Tenía toda la atención puesta en sus manos rollizas y hermosas. Cogió una pequeña lima del tocador, y se hizo los últimos retoques en las uñas.
–Haga traer un poco de agua caliente -dijo-. Quiero darme un baño.
La joven criada, que se encargó de subir el agua caliente, no estaba todavía familiarizada con el modo en que se hacían las cosas en aquella casa. Las instrucciones que la señora Westerfield había dado a la casera, una mujer bondadosa donde las hubiera, eran que, después de atenderla, la hiciese subir al piso de arriba.
–Encontrarás a una niña pequeña y guapa, sola. Dile que tan pronto como yo me haya marchado, baje a mi cuarto y se quede ahí quieta.
Todos los inquilinos de la casa sabían que la señora Westerfiel tenía a su hija abandonada. Incluso la nueva sirvienta había oído hablar de ello. Cuando abrió la puerta de la buhardilla, se detuvo en el umbral y miró cuidadosamente adentro.
Solamente vio trastos: dos baúles viejos, una silla rota, y un sucio volumen de sermones tamaño cuartilla, formato que hacía ya muchos años había caído en desuso. La buhardilla tenía un techo inclinado, y mugriento, que descendía hasta una ventana agrietada. Estaba repleto de manchas de la lluvia que se había abierto camino a través del tejado. El papel de la pared estaba desteñido, desconchado y desgarrado por la humedad. El zócalo estaba lleno de agujeros. Por uno de ellos se asomó la mirada tímida y reluciente del único amigo de la niña en la buhardilla: un ratón que se estaba alimentando de las migajas que la niña había guardado de su desayuno.
En el momento en que se abrió la puerta, el ratón se metió como una flecha en su agujero, y Syd miró hacia arriba.
–¡Lizzie! ¡Lizzie! – dijo muy seria-. Tendrías que haber entrado sin hacer ruido. Has asustado a mi hijito.
La buena mujer se echó a reír.
–Y dígame, señora, ¿tiene usted una familia muy numerosa? – le preguntó, animada por la broma.
Pero Syd no le veía la gracia:
–Sólo dos más -contestó con tono serio. Y recogió del suelo dos miserables muñecas, tan sucias y destrozadas como pueda uno imaginar-. Las mayores… -continuó la extraña niña mientras ponía las muñecas encima de uno de los baúles vacíos-. La más grande es una niña, y se llama Syd. El otro es un niño, que lleva la ropa muy sucia, como puedes ver. Su mamá es muy buena y, siempre que hacen algo mal, les perdona y les compra ponis para que monten. Y cuando tienen hambre siempre les da cosas para comer que están muy buenas. ¿Tú quieres mucho a tu mamá, Lizzie?, ¿es buena tu mamá?
Esas candorosas alusiones a la falta de atención que había sufrido Syd durante su niñez llegaron al corazón de la sirvienta. Se puso a recordar su infancia: también ella había crecido sin amigos, sin un fuego que la calentara, y no lo había podido soportar.
–Ay, cariño -dijo la sirvienta-, se te han puesto los bracitos rojos del frío. Ven aquí conmigo, que te los voy a calentar.
Sin embargo, la viva imaginación de Syd la protegía del frío mejor que la mano compasiva de cualquier mujer.
–Eres muy amable, Lizzie -respondió-. Pero cuando juego con mis hijos, no tengo ni pizca de frío. Procuro que hagan mucho ejercicio. Ahora, por ejemplo, iremos al parque a caminar un rato.
Cogió a sus muñecas de la mano y comenzó a caminar despacio de un lado a otro de la habitación, mientras iba señalando con el dedo a personas distinguidas y objetos de interés que tan sólo vivían en su imaginación.
–Esa de ahí, hijos míos, es la reina en su carroza de oro arrastrada por seis caballos. ¿Os habéis fijado que por la ventana de la carroza asoma su cetro? Con eso gobierna la nación. Hacedle una reverencia a la reina. Y ahora, mirad que agua tan bonita y resplandeciente. Ahí está la isla donde viven los patos.
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