Yo corrí hacia la habitación del piso de abajo a buscar al médico. Cuando volvimos, tenía convulsiones. Era el final de Beljames.
Los abogados de mi defensa han intentado conseguir expertos, como ellos los llaman, para descifrar el mensaje. Pero todos han fracasado. Si son llamados como testigos, declararán que los signos de la hoja de papel no se corresponden a ningún código conocido, y que son simples garabatos hechos al azar que no significan nada.
Por otra parte, la Ley no quiere tener en cuenta la confesión que me fue hecha, si no es por boca de un testigo. Podría probar que el rumbo del barco fue variado, en contra de mis órdenes, después de que yo me fuera abajo a descansar. Pero para ello necesito encontrar al hombre que estaba al timón en ese momento. Y sólo Dios sabe dónde está ahora.
Además, como tú sabes, en el pasado cometí algunos errores, y ahora debo dinero. Esas circunstancias juegan muy seriamente en contra mía. Parece que mis abogados han depositado una enorme confianza en un famoso asesor, a quien han encargado que actúe en mi defensa. Yo por mi parte, me enfrento a este juicio con poca o ninguna esperanza.
Si el veredicto es culpable, y tú no quieres olvidarte de mí, no descanses hasta encontrar a alguien que pueda interpretar estos signos cifrados. ¡Escucha mis ruegos!, haz por mí lo que yo ya no puedo hacer. Recupera los diamantes, devuélvelos, y muestra esta carta a mis patronos.
Da un beso a los niños de mi parte. Ojalá que cuando sean un poco mayores puedan leer este alegato mío y sepan que su padre era inocente. Y que los quería mucho. El bueno de mi hermano cuidará de ti. Sé que hará eso por mí. Entonces, nada más.
RODERICK WESTERFIELM
La señora Westerfield cogió una vez más la hoja con el criptograma. La miró como si fuera un ser vivo que la hubiera retado a un duelo.
Y tomó una decisión:
–Si llego a ser capaz de leer este galimatías, ya sé lo que haré con los diamantes.
4. LA BUHARDILLA
Exactamente un año después del desafortunado día del juicio, la señora Westerfield (recluida en el santuario de su habitación) celebró el final del obligado luto.
Ella no creía que, externamente, y según mandan las convenciones, la disminución del dolor tuviera que mostrarse paulatinamente: del negro al gris. Puso sobre la cama su mejor vestido azul de paseo, al lado su sombrero nuevo, y observó el conjunto con admiración y alegría. Dejó en el suelo la ropa a la que acababa de renunciar para siempre.
–¡Gracias a Dios, ya no te necesito más! – dijo, y apartó de una patada la ropa de luto enmohecida, mientras se dirigía hacia la chimenea para tocar la campanilla.
–¿Dónde está mi pequeño? – le preguntó a la casera, en cuanto ésta entró en la habitación.
–Está abajo conmigo en la cocina, señora. Le estoy enseñando a hacer un pastel de ciruelas. ¡Parece tan feliz! Espero que no quiera llevárselo en este momento.
–Ni mucho menos. Quiero que lo cuide usted mientras yo estoy fuera. Por cierto, ¿dónde está Syd?
La hija mayor había sido bautizada como Sydney por deseo de una familiar de su padre. A su madre no le gustaba el nombre, así que la llamaba siempre Syd, como si quisiera dejar el menor rastro posible de su nombre original. La casera miró a la señora Westerfield sin apenas ocultar la antipatía que sentía por ella, y respondió:
–Está arriba en el desván, la pobrecita. Dice que la ha enviado usted allí para sacársela de encima.
–Vaya si lo he hecho.
–Señora, en ese desván no hay chimenea. Me temo que ahí estará muy sola y pasando frío.
De nada le sirvió a la criada interceder por Syd: la señora Westerfield ni siquiera la estaba escuchando.
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