Rosa empezaba a quejarse de su fecundidad. «Vamos a cargamos de hijos», decía. A lo que su hermana: « ¿Pues para qué os habéis casado?»
El embarazo fue molestísimo para la madre y tenía que descuidar más que antes a sus otros hijos, que así quedaban al cuidado de su tía, encantada de que se los dejasen. Y hasta consiguió llevárselos más de un día a su casa, a su solitario hogar de soltera, donde vivía con la vieja criada que fue de don Primitivo, y donde los retenía. Y los pequeñuelos se apegaban con ciego cariño a aquella mujer severa y grave.
Ramiro, malhumorado antes en los últimos meses de los embarazos de su mujer, malhumor que desasosegaba a Gertrudis, ahora lo estaba más.
—¡Qué pesado y molesto es esto! —decía.
—¿Para ti? —le preguntaba su cuñada sin levantar los ojos del sobrino o sobrina que de seguro tenía en el regazo.
—Para mí, sí. Vivo en perpetuo sobresalto, temiéndolo todo.
—¡Bah! No será al fin nada. La Naturaleza es sabia.
—Pero tantas veces va el cántaro a la fuente...
—¡Ay, hijo, todo tiene sus riesgos y todo estado sus contrariedades!
Ramiro se sobrecogía al oírse llamar hijo por su cuñada, que rehuía darle su nombre, mientras él, en cambio, se complacía en llamarla por el familiar Tula.
—¡Qué bien has hecho en no casarte, Tula!
—¿De veras? —y levantando los ojos se los clavó en los suyos.
—De veras, sí. Todo son trabajos y aun peligros...
—¿Y sabes tú acaso si no me he de casar todavía?
—Claro. ¡Lo que es por la edad!
—¿Pues por qué ha de quedar?
—Como no te veo con afición a ello...
—¿Afición a casarse? ¿Qué es eso?
—Bueno; es que...
—Es que no me ves buscar novio, ¿no es eso?
—No, no es eso.
—Sí, eso es.
—Si tú los aceptaras, de seguro que no te habrían faltado...
—Pero yo no puedo buscarlos. No soy hombre, y la mujer tiene que esperar y ser elegida. Y yo, la verdad, me gusta elegir, pero no ser elegida.
—¿Qué es eso de que estáis hablando? —dijo Rosa acercándose y dejándose caer abatida en un sillón.
—Nada; discreteos de tu marido sobre las ventajas e inconvenientes del matrimonio.
—¡No hables de eso, Ramiro! Vosotros los hombres apenas sabéis de eso. Somos nosotras las que nos casamos, no vosotros.
—¡Pero, mujer!
—Anda, ven, sosténme, que apenas puedo tenerme en pie. Voy a echarme. Adiós, Tula. Ahí te los dejo.
Acercóse a ella su marido; le tomó del brazo con sus dos manos y se incorporó y levantó trabajosamente; luego, tendiéndole un brazo por el hombro, doblando su cabeza hasta casi darle en este con ella y cogiéndole con la otra mano, con la diestra de su diestra, se fue lentamente así apoyada en él y gimoteando. Gertrudis, teniendo a cada uno de sus sobrinos en sus rodillas, se quedó mirando la marcha trabajosa de su hermana, colgada de su marido como una enredadera de su rodrigón. Llenáronsele los grandes ojazos, aquellos ojos de luto, serenamente graves, gravemente serenos, de lágrimas, y apretando a su seno a los dos pequeños, apretó sus mejillas a cada una de las de ellos. Y el pequeñito, Ramirín, al ver llorar a su tía, la tita Tula, se echó a llorar también.
—Vamos, no llores; vamos a jugar.
De este tercer parto quedó quebrantadísima Rosa.
—Tengo malos presentimientos, Tula.
—No hagas caso de agüeros.
—No es agüero; es que siento que se me va la vida; he quedado sin sangre.
—Ella volverá.
—Por de pronto, ya no puedo criar este niño. Y eso de las amas, Tula, ¡eso me aterra!
Y así era, en verdad. En pocos días cambiaron tres. El padre estaba furioso y hablaba de tratarlas a latigazos. Y la madre decaía.
—¡Esto se va! —pronunció un día el médico.
Ramiro vagaba por la casa como atontado, presa de extraños remordimientos y de furias súbitas. Una tarde llegó a decir a su cuñada:
—Pero es que esta Rosa no hace nada por vivir; se le ha metido en la cabeza que tiene que morirse y ¡es claro!, se morirá. ¿Por qué no le animas y le convences a que viva?
—Eso tú, hijo; tú, su marido. Si tú no le infundes apetito de vivir, ¿quién va a infundírselo? Porque sí, no es lo peor lo débil y exangüe que está; lo peor es que no piensa sino en morirse. Ya ves, hasta los chicos la cansan pronto. Y apenas si pregunta por las cosas del alma.
Y era que la pobre Rosa vivía como en sueños, en un constante mareo, viéndolo todo como a través de una niebla.
Una tarde llamó a solas a su hermana y en frases entrecortadas, con un hilito de voz febril, le dijo cogiéndole la mano:
—Mira, Tula, yo me muero y me muero sin remedio. Ahí te dejo mis hijos, los pedazos de mi corazón, y ahí te dejo a Ramiro, que es como otro hijo. Créeme que es otro niño, un niño grande y antojadizo, pero bueno, más bueno que el pan. No me ha dado ni un solo disgusto.
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