El coro de los cinco, más lejos que nunca de llegar a tener una opinión, miraron al Callado. Una vez más, éste sonrió misteriosamente, y ofreció una explicación de lo que estaba pensando; sólo que esta vez giró su cabeza calva en dirección al Presidente. ¿Simpatizaba tal vez con el hombre que, como él, había decidido permanecer en silencio?

Mientras tanto, nadie dijo ni hizo nada. Un silencio inescrutable se extendió hasta los cuatro rincones de la habitación.

–¿Por qué diablos no toma nadie la palabra? – exclamó el Inválido-. ¿Acaso se han olvidado todos ustedes de las pruebas?

Esta repentina pregunta hizo darse cuenta al jurado, si no de la obligación que tenían consigo mismos, sí al menos de la que provenía de su juramento como miembros de un jurado. Unos recordaron las pruebas de un modo, y otros de otro. Cada uno de ellos insistió en hacer gala de su excelente memoria, y en afirmar su propio e incontestable punto de vista sobre el caso.

El primero que habló empezó en el punto medio de la historia habían contado los testigos en la corte:

–Yo estoy por absolver al capitán, caballeros: hizo bajar los botes salvavidas, y puso a salvo a la tripulación.

–Pues yo estoy por hallarle culpable, porque el barco varó en una roca a plena luz del día, y sin que hiciera mal tiempo.

–Yo estoy de acuerdo con usted, señor. Las pruebas demuestran que la nave se acercó peligrosamente a la costa, por orden expresa del capitán, que era quien en ese momento estaba al mando.

–¡Caballeros, caballeros!, hagámosle justicia al capitán. La defensa alega que dio la orden pertinente, y en cuanto salió del puente de mando, sus subordinados le desobedecieron. Por lo que respecta a la insinuación de que abandonara el barco en un momento en que no hacía tan mal tiempo, las pruebas indican que él creía haber visto señales de que se acercaba una tormenta.

–Sí, sí, todo eso está muy bien. Pero, ¿cuáles fueron los hechos? Se informó de la pérdida del barco, y las autoridades brasileñas enviaron a un grupo de hombres al buque naufragado con la esperanza de salvar el cargamento. Pues bien, unos días después encontraron el barco. Estaba en el mismo lugar y en las mismas condiciones en que lo habían dejado el capitán y su tripulación.

–No olvide, señor, que cuando la expedición brasileña examinó el barco de arriba abajo, los diamantes ya habían desaparecido.

–De acuerdo, pero eso no prueba que el capitán los robara. Y, además, no habían rescatado ni la mitad del cargamento cuando llegó la tormenta y partió el barco en dos. Así que después de todo, el pobre sólo se equivocó al prever en qué momento iba a estallar la tormenta.

–Permítanme que les recuerde, caballeros, que el acusado estaba muy endeudado, y por tanto tenía mucho interés en robar los diamantes.

–Espere un poco, señor. No hay joya más preciosa que el juego limpio. ¿Quién estaba al mando del puente cuando el barco embarrancó? El segundo de a bordo. ¿Y qué fue lo que hizo el segundo de a bordo al oír que sus patrones habían decidido llevarles a juicio? ¡Se suicidó! ¿Acaso eso no prueba su culpabilidad?

–Quizás va usted demasiado deprisa, señor. El forense declaró qie el segundo de a bordo se quitó la vida en un estado de enajenación transitoria.

–¡Poco a poco! Nosotros no tenemos que hacer ningún caso de lo que dijo o pudo dejar de decir el forense. ¿Qué fue lo que dijo el juez al recopilar los hechos?

–¡No me venga ahora con qué dijo o dejó de decir el juez! El juez dijo lo que dicen todos los jueces: "Declaren al acusado culpable, si creen que lo hizo; y declárenlo no culpable si creen que no lo hizo". Y luego se retiró a su despacho a beberse tranquilamente una taza de té. Y mientras, aquí nos tiene a nosotros, padeciendo hambre, ¡y sin poder cenar con nuestras familias!

–Hable por usted, señor. Yo no tengo familia.

–Considérese usted un hombre afortunado. Yo tengo doce hijos, y le aseguro que mi vida es un tormento: no sabe usted lo difícil que es hacer que cuadren los números.

–¡Caballeros! ¡Caballeros! Estamos divagando otra vez. ¿Es o no es culpable el capitán? Señor Presidente, no ha sido intención de ninguno de nosotros ofenderle. Y ahora, si es usted tan amable ¿podría decirnos lo que piensa?

–Primero decidan ustedes -ésa fue su única respuesta.

Ante tal urgencia, el Nervioso, siempre afligido por sus sobresaltos, adoptó de repente una actitud de superioridad. Y planteó una idea nueva.

–¿Qué les parece si votamos a mano alzada? – sugirió-. Aquellos de ustedes que encuentren al procesado culpable que por favor levanten la mano.

Por este método, pudieron contarse tres votos incluyendo el del Presidente. Después de un instante de duda, el coro de los cinco manifestó su acuerdo con ese parecer, probablemente por la simple razón de que ésa era la primera opinión que alguien expresaba. De ese modo, las manos que se alzaban pidiendo la condena del acusado, ascendían ya a ocho.