Se trata de tus hijos, de su buena crianza, y se trata de esa pobre hospiciana, de la que estoy segura que estás abusando.

—Y si así fuese, ¿quién tiene la culpa de eso?

—¿Y aún lo preguntas? ¿Aún querrás también culparme de ello?

—¡Claro que sí!

—Pues bien, Ramiro; se ha acabado ya aquello del año; no hay plazo ninguno; no puede ser, no puede ser. Y ahora sí que me voy, y, diga lo que dijere la ley, me llevaré a los niños conmigo, es decir, se irán conmigo.

—Pero ¿estás loca, Gertrudis?

—Quien está loco eres tú.

—Pero qué querías...

—Nada, o yo o ella. O me voy, o echas a esa criadita de casa.

Siguióse un congojoso silencio.

—No la puedo echar, Gertrudis, no la puedo echar. ¿Adónde se va? ¿Al hospicio otra vez?

—A servir a otra casa.

—No la puedo echar, Gertrudis, no la puedo echar —y el hombre rompió a llorar.

—¡Pobre hombre! —murmuró ella poniéndole la mano sobre la suya—. Me das pena.

—Ahora, ¿eh?, ¿ahora?

—Sí; me das lástima... Estoy ya dispuesta a todo...

—¡Gertrudis! ¡Tula!

—Pero has dicho que no la puedes echar..

—Es verdad; no la puedo echar —y volvió a abatirse.

—¿Qué, pues?, ¿que no va sola?

—No, no irá sola.

—Los ocho meses del plazo, ¿eh?

—Estoy perdido, Tula, estoy perdido.

—No, la que está perdida es ella, la huérfana, la hospiciana; la sin amparo.

—Es verdad, es verdad...

—Pero no te aflijas así, Ramiro, que la cosa tiene fácil remedio.

—¿Remedio? ¿Y fácil? —y se atrevió a mirarle a la cara.

—Sí; casarte con ella.

Un rayo que le hubiese herido no le habría dejado más deshecho que esas palabras sencillas.

—¡Que me case! ¡Que me case con la criada! ¿Que me case con una hospiciana? ¡Y me lo dices tú!...

—¡Y quién si no había de decírtelo! Yo, la verdadera madre hoy de tus hijos.

—¿Que les dé madrastra?

—¡No, eso no!, que aquí estoy yo para seguir siendo su madre. Pero que des padre al que haya de ser tu nuevo hijo, y que le des madre también. Esa hospiciana tiene derecho a ser madre, tiene ya el deber de serlo, tiene derecho a su hijo, y al padre de su hijo.

—Pero Gertrudis...

—Cásate con ella, te he dicho; y te lo dice Rosa. Sí —y su voz, serena y pastosa, resonó como una campana—. Rosa, tu mujer, te dice por mi boca que te cases con la hospiciana. ¡Manuela!

—¡Señora! —se oyó como un gemido, y la pobre muchacha, que acurrucada junto al fogón, en la cocina, había estado oyéndolo todo, no se movió de su sitio. Volvió a llamarla, y después de otro «¡Señora!», tampoco se movió.

—Ven acá, o iré a traerte.

—¡Por Dios! —suplicó Ramiro.

La muchacha apareció cubriéndose la llorosa cara con las manos.

—Descubre la cara y míranos.

—¡No, señora, no!

—Sí, míranos. Aquí tienes a tu amo, a Ramiro, que te pide perdón por lo que de ti ha hecho.

—Perdón, yo, señora, y a usted...

—No, te pide perdón y se casará contigo.

—¡Pero señora! —clamó Manuela a la vez que Ramiro clamaba: «¡Pero Gertrudis!»

—Lo he dicho, se casará contigo; así lo quiere Rosa. No es posible dejarte así. Porque tú estás ya..., ¿no es eso?

—Creo que sí, señora; pero yo...

—No llores así ni hagas juramentos; sé que no es tuya la culpa...

—Pero se podría arreglar...

—Bien sabe aquí Manuela —dijo Ramiro— que nunca he pensado en abandonarla... Yo le colocaría...

—Sí, señora, sí; yo me contento...

—No, tú no debes contentarte con eso que ibas a decir. O mejor, aquí Ramiro no puede contentarse con eso. Tú te has criado en el hospicio, ¿no es eso?

—Sí, señora.

—Pues tu hijo no se criará en él. Tiene derecho a tener padre, a su padre, y le tendrá. Y ahora vete..., vete a tu cuarto, y déjanos.

Y cuando quedaron Ramiro y ella a solas:

—Me parece que no dudarás ni un momento...

—¡Pero eso que pretendes es una locura, Gertrudis!

—La locura, peor que locura, la infamia, sería lo que pensabas.

—Consúltalo siquiera n el padre Álvarez.

—No lo necesito. Lo he consultado con Rosa.

—Pero si ella te dijo que no dieses madrastra a sus hijos...

—¿A sus hijos? ¡Y tuyos!

—Bueno, sí, a nuestros hijos...

—Y no les daré madrastra. De ellos, de los nuestros, seguiré siendo yo la madre, pero del de esa...

—Nadie le quitará de ser madre...

—Sí, tú si no te casas con ella. Eso no será ser madre...

—Pues ella...

—¿Y qué? ¿Porque ella no ha conocido a la suya pretendes tú que no lo sea como es debido?

—Pero fíjate en que esta chica...

—Tú eres quien debió ñjarse...

—Es una locura..., una locura...

—La locura ha sido antes. Y ahora piénsalo, que si no haces lo que debes el escándalo le daré yo. Lo sabrá todo el mundo.

—¡Gertrudis !

—Cásate con ella, y se acabó.

XIV

Una profunda tristeza henchía aquel hogar después del matrimonio de Ramiro con la hospiciana. Y esta parecía aún más que antes la criada, la sirvienta, y más que nunca Gertrudis el ama de la casa. Y esforzábase esta más que nunca por mantener al nuevo matrimonio apartado de los niños, y que estos se percataran lo menos posible de aquella convivencia íntima. Mas hubo que tomar otra criada y explicar a los pequeños el caso.

Pero, ¿cómo explicarles el que la antigua criada se sentara a la mesa a comer a los de casa? Porque esto exigió Gertrudis.

—Por Dios, señora —suplicaba la Manuela—, no me avergüence así..., mire que me avergüenza... Hacerme que me siente a la mesa con los señores, y sobre todo con los niños..., y que hable de tú al señorito..., ¡eso nunca!

—Háblale como quieras, pero es menester que los niños, a los que tanto temes, sepan que eres de la familia. Y ahora, una vez arreglado esto, no podrán ya sorprender intimidades a hurtadillas.