sus perros y subió a investigar. Cuando escribió a casa diciendo que nunca había visto «cosa igual», Circle City se lo creyó por primera vez y se precipitó de repente en una de las estampidas más salvajes que jamás viera la región. Se llevaron todos los perros, muchos se fueron sin ellos y hasta las mujeres, los niños y los enfermos emprendieron un camino de trescientas millas de hielo a través de la larga noche ártica tras la cosa más grande del mundo. Se dice que sólo quedaron en Circle City veinte personas cuando el vapor del último trineo desapareció por el Yukón, casi todas ellas inválidas e incapaces de viajar.

Desde ese momento se descubrió oro en toda clase de lugares, bajo las raíces de la hierba de las laderas, en el fondo de la isla de Montecristo y en las arenas del mar de Nome. Y ahora, el buscador de oro conocedor de su oficio elude los lugares de «aspecto favorable», confiado en que la sabiduría que tanto le ha costado adquirir lo llevará a encontrar más oro en los sitios que parecen menos apropiados. A veces se alegan estas razones para sustentar la teoría de que serán los buscadores de oro y no los exploradores los hombres que, en última instancia, conquistarán el polo. ¡Quién sabe! Lo llevan en la sangre y son capaces de ello.

El silencio blanco

 

—Carmen no durará más de un par de días.

Mason escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al pobre animal. Luego se llevó una de sus patas a la boca y comenzó a arrancar a bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del animal.

—Nunca vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo —dijo, concluyendo su tarea y apartando a un lado al animal—. Se extinguen y mueren bajo el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase mal llamándose Cassiar, Siwash o Husky? ¡No, señor! Échale una ojeada a Shookum, es...

¡Zas! El flaco animal se lanzó contra él y los blancos dientes casi alcanzaron la garganta de Mason.

—Conque sí, ¿eh?

Un hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del látigo tendió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una baba amarilla le goteaba por los colmillos.

—Como iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a que se come a Carmen antes de que acabe la semana.

—Yo añadiré otra apuesta contra ésa —contestó Malemute Kid, dándole la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse—. Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué te parece, Ruth?

La india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la mirada de Malemute Kid a su esposo, luego a los perros, pero no se dignó responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta. La perspectiva de doscientas millas de camino sin abrir, con apenas comida para seis días para ellos y sin nada para los perros, no admitía otra alternativa. Los dos hombres y la mujer se agruparon en torno al fuego y empezaron su parca comida. Los perros yacían tumbados en sus arneses, pues era el descanso de mediodía, y observaban con envidia cada bocado.

—A partir de hoy no habrá más almuerzos —dijo Malemute Kid—. Y tenemos que mantener bien vigilados a los perros... Se están poniendo peligrosos. Si se les presenta oportunidad, se comerán a uno de los suyos en cuanto puedan.

—Y pensar que yo fui una vez presidente de una congregación metodista y enseñaba en la catequesis... —habiéndose desembarazado distraídamente de esto, Mason se dedicó a contemplar sus humeantes mocasines, pero Ruth le sacó de su ensimismamiento al llevarle el vaso—. ¡Gracias a Dios tenemos té en abundancia! Lo he visto crecer en Tennessee. ¡Lo que daría yo por un pan de maíz caliente en estos momentos! No hagas caso, Ruth; no pasarás hambre por mucho tiempo más, ni tampoco llevarás mocasines.

Al oír esto, la mujer abandonó su tristeza y sus ojos se llenaron del gran amor que sentía por su señor blanco, el primer hombre blanco que había visto..., el primer hombre que había conocido que trataba a una mujer como algo más que un animal o una bestia de carga.

—Sí, Ruth —continuó su esposo, recurriendo a la jerga macarrónica en la que sólo se podían entender—. Espera a que recojamos y partamos hacia El Exterior. Tomaremos la canoa del Hombre Blanco e iremos al Agua Salada. Sí, malas aguas, tempestuosas..., grandes montañas que danzan subiendo y bajando todo el tiempo.