Y cuando siglos más tarde, nuestro Lucano, español, llamó a las guerras entre César y Pompeyo plusquam civilia, más que civiles —lo dice en el primer verso de su Pharsalia— quiere decir fraternales. Las guerras más que civiles son las fraternales.
Aristóteles le llamó al hombre zoon politicon, esto es, animal civil o ciudadano —no político, que esto es no traducir— animal que tiende a vivir en ciudades, en mazorcas de casas estadizas, arraigadas en tierra por cimientos, y ese es el hombre y, sobre todo, el varón. Animal civil, urbano, fraternal y... fratricida.—Pero ese animal civil, ¿no ha de depurarse por acción doméstica? Y el hogar, el verdadero hogar, ¿no ha de encontrarse lo mismo en la tienda del pastor errante que se planta al azar de los caminos? Y Antígona acompañó a su padre, ciego y errante, por los senderos del desierto, hasta que desapareció en Colono. ¡Pobre civilidad, fraternal, cainita, si no hubiera la domesticidad sororia!...
Va, pues, el fundamento de la civilidad, la domesticidad, de mano en mano, de hermanas, de tías. O de esposas de espíritu, castísimas, como aquella Abisag, la sunamita de que se nos habla en el capítulo I del libro I de los Reyes, aquella doncella que le llevaron al viejo rey David, ya cercano a su muerte, para que le mantuviese en la puesta de su vida, abrigándole y calentándole en la cama, mientras dormía. Y Abisag le sacrificó su maternidad, permaneció virgen por él —pues David no la conoció— y fue causa de que más luego Salomón, el hijo del pecado de David con la adúltera Betsabé, hiciese matar a Adonías, su hermanastro, hijo de David y de Hagit, porque pretendió para mujer a Abisag, la última reina con David, pensando así heredar a este su reino.
Pero a esta Abisag y a su suerte y a su sentido pensamos dedicar todo un libro que no será precisamente una novela. Ni una nivola.
Y ahora el lector que ha leído este prólogo —que no es necesario para inteligencia en lo que sigue— puede pasar a hacer conocimiento con la tía Tula, que si supo de santa Teresa y de Don Quijote, acaso no supo ni de Antígona la griega ni de Abisag la israelita.
En mi novela Abel Sánchez intenté escarbar en ciertos sótanos y escondrijos del corazón, en ciertas catacumbas del alma, adonde no gustan descender los más de los mortales. Creen que en esas catacumbas hay muertos, a los que lo mejor es no visitar, y esos muertos, sin embargo, nos gobiernan. Es la herencia de Caín. Y aquí, en esta novela, he intentado escarbar en otros sótanos y escondrijos. Y como no ha faltado quien me haya dicho que aquello era inhumano, no faltará quien me lo diga, aunque en otro sentido, de esto. Aquello pareció a alguien inhumano por viril, por fraternal; esto lo parecerá acaso por femenil, por sororio. Sin que quepa negar que el varón hereda feminidad de su madre y la mujer virilidad de su padre. ¿O es que el zángano no tiene algo de abeja y la abeja de zángano? O hay, si se quiere, abejos y zánganas.
Y nada más, que no debo hacer una novela sobre otra novela.
En Salamanca, ciudad, en el día de los Desposorios de Nuestra Señora del año de gracia milésimo novecentésimo y vigésimo.
I
Era a Rosa y no a su hermana Gertrudis, que siempre salía de casa con ella, a quien ceñían aquellas ansiosas miradas que les enderezaba Ramiro. O, por lo menos, así lo creían ambos, Ramiro y Rosa, al atraerse el uno al otro.
Formaban las dos hermanas, siempre juntas, aunque no por eso unidas siempre, una pareja al parecer indisoluble, y como un solo valor. Era la hermosura espléndida y algún tanto provocativa de Rosa, flor de carne que se abría a flor del cielo a toda luz y todo viento, la que llevaba de primera vez las miradas a la pareja; pero eran luego los ojos tenaces de Gertrudis los que sujetaban a los ojos que se habían fijado en ellos y los que a la par les ponían raya. Hubo quien al verlas pasar preparó algún chicoleo un poco más subido de tono; mas tuvo que contenerse al tropezar con el reproche de aquellos ojos de Gertrudis, que hablaban mudamente de seriedad. «Con esta pareja no se juega», parecía decir con sus miradas silenciosas.
