¡Quien está sola soy yo! Sola..., sola..., siempre sola...
—Pero ya sabe aquello de «más vale casarse que abrasarse...»
—Pero si no me abraso...
—¿No se queja de su soledad?
—No es soledad de abrasarse; no es esa soledad a que usted, padre, alude. No, no es esa. No me abraso...
—¿Y si se abrasa él?
—Que se refresque en el cuidado y amor de sus hijos.
—Bueno, pero ya me entiende...
—Demasiado.
—Y por si no, le diré más claro aún que su cuñado corre peligro, y que si cae en él, le cabrá culpa.
—¿A mí?
—¡Claro está!
—No lo veo tan claro... Como no soy hombre...
—Me dijo que uno de sus temores de casarse con su cuñado era el de tener hijos con él, ¿no es así?
—Sí, así es. Si tuviéramos hijos llegaría yo a ser, quieras o no, madrastra de los que me dejó mi hermana.
—Pero el matrimonio no se instituyó sólo para hacer hijos...
—Para casar y dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo.
—Dar gracia a los casados... ¿Lo entiende?
—Apenas...
—Que vivan en gracia, libres de pecado...
—Ahora lo entiendo menos.
—Bueno, pues que es un remedio contra la sensualidad.
—¿Cómo? ¿Qué es eso? ¿Qué?
—Pero ¿por qué se pone así ...? ¿Por qué se altera ...?
—¿Qué es el remedio contra la sensualidad? ¿El matrimonio o la mujer?
—Los dos... La mujer.. y... y el hombre.
—¡Pues, no, padre, no, no y no! Yo no puedo ser remedio contra nada. ¿Qué es eso de considerarme remedio? ¡Y remedio... contra eso! No, me estimo en más...
—Pero si es que...
—No, ya no sirve. Yo, si él no tuviera ya hijos de mi hermana, acaso me habría casado con él para tenerlos..., para tenerlos de él ...; pero ¿remedio? ¿Y a eso? ¿Yo remedio? ¡No!
—Y si antes de haber solicitado a su hermana la hubiera solicitado...
—¿A mí? ¿Antes? ¿Cuando nos conoció? No hablemos ya más, padre, que no podemos entendernos, pues veo que hablamos lenguas diferentes. Ni yo sé la de usted ni usted sabe la mía.
Y dicho esto, se levantó de junto al confesonario. Le costaba andar; tan doloridas le habían quedado del arrodillamiento las rodillas. Y a la vez le dolían las articulaciones del alma y sentía su soledad más hondamente que nunca. «¡No, no me entiende —se decía—, no me entiende; hombre al fin! Pero ¿me entiendo yo misma? ¿Es que me entiendo? ¿Le quiero o no le quiero? ¿No es soberbia esto? ¿No es la triste pasión solitaria del armiño, que por no mancharse no se echa a nado en un lodazal a salvar a su compañero ...? No lo sé... no lo sé...»
XIII
Y de pronto observó Gertrudis que su cuñado era otro hombre, que celaba algún secreto, que andaba caviloso y desconfiado, que salía mucho de casa. Pero aquellas más largas ausencias del hogar no le engañaron. El secreto estaba en él, en el hogar. Y a fuerza de paciente astucia logró sorprender miradas de conocimiento íntimo entre Ramiro y la criada de servicio.
Era Manuela una hospiciana de diecinueve años, enfermiza y pálida, de un brillo febril en los ojos, de maneras sumisas y mansas, de muy pocas palabras, triste casi siempre. A ella, a Gertrudis, ante quien sin saber por qué temblaba, llamábale «señora». Ramiro quiso hacer que le llamase «señorita».
—No, llámame así, señora; nada de señorita...
En general parecía como que la criada le temiera, como avergonzada o amedrentada en su presencia. Y a los niños los evitaba y apenas si les dirigía la palabra. Ellos, por su parte, sentían una indiferencia, rayana en despego, hacia la Manuela. Y hasta alguna vez se burlaban de ella, por ciertas maneras de hablar, lo que la ponía de grana. «Lo extraño es —pensaba Gertrudis— que a pesar de todo no quiera irse... Tiene algo de gata esta mozuela.» Hasta que se percató de lo que podría haber escondido.
Un día logró sorprender a la pobre muchacha cuando salía del cuarto de Ramiro, del señorito —porque a este sí que le llamaba así— toda encendida y jadeante. Cruzáronse las miradas y la criada rindió la suya. Pero llegó otro en que el niño, Ramirín, se fue a su tía y le dijo:
—Dime, mamá Tula, ¿es Manuela también hermana nuestra?
—Ya te tengo dicho que todos los hombres y mujeres somos hermanos.
—Sí, pero como nosotros, los que vivimos juntos...
—No, porque aunque vive aquí esta no es su casa...
—¿Y cuál es su casa?
—¿Su casa? No lo quieras saber. ¿Y por qué preguntas eso?
—Porque le he visto a papá que la estaba besando...
Aquella noche, luego que hubieron acostado a los niños, dijo Gertrudis a Ramiro:
—Tenemos que hablar.
—Pero si aún faltan ocho meses...
—¿Ocho meses?
—¿No hace cuatro que me diste un año de plazo?
—No se trata de eso, hombre, sino de algo más serio.
A Ramiro se le paró el corazón y se puso pálido.
—¿Más serio?
—Más serio, sí.
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