Dile, pues, que sí.
—¿Y tú?
—¿Cómo yo?
—Que tú, luego...
—A mí déjame.
Al día siguiente de estas palabras estaban ya en lo que se llaman relaciones amorosas Rosa y Ramiro.
Lo que empezó a cuajar la soledad de Gertrudis.
Vivían las dos hermanas, huérfanas de padre y madre desde muy niñas, con un tío materno, sacerdote, que no las mantenía, pues ellas disfrutaban de un pequeño patrimonio que les permitía sostenerse en la holgura de la modestia, pero les daba buenos consejos a la hora de comer, en la mesa, dejándolas, por lo demás, a la guía de su buen natural. Los buenos consejos eran consejos de libros, los mismos que le servían a don Primitivo para formar sus escasos sermones.
«Además —se decía a sí mismo con muy buen acierto don Primitivo—, ¿para qué me voy a meter en sus inclinaciones y sentimientos íntimos? Lo mejor es no hablarlas mucho de eso, que se les abre demasiado los ojos. Aunque... ¿abrirles? ¡Bah!, bien abiertos los tienen, sobre todo las mujeres. Nosotros los hombres no sabemos una palabra de esas cosas. Y los curas, menos. Todo lo que nos dicen los libros son pataratas. ¡Y luego, me mete un miedo esa Tulilla...! Delante de ella no me atrevo..., no me atrevo... ¡Tiene unas preguntas la mocita! Y cuando me mira tan seria, tan seria..., con esos ojazos tristes —los de mi hermana, los de mi madre. ¡Dios las tenga en su santa gloria!—. ¡Esos ojazos de luto que se le meten a uno en el corazón...! Muy serios, sí, pero riéndose con el rabillo. Parecen decirme: "¡No diga usted más bobadas, tío!" ¡El demonio de la chiquilla! ¡Todavía me acuerdo el día en que se empeñó en ir, con su hermana, a oírme aquel sermoncete; el rato que pasé, Jesús Santo! ¡Todo se me volvía apartar mis ojos de ella por no cortarme; pero nada, ella tirando de los míos! Lo mismo, lo mismito me pasaba con su santa madre, mi hermana, y con mi santa madre, Dios las tenga en su gloria. Jamás pude predicar a mis anchas delante de ellas, y por eso les tenía dicho que no fuesen a oírme. Madre iba, pero iba a hurtadillas, sin decírmelo, y se ponía detrás de la columna, donde yo no la viera, y luego no me decía nada de mi sermón. Y lo mismo hacía mi hermana. Pero yo sé lo que esta pensaba, aunque tan cristiana, lo sé. "¡Bobadas de hombres!" Y lo mismo piensa esta mocita, estoy de ello seguro. No, no, ¿delante de ella predicar? ¿Yo? ¿Darle consejos? Una vez se le escapó lo de ¡bobadas de hombres!, y no dirigiéndose a mí, no; pero yo le entiendo...»
El pobre señor tenía un profundísimo respeto, mezclado de admiración, por su sobrina Gertrudis. Tenía el sentimiento de que la sabiduría iba en su linaje por vía femenina, que su madre había sido la providencia inteligente de la casa en que se crió, que su hermana lo había sido en la suya, tan breve. Y en cuanto a su otra sobrina, a Rosa, le bastaba para protección y guía con su hermana. «Pero qué hermosa la ha hecho Dios, Dios sea alabado —se decía—; esta chica o hace un gran matrimonio, con quien ella quiera, o no tienen los mozos de hoy ojos en la cara.»
Y un día fue Gertrudis la que, después que Rosa se levantó de la mesa fingiendo sentirse algo indispuesta, al quedarse a solas con su tío, le dijo:
—Tengo que decirle a usted, tío, una cosa muy grave. —Muy grave..., muy grave... —y el pobre señor se azaró, creyendo observar que los rabillos de los ojazos tan serios de su sobrina reían maliciosamente.
—Sí, muy grave.
—Bueno, pues desembucha, hija, que aquí estamos los dos para tomar un consejo.
—El caso es que Rosa tiene ya novio.
—¿Y no es más que eso?
—Pero novio formal, ¿eh?, tío.
—Vamos, sí, para que yo los case.
—¡Naturalmente!
—Y a ti, ¿qué te parece de él?
—Aún no ha preguntado usted quién es...
—¿Y qué más da, si yo apenas conozco a nadie? A ti, ¿qué te parece de él?, contesta.
—Pues tampoco yo le conozco.
—Pero ¿no sabes quién es, tú?
—Sí, sé cómo se llama y de qué familia es y...
—¡Basta! ¿Qué te parece?
—Que es un buen partido para Rosa y que se querrán.
—Pero ¿es que no se quieren ya?
—Pero ¿cree usted, tío, que pueden empezar queriéndose?
—Pues así dicen, chiquilla, y hasta que eso viene como un rayo...
—Son decires, tío.
—Así será; basta que tú lo digas.
—Ramiro..., Ramiro Cuadrado...
—Pero ¿es el hijo de doña Venancia, la viuda? ¡Acabáramos! No hay más que hablar.
—A Ramiro, tío, se le ha metido Rosa por los ojos y cree estar enamorado de ella...
—Y lo estará, Tulilla, lo estará...
—Eso digo yo, tío, que lo estará. Porque como es hombre de vergüenza y de palabra, acabará por cobrar cariño a aquella con la que se ha comprometido ya. No le creo hombre de volver atrás.
—¿Y ella?
—¿Quién? ¿Mi hermana? A ella le pasará lo mismo.
—Sabes más que san Agustín, hija.
—Esto no se aprende, tío.
—¡Pues que se casen, los bendigo y sanseacabó!
—¡O sanseempezó! Pero hay que casarlos y pronto. Antes que él se vuelva...
—Pero ¿temes tú que él pueda volverse ...?
—Yo siempre temo de los hombres, tío.
—¿Y de las mujeres no?
—Esos temores deben quedar para los hombres. Pero sin ánimo de ofender al sexo... fuerte, ¿no se dice así?, le digo que la constancia, que la fortaleza está más bien de parte nuestra...
—Si todas fueran como tú, chiquilla, lo creería así, pero...
—¿Pero qué?
—¡Que tú eres exceptional, Tulilla!
—Le he oído a usted más de una vez, tío, que las excepciones confirman la regla.
—Vamos, que me aturdes... Pues bien, los casaremos, no sea que se vuelva él... o ella...
Por los ojos de Gertrudis pasó como la sombra de una nube de borrasca, y si se hubiera podido oír el silencio habríanse oído que en las bóvedas de los sótanos de su alma resonaba como un eco repetido y que va perdiéndose a lo lejos aquello de «o ella ...» .
II
Pero ¿qué le pasaba a Ramiro, en relaciones ya, y en relaciones formales, con Rosa, y poco menos que entrando en la casa? ¿Qué dilaciones y qué frialdades eran aquéllas?
—Mira, Tula, yo no le entiendo; cada vez le entiendo menos.
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