Muy pocos mineros viejos tomaron parte en la estampida que siguió a las noticias del hallazgo de Carmack. No estaban allí para tomar parte. Pero los que sí participaron en la estampida eran mayormente los inútiles, los recién llegados y los que siempre andaban en los campamentos. Y mientras Bob Henderson siguió trabajando a pesar de todo, hacia el este, y los héroes siguieron hacia el oeste, los novatos y los derrochadores deslindaron el Bonanza.
Pero el Norte no había terminado aún su broma. Cuando llegó el otoño y los héroes volvieron a Cuarenta Millas y Circle City, escucharon tranquilos los relatos acerca de los hallazgos de los siwashes y las exploraciones de los gandules, y negaron con la cabeza. Juzgaban por el calibre de los hombres implicados en ellos y lo calificaban de estafa. Pero del Yukón seguían llegando noticias doradas y algunos veteranos subieron a investigar. Observaron el suelo y concluyeron que era la tierra menos apropiada para el oro que jamás vieran en su vida. Bajaron de nuevo al río, «dejándolo para los suecos».
El Norte les devolvió la pelota. El buscador de oro de Alaska es proverbial no tanto por su poca credibilidad como por su incapacidad para contar la verdad exacta. En una tierra de exageraciones tiende a hacer una descripción hiperbólica de los hechos. Pero, cuando llegó al Klondike, no pudo exagerar la verdad más de lo que ésta era. Al principio Carmack logró cribas de un dólar. Mintió cuando dijo que eran de dos dólares y medio. Y, cuando quienes lo ponían en duda sí consiguieron cribas de dos dólares y medio, decían que obtenían cribas de una onza. Y he aquí que, cuando la especie empezaba a circular, no sacaban una onza sino cinco. Entonces decían que eran de seis onzas, pero, al llenar una criba para demostrar que era falso, lavaron doce onzas. Y así continuaron las cosas. Mentían valientemente, pero la realidad siempre excedía a sus relatos.
Mas la broma ártica del Norte todavía no había concluido. Una vez deslindadas todas las concesiones del Bonanza, desde su desembocadura a su nacimiento, quienes habían fracasado en sus intentos de «entrar» subieron tristes y disgustados por los afluentes. Eldorado era uno de estos afluentes, y, después de localizarlo, muchos hombres le volvieron la espalda y no le otorgaron un segundo pensamiento. Un hombre vendió su media participación de 500 pies por un saco de harina. Otros dueños vagaban de un lado a otro intentando estafar a los demás sus concesiones por una canción. Entonces «apareció» Eldorado. Era mucho, muchísimo más rico que Bonanza, con un valor medio de mil dólares por pie cuadrado.
Un sueco llamado Charley Anderson había trabajado en el arroyo Miller el año del hallazgo y llegó a Dawson con unos cientos de dólares. Dos mineros, que habían registrado el número 29 Eldorado, decidieron que era el hombre apropiado para largarle la concesión. Era demasiado avispado para convencerlo en estado sobrio y, por tanto, lo emborracharon con un gasto considerable. Aun así resultaba un trabajo difícil, pero lo mantuvieron ebrio durante algunos días y, finalmente, lo persuadieron para que les comprase el número 29 por setecientos cincuenta dólares. Cuando Anderson se despejó, lloró su locura y les suplicó que le devolvieran su dinero. Pero quienes le habían engañado eran de corazón duro.
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