Puede creer que teniendo la reina tiene en la mano el alma y los destinos de la colmena. Según como la emplee, según como la maneje, por decirlo así, provoca, por ejemplo, y multiplica o reduce el enjambrazón, reúne o divide las colonias, dirige la emigración de los reinos. No es menos cierto que la reina no constituye, en el fondo, nada más que una especie de viviente símbolo que, como todos los símbolos, representa un principio menos visible y más vasto, que es bueno que el apicultor tenga en cuenta si no quiere exponerse a más de un percance. Por lo demás, las abejas no se engañan y no pierden de vista, a través de su reina visible y efímera, su verdadera soberana inmaterial y permanente, que es su idea fija. Que, esa idea sea consciente o no, sólo importa si queremos admirar más, especialmente a las abejas que la tienen o a la Naturaleza que la ha puesto en ellas. En cualquier punto que se encuentre, sea en esos débiles cuerpecillos, sea en el gran cuerpo incognoscible, la idea es digna de atención. Y, para decirlo de paso, si nos cuidáramos de no subordinar nuestra admiración a tantas circunstancias de lugar y de origen, no perderíamos tan a menudo, la oportunidad de abrir los ojos con asombro, y nada es más benéfico que abriremos así.
XXI
Se dirá que estas son conjeturas muy aventuradas y demasiado humanas, que las abejas no tienen probablemente idea alguna de ese género, y que la noción del porvenir, del amor de la raza, y tantos otros que les atribuimos, no son en el fondo sino las formas que adopta para ellas la necesidad de vivir, el temor al sufrimiento y a la, muerte y el atractivo del placer. Convengo en ello; todo esto no es, si se quiere, más que, una manera de hablar, y poca, importancia le doy. Lo único cierto en todo esto, como es lo único cierto en cuanto sabemos, es que se ha comprobado que en tal o cual circunstancia, las abejas se conducen con su reina de tal o cual manera. El resto es un misterio, y a su alrededor sólo pueden hacerse conjeturas más o menos agradables, más o menos ingeniosas. Pero si habláramos de los hombres como sería indudablemente más cuerdo hablar de las abejas, ¿tendríamos derecho de decir mucho más?
Nosotros también obedecernos solamente a las necesidades, al atractivo del placer o al horror al sufrimiento; lo que llamamos nuestra inteligencia tiene el mismo origen y la misma misión que lo que llamamos el instinto en los animales.
Realizamos ciertos actos, cuyos resultados creemos conocer, soportamos otros cuyas causas nos alabamos de penetrar más que ellos; pero fuera de que esta suposición no descansa sobre nada inquebrantable, esos actos son mínimos y escasos, comparados con la enorme multitud de los demás, y todos, tanto los mejor conocidos cuanto los más ignorados, los más pequeños cuanto los más grandiosos, los más inmediatos cuanto los más lejanos se realizan en una noche profunda, en la que es probable que seamos casi tan ciegos como las abejas.
XXII
«Se convendrá, dice Buffon, que tienen las abejas una mala voluntad bastante divertida,– se convendrá en que si se toman esas moscas una por una, tienen menos inteligencia que el perro, el mono y la mayoría de los animales; Se convendrá en que son menos dóciles, menos cariñosas, en que tienen menos sentimientos, en una palabra, menos cualidades relativas a las nuestras; así, pues, se debe convenir también en que su inteligencia aparente sólo procede de su multitud reunida; sin embargo, esa misma reunión no supone inteligencia alguna, porque, no se reúnen con miras morales y porque se encuentran juntas sin su consentimiento. Esa sociedad no es, por consiguiente, más que una aglomeración física, ordenada por la Naturaleza e independiente de todo conocimiento, de todo raciocinio. La abeja madre produce diez mil individuos a la vez en el mismo sitio; esos diez mil individuos, aunque fueran diez veces más estúpidos de lo que supongo, se verían obligados, aunque sólo fuera para continuar existiendo a componérselas de algún modo; como tanto los unos como los otros, obran con fuerzas iguales, aunque hayan comenzado por perjudicarse, a fuerza de perjudicarse llegarán pronto a perjudicarse lo»menos posible, es decir a ayudarse; parecerán, pues, entenderse y concurrir al mismo fin; el observador les atribuirá pronto las visitas, y el talento que les falta, querrá dar razón de cada una de sus acciones, cada movimiento suyo tendrá bien pronto su motivo, y de ahí saldrán maravillas o innumerables monstruos de raciocinio; porque esos diez mil individuos, producidos de una vez, y que habitaron juntos, que se han metamorfoseado todos casi al mismo tiempo, no pueden dejar todos de hacer la misma cosa, y por poco sentimiento que tengan, adquirir las costumbres comunes, arreglares, hallarse bien juntos, ocuparse de su morada, volver a ella después de haberse alejado, etc., y de ahí la arquitectura, la geometría, el orden, la previsión, el amor a la patria, la república en una, palabra, todo fundado, como se ve, en la admiración del observador.» He ahí una manera completamente contraria de explicar nuestras abejas. A primera vista podría parecer la más natural; pero ¿no sería, en el fondo, por la sencillísima razón de que no explica casi nada? Paso por alto los errores materiales de esa página; pero acomodarse de ese modo, perjudicándose lo menos posible, a las necesidades de la vida común, ¿no supone acaso, cierta inteligencia que parecerá más notable cuando, se examine de más cerca cómo tratan «esos diez mil individuos» de no perjudicarse y cómo logran prestarse ayuda? También, ¿no es esa nuestra propia historia? y ¿qué dice el viejo naturalista irritado que no se aplique exactamente a todas nuestras sociedades humanas? Nuestra sabiduría, nuestra, virtudes, nuestra política, agrios frutos de la necesidad, dorados por la imaginación, no tienen otro objeto que el de utilizar nuestro egoísmo, y encaminar hacia el bien común la, actividad naturalmente perjudicial de cada individuo. Y luego, una vez más, si se quiere que las abejas no tengan ninguna de las ideas, ninguno de los sentimientos que les atribuimos, ¿qué nos importa el origen de nuestro asombro? Si se cree que es imprudente admirar las abejas, admiraremos la Naturaleza, y siempre llegará un momento en que ya no sea posible arrancarnos nuestra admiración, y nada perderemos por haber retrocedido y aguardado.
