El señor Westerfield hubiera sido un buen marido si yo me hubiese preocupado por él. Pero a mí nunca me ha importado nadie excepto tú. No fue Westerfield quien me convenció para darle el sí.
–Eso es mentira.
–No, te aseguro que no lo es.
–¿Entonces, por qué te casaste con él?
–Cuando me casé con él, Jemmy, había perspectivas. ¿Cómo podía decir que no? ¡Piensa en lo que supone ser uno de los Le Basque! ¡Mantenida, y con honor, por esa noble familia! ¡Hasta el final de mis días! ¡Estuviera mi marido vivo o muerto!
Al camarero todo esto le sonó como una monumental tontería. Su experiencia en la posada le sugirió una explicación muy simple a todo lo que estaba oyendo:
–Oye, pequeña, ¿has estado bebiendo?
La primera intención de la señora Westerfield fue levantarse indignada e ir hacia la puerta. Pero se sentía una mujer domada y le bastó la mirada de él para sentarse de nuevo.
–No entiendes lo tentadora que puede resultar una oportunidad como esa -le dijo dulcemente.
–¿A qué oportunidad te refieres?
–A ser madre de un lord, querido.
Al oírla hablar de su sueño de ser la madre de un lord, James, británico de pura cepa, le hizo instintivamente una reverencia a la mujer que le había dado calabazas.
–¿Y eso, María? – preguntó él educadamente.
Era la primera vez que él la llamaba por su nombre de pila. María se acercó a él.
–Cuando Westerfield me estaba haciendo la corte, su hermano (milord) estaba soltero. Tenía a una dama, si es que puede llamarse dama a ese bicho, viviendo bajo su techo. Le dijo a Westerfield que estaba muy enamorado de ella, pero que detestaba la idea de casarse. "Si el primer hijo de tu esposa es un varón", le dijo, "será él el heredero de la finca y de los títulos, y eso me hará posible el poder continuar como hasta ahora." Un mes después ya estábamos casados. Al cabo de un tiempo nació nuestra primera hija. ¡Tuve un disgusto muy grande! Yo sospecho que milord, persuadido por la mujer de la que antes te he hablado, decidió arriesgarse a esperar un año, y luego otro, antes de casarse. Durante todo ese tiempo no tuve ningún otro hijo ni quedé embarazada. Presionaron a mi cuñado para que se casara. ¡Cómo la odio! Su primer hijo fue un varón: un varón nervioso, saludable, grandote, ¡un bruto! Seis meses después nació mi pobrecito hijo. ¡Y ahora, Jemmy, dime si después de esta decepción tan grande que he sufrido no merezco ser una mujer feliz! ¿Es verdad que vas a volver a América?
–Es del todo cierto.
–Llévame contigo.
–¿Con dos niños?
–No, sólo con uno. A la niña la puedo colocar en Inglaterra. Piénsalo antes de decirme que no. ¿Necesitas dinero?
–Aunque así fuera, tú no puedes ayudarme.
–Cásate conmigo, y te haré rico.
Él la miró con atención, y se dio cuenta de que ella estaba nerviosa.
–¿A qué llamas tú una fortuna?
–Cinco mil libras.
James abrió los ojos. Abrió la boca. Se rascó la cabeza. El hombre de alma impenetrable estaba asustado.
–¡Cinco mil libras!
–Pidió con voz lánguida unas "gotas de coñac".
La señora Westerfield le tenía preparada una botella.
–Pareces un poco cansado -le dijo.
Pero él estaba tan profundamente concentrado en las virtudes restauradoras del coñac, que no le hizo ningún caso. Cuando se hubo repuesto dijo que no se creía lo de las cinco mil libras.
–¿Y cómo sé yo que eso es verdad? – dijo en tono severo.
Ella sacó la carta de su marido.
–¿Te has enterado de lo del juicio de Westerfield por haber embarrancado su barco? – le preguntó ella.
–He oído hablar de ello.
–Pues mira esta carta.
–¿Es larga?
–Sí.
–Entonces mejor que la leas tú.
El escuchó con toda atención. Ninguno de los dos puso en duda que debían hacerse con los diamantes (si es que lograban encontrarlos). Así pues, quedaba claro que los dos estaban tácitamente a favor de ello. Pero él tenía dudas sobre el valor de las piedras preciosas.
–¿Cómo sabes que valen cinco mil libras? – preguntó.
–¡Ay, que estúpido llegas a ser, cariño! ¿Acaso no lo dice el propio Westerfield en su carta?
–Léeme esa parte de nuevo.
Ella así lo hizo: Después de la doble calamidad del embarrancamiento del barco y de la desaparición de los diamantes (valorados en cinco mil libras) regresé a Inglaterra a la primera oportunidad que tuve.
Hasta aquí, él se mostró satisfecho. Pero enseguida quiso ver el criptograma. Ella se lo entregó con una condición:
–Será tuyo, Jemmy, el día que te cases conmigo.
Él se metió la hoja de papel en el bolsillo.
–Ahora ya lo tengo. ¿Qué pasa si decido quedármelo?
A una mujer que ha trabajado como camarera en una taberna, no es fácil cogerla desprevenida.
–En ese caso -respondió ella lacónicamente-, lo primero que haría sería llamar a la policía, y después enviaría un telegrama a los jefes de mi marido en Liverpool.
Él le devolvió inmediatamente el mensaje cifrado.
–Sólo estaba bromeando.
–Y yo también -repuso ella.
Se quedaron mirándose. En ese momento sintieron que estaban hechos el uno para el otro.
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