¿Iba a tener algún efecto este resultado, sobre esa minoría indecisa de cuatro miembros? En cualquier caso, a continuación se les invitó a que expresaran su opinión. Se alzaron solamente tres manos. Un hombre, hermético donde los hubiere, se abstuvo de expresar su sentir aunque fuera con una leve señal: ¿hace falta decir quién era? El miembro en cuestión adoptó un aspecto misterioso, que le convirtió en objeto de mayor interés. Pero su sonrisa enigmática se desvaneció de inmediato. Permanecía inmóvil sobre su silla, con los ojos cerrados. ¿Estaba meditando profundamente? ¿O sencillamente estaba durmiendo? El avispado Presidente hacía ya tiempo que sospechaba que este miembro del jurado, siendo el más estúpido de todos, al menos tenía la astucia necesaria para morderse la lengua y ocultar de ese modo su propia torpeza. Pero el jurado no llegó a esa misma conclusión. Impresionado por la gran solemnidad de su semblante, creyeron que había quedado absorto en un entramado de reflexiones de la más elevada importancia para la decisión del veredicto. Tras un diálogo acalorado, decidieron pedirle al único miembro independiente da todos los que había en la sala (el miembro que no había tomado partido) que manifestara su opinión del modo más sencillo posible.
–¿Por qué veredicto se inclina usted, señor? ¿Culpable o no culpable?
Los ojos del discreto miembro del jurado se dilataron como los de un buho, con lentitud y solemnidad. Ante las dos alternativas, la de manifestar su opinión con una o con dos palabras, su sabiduría taciturna escogió la forma más breve:
–Culpable -respondió. Y cerró los ojos de nuevo, como si estuviese ya harto de todo aquello.
La sala se inundó de una indescriptible sensación de alivio. Se olvidaron las hostilidades y hubo un intercambio de miradas amistosas. Consecuencia de ese armonioso sentimiento fue que el jurado se puso en pie y regresó a la sala. El destino del acusado estaba sellado. El veredicto era: Culpable.
2. LA SENTENCIA
Cuando el jurado entró en la sala, el murmullo del público cesó. La curiosidad se centró entonces en la esposa del preso, que había estado presente en la sala todo el tiempo que había durado el juicio. Lo que todos se preguntaban ahora era, ¿cómo soportará la esposa la espera que precede a la emisión del veredicto?
La señora Westerfield era lo que se dice una mujer hecha y derecha. Tenía una actitud altiva, una bonita figura, e iba elegantemente vestida, con colores oscuros. Sobre la frente le caían pequeños mechones rizados de una cabellera abundante y de color claro. Sus rasgos faciales eran grandes y firmes, pero delicados. La esposa no recompensó la curiosidad del público con ninguna emoción externa. Sus ojos, de color gris claro, soportaron la curiosidad general sin pestañear, incluso con osadía en la mirada. Para sorpresa del público femenino, la mujer había estado acompañada por sus dos hijos durante todo el juicio. La niña tenía diez años y era muy guapa. El niño, más pequeño, estaba sentado en la falda de su madre. Todo el mundo pudo observar que la señora Westerfield no le hacía el menor caso a su hija. Cada vez que decía algo en voz baja, lo cual hacía con frecuencia, era siempre para dirigirse a su hijo. Si el niño se inquietaba, ella le acariciaba. Sin embargo, ni una sola vez se dio la vuelta para ver si su hija, sentada al lado de su hermanito, estaba tan cansada del proceso como lo estaba el pequeño.
El juez se sentó, y se dio la orden de que el preso compareciera para escuchar el veredicto.
Hubo una prolongada pausa.
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