Pero, aunque tengan el aguijón siempre pronto, aunque se sirvan de él a cada instante, para combatir entre sí, para matar los machos, los enemigos o los Parásitos, jamás lo sacan contra una reina, del mismo modo que las reinas, no desnudan jamás el suyo contra el hombre, ni contra los animales, ni contra una abeja común; y su arma regia, que en lugar de ser recta como la de las obreras, es encorvada como una cimitarra, no se desenvaina sino cuando se trata de combatir con una igual, es decir, con una reina.
Como, verosímilmente, ninguna abeja se atreve a asumir el horror de un regicidio directo y sangriento, en todas las circunstancias en que importa orden y a la prosperidad de la república que, una reina perezca, se esfuerzan por dar al asesinato la, apariencia de la muerte natural; subdividen el crimen hasta lo infinito, de modo que se convierte en crimen anónimo. «Empaquetan» entonces, a la soberana extranjera, para usar la expresión técnica de los apicultores, lo que significa, que la envuelven por completo con sus cuerpos innumerables y entrelazados. Forman de ese modo una especie de cárcel viviente, en que la cautiva no se puede mover, y que mantienen en torno suyo durante veinticuatro horas si es necesario, hasta que muere de hambre o sofocada.
Si la reina legitima se acerca en ese momento y olfateando una rival, parece dispuesta a atacarla, las móviles paredes de la, cárcel se abrirán al punto ante ella. Las abejas formarán círculo en rededor de ambas enemigas, y atentas pero imparciales, sin tomar parte en él, asistirán al combate singular, porque sólo una madre puede, sacar el aguijón contra, otra madre, sólo la que lleva en el vientre cerca de un millón de vidas parece tener derecho de dar de un sólo golpe cerca de un millón de muertes.
Pero si el choque, se prolonga sin resultado, si los dos encorvados aguijones resbalan inútilmente sobre las pesadas corazas de quitina, la reina que haga ademán de huir, tanto la legítima como la extraña, será tomada, detenida y cubierta por la palpitante, cárcel, hasta que manifieste la intención de volver á, la lucha. Bueno es agregar que en los numerosos experimentos que se han hecho sobre este punto, se ha visto casi invariablemente que la soberana reinante ha quedado con la victoria, sea que, sintiéndose en su casa, en medio de los suyos, tenga más audacia y ardor que la otra, sea que las abejas, si bien imparciales en el momento del combate, lo sean menos en la manera de encarcelar a las rivales, porque ese encarcelamiento no parece perjudicar a la madre, mientras que la extraña sale de él siempre, visiblemente estropeada y lánguida.
XXV
Un experimento fácil demuestra, mejor que cualquier otro que las abejas reconocen a su reina y sienten hacia ella verdadero cariño. Sacad la reina de una colmena, y bien pronto veréis producirse todos los fenómenos de angustia y desesperación que he descripto, en el capítulo anterior. Devolvédsela, pocas horas después, y todas sus hijas correrán a su encuentro, ofreciéndole miel. Las unas formarán calle, a su paso; las otras, poniéndose cabeza abajo y abdomen arriba, trazarán ante ella grandes semicírculos inmóviles pero sonoros, en los que, cantan sin duda el himno del regreso, diríase, que demostrando de acuerdo con sus ritos regios, el respeto solemne o la felicidad suprema.
Pero no esperéis engañarlas substituyendo la reina legítima con una madre extraña. Apenas haya dado ésta algunos pasos en la plaza, las obreras indignadas acudirán de todas parte. Será inmediatamente, cogida, envuelta y mantenida en la terrible cárcel tumultuosa cuyos muros obstinados irán relevándose, por decirlo así, hasta que muera, pues en este caso particular nunca ocurre que una reina salga viva.
