Probablemente porque era de la clase de hombres que no se reprimen nunca a la hora de hacer un chiste.

–¡A eso lo llamo yo ser constante! – dijo él-. ¡Ahora te pones melosa con James, después de haberle dado calabazas hace doce años! La señora Westerfield adoptó un aire de dignidad, y le contestó:

–Estoy acostumbrada a que me traten con respeto. Que tengas un buen día.

El posadero, que era un hombre campechano, le puso la mano en el hombro e hizo que se sentara de nuevo.

–No seas tonta -dijo-. James está en Londres. Se hospeda en mi casa. ¿Qué dices a eso?

Desde sus ojos grises, la señora Westerfield le dirigió una mirada llena de ansiedad, de osadía, de curiosidad.

–¿Me estás diciendo que ha vuelto otra vez aquí para trabajar como camarero?

–No, cariño, no tengo esa suerte. James es ahora todo un caballero que se hospeda habitualmente en mi casa.

La señora Westerfield prosiguió con sus preguntas.

–¿Ha venido de América para quedarse?

–No, James Bellbridge, no. Regresará para poner un saloon, como lo llaman ellos, con un socio. Dice que ha venido a Inglaterra por negocios. Me imagino que quiere que le dejen dinero para su nueva aventura. En Nueva York no son tontos, así que la única posibilidad que tiene de que le anticipen el dinero de las facturas es embaucando a sus amigos campesinos.

–¿Y cuándo tiene pensado marcharse al campo?

–Ya está ahí.

–¿Cuándo regresa?

–Vaya, parece que estás muy decidida a verle. Vuelve mañana.

–¿Se ha casado?

–¡Bueno, bueno!, parece que vamos llegando al meollo de la cuestión. Te diré que puedes estar tranquila. Muchas han sido las mujeres que le han exhibido sus armas de amar, pero él todavía no se ha dejado hacer prisionero. ¿Quieres que le dé recuerdos cariñosos de tu parte cuando lo vea?

–Sí -dijo ella fríamente-, todo lo cariñosos que tú quieras.

–¿Estás pensando en casarte con él? – preguntó el posadero.

–Pienso en el dinero -añadió la señora Westerfield.

–Dinero de Lord Le Basque.

–¡Dinero de Lord Le Basque! ¡Que te zurzan!

–¡Oye!, hablas igual que cuando eras camarera. ¿No estarás diciendo que te ha dejado una fortuna?

–Sí. ¿Podrías darle un recado a James?

–Haré cualquier cosa por una dama millonaria.

–Dile que venga a tomar el té con su antiguo amorcito. A las seis.

–No vendrá.

–Vendrá.

Y tras esa discrepancia en sus opiniones, la señora Westerfield se marchó de la posada.

6. EL BRUTO

Al día siguiente, el fiel James justificó la confianza que la señora Westerfield tenía puesta en él.

–Ay, Jemmy, ¡qué feliz soy al verte! Cariño, por fin soy tuya.

–Eso, milady, siempre y cuando yo todavía te quiera. Suéltate de mi cuello.

El hombre que con esta protesta se rebelaba contra la prisión de los brazos de una elegante dama, podría decirse que era el perfecto inglés: la cara regordeta; el cutis sonrosado; los ojos azules y roqueños; poco pelo y amarillo; una sonrisa inexpresiva, y los hombros, el cuello, los puños, y los pies, enormes. En fin, todas las características físicas que solamente pueden verse juntas en un país como Inglaterra. Igual que cualquier otro hombre, los de esta casta poseen sistema nervioso; la diferencia es que no lo saben: sufren dolor sin sentirlo; son valientes sin sentir el peligro; se casan sin amor; comen y beben sin límite, y cuando los asola alguna enfermedad se hunden (con todo lo grandes que son), sin hacer siquiera el esfuerzo de vivir.

La señora Westerfield obedeció inmediatamente la orden, y se soltó del cuello de toro de su huésped. Era imposible no someterse a él: era muy bruto. Imposible no admirarle: era muy grande.

–¿Ya no sientes ni un poco de amor por mí? – fue todo cuanto se aventuró a preguntarle.

Él se tomó el reproche con buen humor.

–¿Amor? – repitió-. ¡Vaya, esa sí que es buena; que tú me hables de amor después de dejarme por un hombre con título y todo eso. ¿Cómo debería llamarte?, ¿señora o milady?

–Llámame como te apetezca. ¿Qué es lo que te parece tan gracioso, Jemmy? Antes me tenías cariño. Cuando me casé con Westerfield, tú te fuiste a América porque estabas enamorado de mí. ¡Oh, si hay algo de lo que estoy segura es de eso! Si tú supieras el cruel desengaño que he sufrido no serías tan malicioso conmigo.

De repente, él se mostró interesado y animado por lo que ella le estaba contando, y adoptó un tono más íntimo:

–Así que fue un mal marido, dices. Seguro que te dio sus buenas palizas, pero eso no me lo contarás.

–Estás muy equivocado, querido.