Y bien miradas y de cerca aún despertaba más Gertrudis el ansia de goce. Mientras su hermana Rosa abría espléndidamente a todo viento y toda luz la flor de su encarnadura, ella era como un cofre cerrado y sellado en que se adivina un tesoro de ternuras y delicias secretas.
Pero Ramiro, que llevaba el alma toda a flor de los ojos, no creyó ver más que a Rosa, y a Rosa se dirigió desde luego.
—¿Sabes que me ha escrito? —le dijo esta a su hermana.
—Sí, vi la carta.
—¿Cómo? ¿Que la viste? ¿Es que me espías?
—¿Podía dejar de haberla visto? No, yo no espío nunca, ya lo sabes, y has dicho eso no más que por decirlo...
—Tienes razón, Tula; perdónamelo.
—Sí, una vez más, porque tú eres así. Yo no espío, pero tampoco oculto nunca nada. Vi la carta.
—Ya lo sé; ya lo sé...
—He visto la carta y la esperaba.
—Y bien, ¿qué te parece— de Ramiro?
—No le conozco.
—Pero no hace falta conocer a un hombre para decir lo que le parece a una de él.
—A mí, sí.
—Pero lo que se ve, lo que está a la vista...
—Ni de eso puedo juzgar sin conocerle.
—¿Es que no tienes ojos en la cara?
—Acaso no los tenga así ...; ya sabes que soy corta de vista.
—¡Pretextos! Pues mira, chica, es un guapo mozo.
—Así parece.
—Y simpático.
—Con que te lo sea a ti, basta.
—Pero ¿es que crees que le he dicho ya que sí?
—Sé que se lo dirás al cabo, y basta.
—No importa; hay que hacerle esperar y hasta rabiar un poco...
—¿Para qué?
—Hay que hacerse valer.
—Así no te haces valer, Rosa; y ese coqueteo es cosa muy fea.
—De modo que tú...
—A mí no se me ha dirigido.
—¿Y si se hubiera dirigido a ti?
—No sirve preguntar cosas sin sustancia.
—Pero tú, si a ti se te dirige, ¿qué le habrías contestado?
—Yo no he dicho que me parece un guapo mozo y que es simpático, y por eso me habría puesto a estudiarle...
—Y entretanto si iba a otra...
—Es lo más probable.
—Pues así, hija, ya puedes prepararte...
—Sí, a ser tía.
—¿Cómo tía?
—Tía de tus hijos, Rosa.
—¡Eh, qué cosas tienes! —y se quebró la voz.
—Vamos, Rosita, no te pongas así, y perdóname —le dijo dándole un beso.
—Pero si vuelves...
—¡No, no volveré!
—Y bien, ¿qué le digo?
—¡Dile que sí!
—Pero pensará que soy demasiado fácil...
—¡Entonces dile que no!
—Pero es que...
—Sí, que te parece un guapo mozo y simpático. Dile, pues, que sí y no andes con más coqueterías, que eso es feo. Dile que sí. Después de todo, no es fácil que se te presente mejor partido. Ramiro está muy bien, es hijo solo...
—Yo no he hablado de eso.
—Pero yo hablo de ello, Rosa, y es igual.
—¿Y no dirán, Tula, que tengo ganas de novio?
—Y dirán bien.
—¿Otra vez, Tula?
—Y ciento. Tienes ganas de novio y es natural que las tengas. ¿Para qué si no te hizo Dios tan guapa?
—¡Guasitas no! ,
—Ya sabes que yo no me guaseo. Parézcanos bien o mal, nuestra carrera es el matrimonio o el convento; tú no tienes vocación de monja; Dios te hizo para el mundo y el hogar..., vamos, para madre de familia... No vas a quedarte a vestir imágenes.
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