Ella era quien desnudaba y vestía y cuidaba al niño hasta que su madre pudiera hacerlo.

La cual se repuso muy pronto y su hermosura se redondeó más. A la vez extremó sus ternuras para con su marido y aun llegó a culparle de que se le mostraba esquivo.

—Temí por tu vida —le dijo su marido— y estaba aterrado. Aterrado y desesperado y lleno de remordimiento.

—Remordimiento, ¿por qué?

—¡Si llegas a morirte me pego un tiro!

—¡Quia!, ¿a qué? «Cosas de hombres», que diría Tula. Pero eso ya pasó y ya sé lo que es.

—¿Y no has quedado escarmentada, Rosa?

—¿Escarmentada? —y cogiendo a su marido, echándole los brazos al cuello, apechugándole fuertemente a sí, le dijo al oído con un aliento que se lo quemaba: ¡A otra, Ramiro, a otra! ¡Ahora sí que te quiero! ¡Y aunque me mates!

Gertrudis en tanto arrullaba al niño, celosa de que no se percatase —¡inocente!— de los ardores de sus padres.

Era como una preocupación en la tía de ir sustrayendo al niño, ya desde su más tierna edad de inconsciencia, de conocer, ni en las más leves y remotas señales, el amor de que había brotado. Colgóle al cuello, desde luego, una medalla de la Santísima Virgen, de la Virgen Madre, con su Niño en brazos.

Con frecuencia, cuando veía que su hermana, la madre, se impacientaba en acallar al niño o al envolverlo en sus pañales, le decía:

—Dámelo, Rosa, dámelo, y vete a entretener a tu marido.

—Pero, Tula...

—Sí, tú tienes que atender a los dos y yo sólo a este.

—Tienes, Tula, una manera de decir las cosas...

—No seas niña, ¡ea!, que eres ya toda una señora mamá. Y da gracias a Dios que podamos así repartirnos el trabajo.

—Tula... Tula...

—Ramiro... Ramiro... Rosa.

La madre se amoscaba, pero iba a su marido.

Y así pasaba el tiempo y llegó otra cría, una niña.

V

A poco de nacer la niña encontraron un día muerto al bueno de don Primitivo. Gertrudis le amortajó después de haberle lavado —quería que fuese limpio a la tumba con el mismo esmero con que había envuelto en pañales a sus sobrinos recién nacidos. Y a solas en el cuarto con el cuerpo del buen anciano, le lloró como no se creyera capaz de hacerlo. «Nunca habría creído que le quisiese tanto —se dijo—; era un bendito; de poco llega a hacerme creer que soy un pozo de prudencia; ¡era sencillo!»

—Fue nuestro padre —le dijo a su hermana— y jamás le oímos una palabra más alta que otra.

—¡Claro! —exclamó Rosa—; como que siempre nos dejó hacer nuestra santísima voluntad.

—Porque sabía, Rosa, que su sola presencia santificaba nuestra voluntad. Fue nuestro padre; él nos educó. Y para educarnos le bastó la transparencia de su vida, tan sencilla, tan clara...

—Es verdad, sí —dijo Rosa con los ojos henchidos de lágrimas—; como sencillo no he conocido otro.

—Nos habría sido imposible, hermana, habernos criado en un hogar más limpio que este.

—¿Qué quieres decir con eso, Tula?

—Él nos llenó la vida casi silenciosamente, casi sin decimos palabra, con el culto de la Santísima Virgen Madre y con el culto también de nuestra madre, su hermana, y de nuestra abuela, su madre. ¿Te acuerdas cuando por las noches nos hacía rezar el rosario, cómo le cambiaba la voz al llegar a aquel padrenuestro y avemaría por el eterno descanso del alma de nuestra madre, y luego aquellos otros por el de su madre, nuestra abuela, a las que no conocimos? En aquel rosario nos daba madre y en aquel rosario te enseñó a serlo.

—¡Y a ti, Tula, a ti! —exclamó entre sollozòs Rosa.

—¿A mí?

—¡A ti, sí, a ti! ¿Quién, si no, es la verdadera madre de mis hijos?

—Deja ahora eso. Y ahí le tienes, un santo silencioso. Me han dicho que las pobres beatas lloraban algunas veces al oírle predicar sin percibir ni una sola de sus palabras. Y lo comprendo. Su voz sola era un consejo de serenidad amorosa. ¡Y ahora, Rosa, el rosario!

Arrodilláronse las dos hermanas al pie del lecho mortuorio de su tío y rezaron el mismo rosario que con él habían rezado durante tantos años, con dos padrenuestros y avemarías por el eterno descanso de las almas de su madre y de la del que yacía allí muerto, a que añadieron otro padrenuestro y otra avemaría por el alma del recién bienaventurado. Y las lenguas de manso y dulce fuego de los dos cirios que ardían a un lado y otro del cadáver, haciendo brillar su frente, tan blanca como la cera de ellos, parecían, vibrando al compás del rezo, acompañar en sus oraciones a las dos hermanas. Una paz entrañable irradiaba de aquella muerte. Levantáronse del suelo las dos hermanas, la pareja; besaron, primero Gertrudis y Rosa después, la frente cérea del anciano y abrazáronse luego con los ojos ya enjutos.

—Y ahora —le dijo Gertrudis a su hermana al oído— a querer mucho a tu marido, a hacerle dichoso y... ¡a darnos muchos hijos!

—Y ahora —le respondió Rosa— te vendrás a vivir con nosotros, por supuesto.

—¡No, eso no! —exclamó súbitamente la otra.

—¿Cómo que no? Y lo dices de un modo...

—Sí, sí, hermana; perdóname la viveza, perdónamela, ¿me la perdonas? —e hizo mención, ante el cadáver, de volver a arrodillarse.

—Vaya, no te pongas así, Tula, que no es para tanto. Tienes unos prontos...

—Es verdad, pero me los perdonas, ¿no es verdad, Rosa?, me los perdonas.

—Eso ni se pregunta. Pero te vendrás con nosotros...

—No insistas, Rosa, no insistas...

—¿Qué? ¿No te vendrás? Dejarás a tus sobrinos, más bien tus hijos casi...

—Pero si no los he dejado un día...

—¿Te vendrás?

—Lo pensaré, Rosa, lo pensaré...

—Bueno, pues no insisto.

Pero a los pocos días insistió, y Gertrudis se defendía.

—No, no; no quiero estorbaros...

—¿Estorbamos? ¿Qué dices, Tula?

—Los casados casa quieren.

—¿Y no puede ser la tuya también?

—No, no; aunque tú no lo creas, yo os quitaría libertad. ¿No es así, Ramiro?

—No..., no veo... —balbuceó el marido, confuso, como casi siempre le ocurría ante la inesperada interpelación de su cuñada.

—Sí, Rosa; tu marido, aunque no lo dice, comprende que un matrimonio, y más un matrimonio joven como vosotros y en plena producción, necesita estar solo. Yo, la tía, vendré a mis horas a ir enseñando a vuestros hijos todo aquello en que no podáis ocuparos.

Y allá seguía yendo, a las veces desde muy temprano, encontrándose con el niño ya levantado, pero no así sus padres. «Cuando digo que hago yo aquí falta», se decía.

VI

Venía ya el tercer hijo al matrimonio.