Su pobre tío, don Primitivo, el sacerdote ingenuo que las había criado a las dos hermanas y les enseñó el catecismo de la doctrina cristiana explicado según el Mazo, sintió siempre un profundo respeto por la inteligencia de su sobrina Tula, a la que admiraba. «Si te hicieses monja —solía decirle— llegarías a ser otra santa Teresa... Qué cosas se te ocurren, hija ...» Y otras veces: «Me parece que eso que dices, Tulilla, huele un poco a herejía; ¡hum! No lo sé..., no lo sé.... porque no es posible que te inspire herejías el ángel de tu guarda, pero eso me suena así como a... qué sé yo ...» Y ella le contestaba riendo: «Sí, tío, son tonterías que se me ocurren, y ya que dice usted que huele a herejía no lo volveré a pensar.» Pera ¿quién pone barreras al pensamiento?
Gertrudis se sintió siempre sola. Es decir, sola para que la ayudaran, porque para ayudar ella a los otros no, no estaba sola. Era como una huérfana cargada de hijos. Ella sería el báculo de todos los que la rodearan; pero si sus piernas flaquearan, si su cabeza no le mantuviese firme en su sendero, si su corazón empezaba a bambolear y enflaquecer, ¿quién la sostendría a ella?, ¿quién sería su báculo? Porque ella, tan henchida del sentimiento, de la pasión mejor, de la maternidad, no sentía la filialidad. «¿No es esto orgullo?», se preguntaba.
No pudo al fin con esta soledad y decidió llevar a su confesor, al padre Álvarez, su congoja. Y le contó la declaración y proposición de Ramiro, y hasta lo que les había dicho a los niños de que no le llamasen a ella todavía madre, y las razones que tenía para mantener la pureza de aquel hogar y cómo no quería entregarse a hombre alguno, sino reservarse para mejor consagrarse a los hijos de Rosa.
—Pero lo de su cuñado lo encuentro muy natural —arguyó el buen padre de almas.
—Es que no se trata ahora de mi cuñado, padre, sino de mí; y no creo que haya acudido a usted también en busca de alianza...
—¡No, no, hija, no!
—Como dicen que en los confesonarios se confeccionan bodas y que ustedes, los padres, se dedican a casamenteros...
—Yo lo único que digo ahora, hija, es que es muy natural que su cuñado, viudo y joven y fuerte, quiera volver a casarse, y mas natural, y hasta santo, que busque otra madre para sus hijos...
—¿Otra? ¡Ya la tiene!
—Sí; pero... y si esta se va...
—¿Irme? ¿Yo? Estoy tan obligada a esos niños como estaría su madre de carne y sangre si viviese...
—Y luego eso da que hablar..
—De lo que hablen, padre, ya le he dicho que nada se me da...
—¿Y si lo hiciese precisamente por eso, porque hablen? Examínese y mire si no entra en ello un deseo de afrontar las preocupaciones ajenas, de desafiar la opinión pública...
—Y si así fuese, ¿qué?
—Que eso sí que es pecaminoso. Y después de todo, la cuestión es otra...
—¿Cuál es la cuestión?
—La cuestión es si usted le quiere o no. Esta es la cuestión. ¿Le quiere usted, sí o no?
—¡Para marido..., no!
—Pero ¿le rechaza?
—¡Rechazarle..., no!
—Si cuando se dirigió a su hermana, la difunta, se hubiera dirigido a usted...
—¡Padre! ¡Padre! —y su voz gemía.
—Sí, por ahí hay que verlo...
—¡Padre; que eso no es pecado...!
—Pero ahora se trata de dirección espiritual, de tomar consejo... Y sí, es pecado, es acaso pecado... Tal vez hay aquí unos viejos celos...
—¡Padre!
—Hay que ahondar en ello. Acaso no le ha perdonado aún...
—Le he dicho, padre, que le quiero; pero no para marido. Le quiero como a un hermano, como a un más que hermano, como al padre de mis hijos, porque estos, sus hijos, lo son míos de lo más dentro mío, de todo mi corazón; pero para marido, no. Yo no puedo ocupar en su cama el sitio que ocupó mi hermana... Y sobre todo, yo no quiero, no debo darles madrastra a mis hijos...
—¿Madrastra?
—Sí, madrastra. Si yo me caso con él, con el padre de los hijos de mi corazón, les daré madrastra a estos, y más si llego a tener hijos de carne y de sangre con él. Esto, ahora ya..., ¡nunca!
—Ahora ya...
—Sí, ahora que ya tengo a los de mi corazón..., mis hijos...
—Pero piense en él, en su cuñado, en su situación...
—¿Que piense...?
—¡Sí! ¿Y no tiene compasión de él? ,
—Sí que la tengo. Y por eso le ayudo y le sostengo. Es como otro hijo mío.
—Le ayuda..., le sostiene...
—Sí, le ayudo y le sostengo a ser padre...
—A ser padre..., a ser padre... Pero él es un hombre...
—¡Y yo una mujer!
—Es débil...
—¿Soy yo fuerte?
—Más de lo debido.
—¿Más de lo debido? ¿Y lo de la mujer fuerte?
—Es que esa fortaleza, hija mía, puede alguna vez ser dureza, ser crueldad. Y es dura con él, muy dura. ¿Que no le quiere como a marido? ¡Y qué importa! Ni hace falta eso para casarse con un hombre. Muchas veces tiene que casarse una mujer con un hombre por compasión, por no dejarle solo, por salvarle, por salvar su alma...
—Pero si no le dejo solo...
—Sí, sí, le deja solo. Y creo que me comprende sin que se lo explique más claro...
—Sí, sí que se lo comprendo, pero no quiero comprenderlo. No está solo.
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