Parece que está siempre distraído y como si estuviese pensando en otra cosa —o en otra persona, ¡quién sabe!— o temiendo que alguien nos vaya a sorprender de pronto. Y cuando le tiro algún avance y le hablo, así como quien no quiere la cosa, del fin que deben tener nuestras relaciones, hace como que no oye y como si estuviera atendiendo a otra...
—Es porque le hablas como quien no quiere la cosa. Háblale como quien la quiere...
—¡Eso es, y que piense que tengo prisa por casarme!
—¡Pues que lo piense! ¿No es acaso así?
—Pero ¿crees tú, Tula, que yo estoy rabiando por casarme?
—¿Le quieres?
—Eso nada tiene que ver...
—¿Le quieres, di?
—Pues mira...
—¡Pues mira, no! ¿Le quieres? ¡Sí o no!
Rosa bajó la frente con los ojos, arrebolóse toda y llorándole la voz tartamudeó:
—Tienes unas cosas, Tula; ¡pareces un confesor!
Gertrudis tomó la mano de su hermana, con otra le hizo levantar la frente, le clavó los ojos en los ojos y le dijo:
—Vivimos solas, hermana...
—¿Y el tío?
—Vivimos solas, te he dicho. Las mujeres vivimos siempre solas. El pobre tío es un santo, pero un santo de libro, y aunque cura, al fin y al cabo hombre.
—Pero confiesa...
—Acaso por eso sabe menos. Además, se le olvida. Y así debe ser. Vivimos solas, te he dicho. Y ahora lo que debes hacer es confesarte aquí, pero confesarte a ti misma. ¿Le quieres?, repito.
La pobre Rosa se echó a llorar.
—¿Le quieres? —sonó la voz implacable.
Y Rosa llegó a fingirse que aquella pregunta, en una voz pastosa y solemne y que parecía venir de las lontananzas de la vida común de la pureza, era su propia voz, era acaso la de su madre común.
—Sí, creo que le querré... mucho..., mucho... —exclamó en voz baja y sollozando.
—¡Sí, le querrás mucho y él te querrá más aún!
—¿Y cómo lo sabes?
—Yo sé que te querrá.
—Entonces, ¿por qué está distraído?, ¿por qué rehúye el que abordemos lo del casorio?
—¡Yo le hablaré de eso, Rosa, déjalo de mi cuenta!
—¿Tú?
—¡Yo, sí! ¿Tiene algo de extraño?
—Pero...
—A mí no puede cohibirme el temor que a ti te cohíbe.
—Pero dirá que rabio por casarme.
—¡No, no dirá eso! Dirá, si quiere, que es a mí a quien me conviene que tú te cases para facilitar así el que se me pretenda o para quedarme a mandar aquí sola; y las dos cosas son, como sabes, dos disparates. Dirá lo que quiera, pero yo me las arreglaré.
Rosa cayó en brazos de su hermana, que le dijo al oído:
—Y luego, tienes que quererle mucho, ¿eh?
—¿Y por qué me dices tú eso, Tula?
—Porque es tu deber.
Y al otro día, al ir Ramiro a visitar a su novia, encontróse con la otra, con la hermana. Demudósele el semblante y se le vio vacilar. La seriedad de aquellos serenos ojazos de luto le concentró la sangre toda en el corazón.
—¿Y Rosa? —preguntó sin oírse.
—Rosa ha salido y soy yo quien tengo ahora que hablarte.
—¿Tú? —dijo con labios que le temblaban.
—¡Sí, yo!
—¡Grave te pones, chica! —y se esforzó en reírse.
—Nací con esa gravedad encima, dicen. El tío asegura que la heredé de mi madre, su hermana, y de mi abuela, su madre. No lo sé, ni me importa. Lo que sí sé es que me gustan las cosas sencillas y derechas y sin engaño.
—¿Por qué lo dices, Tula?
—¿Y por qué rehúyes hablar de vuestro casamiento a mi hermana? Vamos, dímelo, ¿por qué?
El pobre mozo inclinó la frente arrebolada de vergüenza. Sentíase herido por un golpe inesperado.
—Tú le pediste relaciones con buen fin, como dicen los inocentes.
—¡Tula!
—¡Nada de Tula! Tú te pusiste con ella en relaciones para hacerla tu mujer y madre de tus hijos...
—¡Pero qué de prisa vas...! —y volvió a esforzarse en reírse.
—Es que hay que ir de prisa, porque la vida es corta.
—¡La vida es corta!, ¡y lo dice a los veintidós años!
—Más corta aún. Pues bien, ¿piensas casarte con Rosa, sí o no?
—¡Pues qué duda cabe! —y al decirlo le temblaba el cuerpo todo.
—Pues si piensas casarte con ella, ¿por qué diferirlo así?
—Somos aún jóvenes...
—¡Mejor!
—Tenemos que probarnos...
—¿Qué, qué es eso?, ¿qué es eso de probaros? ¿Crees que la conocerás mejor dentro de un año? Peor, mucho peor...
—Y si luego...
—¡No pensaste en eso al pedir la entrada aquí!
—Pero, Tula...
—¡Nada de Tula! ¿La quieres, sí o no?
—¿Puedes dudarlo, Tula?
—¡Te he dicho que nada de Tula! ¿La quieres?
—¡Claro que la quiero!
—Pues la querrás más todavía. Será una buena mujer para ti. Haréis un buen matrimonio.
—Y con tu consejo...
—Nada de consejo. ¡Yo haré una buena tía, y basta!
Ramiro pareció luchar un breve rato consigo mismo y como si buscase algo, y al cabo, con un gesto de desesperada resolución, exclamó:
—¡Pues bien, Gertrudis, quiero decirte toda la verdad!
—No tienes que decirme más verdad —le atajó severamente—; me has dicho que quieres a Rosa y que estás resuelto a casarte con ella; todo lo demás de la verdad es a ella a quien se la tienes que decir luego que os caséis.
—Pero hay cosas...
—No, no hay cosas que no se deban decir a la mujer...
—¡Pero, Tula!
—Nada de Tula, te he dicho. Si la quieres, a casarte con ella, y si no la quieres, estás de más en esta casa.
Estas palabras le brotaron de los labios fríos y mientras se le paraba el corazón. Siguió a ellas un silencio de hielo, y durante él la sangre, antes represada y ahora suelta, le encendió la cara a la hermana. Y entonces, en el silencio agorero, podía oírsele el galope trepidante del corazón.
Al siguiente día se fijaba el de la boda.
III
Don Primitivo autorizó y bendijo la boda de Ramiro con Rosa. Y nadie estuvo en ella más alegre que lo estuvo Gertrudis. A tal punto, que su alegría sorprendió a cuantos la conocían, sin que faltara quien creyese que tenía muy poco de natural.
Fuéronse a su casa los recién casados, y Rosa reclamaba a ella de continuo la presencia de su hermana. Gertrudis le replicaba que a los novios les convenía soledad.
—Pero si es al contrario, hija, si nunca he sentido más tu falta; ahora es cuando comprendo lo que te quería.
Y poníase a abrazarla y besuquearla.
—Sí, sí —le replicaba Gertrudis sonriendo gravemente—; vuestra felicidad necesita de testigos; se os acrecienta la dicha sabiendo que otros se dan cuenta de ella.
Íbase, pues, de cuando en cuando a hacerles compañía; a comer con ellos alguna vez. Su hermana le hacía las más ostentosas demostraciones de cariño, y luego a su marido que, por su parte, aparecía como avergonzado ante su cuñada.
—Mira —llegó a decirle una vez Gertrudis a su hermana ante aquellas señales—, no te pongas así, tan babosa.
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