También una de las grandes, dificultades de la apicultura es la introducción y el reemplazo de, las reinas. Es curioso ver a qué diplomacia, a qué complicados ardides tiene que recurrir el hombre para imponer su voluntad y engañar a esos insectillos tan perspicaces, pero siempre de buena fe, que aceptan con un valor conmovedor los, acontecimientos más inesperados, y no ven en ellos, aparentemente, más que un capricho nuevo pero fatal de, la Naturaleza. En suma, en toda esa diplomacia, y en el desorden desesperante que muy a menudo producen esos aventurados ardides, el hombre cuenta siempre, casi empíricamente, con el admirable sentido práctico de las abejas, con el tesoro inagotable de sus leyes y de sus costumbres maravillosas, con su amor al orden, a la, paz, al bien público, con su fidelidad al porvenir, con la firmeza tan hábil y el desinterés tan serio de su carácter, y, sobre todo, con una constancia para cumplir con sus deberes, que nada, logra cansar. Pero e1 detalle de esos procedimientos pertenece a los tratados de apicultura propiamente dicha, y nos llevarían demasiado lejos.[4]
XXVI
En cuanto al afecto personal de que hablábamos, y para terminar con ese punto, si bien es probable que exista, es también seguro que la memoria de la abeja es corta, y si pretendéis reponer en su reino a una madre, desterrada durante algunos días, sus enfurecidas hijas, la recibirán de tal modo que será necesario apresurarse, a arrancarla del encarcelamiento mortal, castigo de las reinas desconocidas. Es que han tenido tiempo de transformar en celdas, reales una decena de habitaciones obreras, y el porvenir de la raza no corre ya, peligro alguno. Su cariño crece o disminuye, según represente o no la reina ese porvenir, Así, frecuentemente se ve cuando la reina virgen realiza la peligrosa ceremonia, del «vuelo nupcial,» que sus vasallas, temerosísimas de perderla, la acompañan en su trágica y lejana recuesta del amor, de que hablaré en seguida, cosa que no hacen nunca cuando se ha cuidado de darles un fragmento de panal con celdas de huevecillos, en las que hallan la esperanza de criar otras madres. El cariño puede, también, convertirse en furor y en odio, si la soberana no cumple todos sus deberes hacia la divinidad abstracta que llamaríamos la sociedad futura y que conciben más vivamente que nosotros. Ha, sucedido, por ejemplo, que los apicultores impidieran, por diversas razones, que la reina se reuniera al enjambre, reteniéndola en la colmena por medio de un enrejado por cuyas finas mallas podían pasar sin sospecha las delgadas y ágiles obreras, pero que' no lograba franquear la pobre esclava del amor, notablemente más pesada y corpulenta que sus, hijas. A la primera salida y notando que, la reina no las había seguido, las abejas volvían a la colmena, y reñían, empujaban y maltrataban de una manera muy manifiesta a la infeliz prisionera, a quien acusaban sin duda de pereza o suponían algo débil de razón. A la, segunda salida, su mala voluntad parecía evidente, la cólera aumentaba y las heridas se hacían más graves. Por fin, a la, tercera, juzgándola, irremediablemente infiel a su destino y al porvenir de la raza, casi siempre la condenaban y la mataban en la cárcel real.
XXVII
Como se ve, todo está subordinado a ese porvenir con una previsión, un acuerdo, una inflexibilidad, una habilidad para interpretar las circunstancias y sacar partido de, ellas, que confunden de, admiración cuando se tiene en cuenta, todo lo imprevisto, todo lo sobrenatural que nuestra reciente, intervención siembra sin cesar en sus moradas. Quizá se diga que en el último caso interpretan muy mal la impotencia de la reina para seguirlas. ¿Seriamos mucho más perspicaces nosotros, si una inteligencia, de orden diferente y servida, por un cuerpo tan colosal que sus movimientos son casi tan inapreciables como los de un fenómeno natural, se entretuviera en tendernos lazos de esa especie? ¿No hemos empleado algunos miles de años para inventar una interpretación suficientemente plausible del rayo? Toda inteligencia, se ve, atacada de lentitud cuando sale, de su esfera, que es siempre pequeña, y se halla en presencia de acontecimientos que no ha puesto en marcha. Además, si la, prueba del enrejado se generalizara y prolongara, no es seguro que las abejas no acabaran por comprenderla y corregir sus inconvenientes. Ya han comprendido muchas, otras, sacando de ellas el partido más ingenioso. La, prueba de los «panales movibles» o la de las «secciones» por ejemplo, en que se las obliga a almacenar la miel de reserva en cajitas simétricamente, amontonadas, o bien la prueba extraordinaria de la «cera estampada» en que los alvéolos están esbozados solamente por un delgado contorno de cera, cuya utilidad comprenden al punto y que estiran con cuidado, para formar celdas perfectas, sin pérdida de substancia ni de trabajo, ¿ no descubren, en todas las circunstancias que no se presentan en forma de lazo tendido por una especie de dios dañino y burlón, la mejor y la, única solución humana? Para citar una de esas circunstancias naturales pero completamente anormales: si una babosa o un ratón se deslizan en la, colmena, y los matan, ¿qué harán para desembarazares del cadáver que pronto envenenaría la atmósfera? Si es imposible expulsarlo o despedazarlo, lo encerrarán metódica y herméticamente en un sepulcro de cera y de propóleos, que se elevará de una manera extraña entro los monumentos ordinarios de la ciudad. El año pasado encontró en una de mis colmenas, una aglomeración de tres de esas tumbas, separadas como los alvéolos de los panales por paredes medianeras, para economizar la cera lo más que fuese, posible. Las prudentes sepultureras habíanlas levantado sobre los restos de tres caracolitos que un niño había introducido en su falansterio. Por lo común, cuando se trata de caracoles, se contentan con tapar con cera el orificio de la concha. Pero como en este caso, las conchas estaban más o menos rotas, juzgaron más sencillo sepultar y agrieta el todo y para no entorpecer el tráfico de la entrada, dejó en la incómoda mole, cierto número de galerías exactamente proporcionadas no a su tamaño sino al de los machos, dos veces más grandes que ellas. Esto, y el hecho siguiente, ¿no permiten creer que un día han de llegar a descubrir por qué no puede seguirlas la reina a través del enrejado? Tienen un sentido segurísimo de las proporciones, y del espacio que su cuerpo necesita para moverse.
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