XXIII
Sea, lo que sea, y para no abandonar nuestra conjetura que tiene por lo menos la ventaja de relacionar en nuestro espíritu ciertos actos que están evidentemente ligados en la realidad, las abejas adoran mucho más en su reina el porvenir infinito de la raza que a la, reina misma. Las abejas no tienen nada de sentimentales, y cuando una de ellas vuelve del trabajo tan gravemente herida que la juzgan incapaz de seguir prestando servicios, la expulsan sin piedad de la colmena. Y sin embargo, no puede decirse que sean incapaces de sentir una especie de cariño personal hacia la madre. La reconocen entre todas las demás: aun cuando esté vieja, miserable, estropeada, la guardia de la puerta no permitirá jamás que una reina, desconocida, por joven, por bella ' por fecunda que, parezca, penetre en la colmena. Verdad que, ese es uno de los principios fundamentales, de, su policía, al que sólo se falta a veces, en épocas de gran cosecha de miel, en favor de alguna obrera extraña bien cargada de víveres.
Cuando la reina ha quedado completamente estéril, las abejas la reemplazan criando cierto número de princesas reales. Pero ¿qué hacen de la vieja soberana? No se sabe, pero los criadores de abejas han sólido encontrar en los panales de la colmena, una reina magnífica y en la flor de la edad, y allá en el fondo, en un cuartujo obscuro, la antigua maestra, como también se, la llama, flaca y baldada. Parece que en esos casos, las abejas han tenido que, protegerla hasta el fin contra el odio de su vigorosa rival que sólo sueña en su muerte, porque las reinas sienten entre sí un horror invencible que las ha-ce precipitarse la una sobre la otra apenas se ha-llan dos bajo el mismo techo. Fácilmente se creería que, aseguran de ese modo a la más vieja una especie de retiro humilde y tranquilo, para que acabe sus días en un rincón olvidado de la ciudad. Tocamos aquí, de nuevo, en uno de los mil enigmas del reino de la cera, y tenemos oportunidad de comprobar una vez más, que la política y las costumbres de las abejas no son en manera, alguna
fatales, y estrechas, y obedecen a muchos móviles más complicados que los que creemos conocer.
XXIV
Pero los hombres turbamos a cada instante las leyes de la Naturaleza, que deben parecerlas más inquebrantables. Todos los días las ponemos en la misma situación en que nos encontraríamos si alguien suprimiese bruscamente en torno nuestro las leyes de la gravedad, del espacio, de la luz o de la muerte. ¿Qué harán, pues si introducimos fraudulentamente, una segunda reina en la, ciudad? En el estado natural, y gracias a las cantinelas de la entrada, este caso no se les ha presentado jamás desde que, vinieron al mundo. Pero no por eso se aturden, y saben conciliar lo mejor posible, en tan prodigiosa coyuntura, dos principios que respetan como órdenes divinas. El primero es el de la maternidad única, que, no se tuerce jamás, fuera del caso (y como excepción exclusiva para ese caso) de esterilidad de la soberana reinante. El segundo es más curioso aún, pero si bien no puede ser conculcado, permite que se le orille judaicamente, por decirlo así. Ese principio es el que reviste, de una especie de inviolabilidad a toda reina, cualquiera que ella sea. Será fácil para las abejas traspasar a la intrusa con mil dardos emponzoñados; perecería inmediatamente, y ya sólo tendrían que arrastrar su cadáver fuera de la colmena.
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