Por fin uno de los extremos desciende, otro so eleven, las cuatro puntas llenas de sol del radios manato que canta se reúnen, y semejante a uno de esos tapices inteligentes que, para realizar un deseo atraviesan el horizonte, en los cuentos de hadas, se dirige todo entero, plegado ya, para cubrir la, presencia sagrada del futuro, hacia el tilo, el peral o el sauce, en que la reina acaba de detenerse como un clavo de oro, del que cuelga una por una sus ondas musicales y en torno del cual envuelve su tela de perlas iluminada de alas.
En seguida renace el silencio, y aquel vasto tumulto, y aquel velo temeroso que parece urdido con innumerables amenazas, con innumerables cóleras, y aquella ensordecedora granizada, de oro que siempre en suspenso, resonaba sin tregua sobre todos lo objetos de, los contornos, todo se reduce, al minuto siguiente, a un grueso racimo inofensivo y pacífico, suspendido de una rama de, árbol y formado por millares de pequeñas bayas vivas, pero inmóviles, que aguardan pacientemente el regreso de los exploradores que salieron en busca de un abrigo…
XXX
Es la primer etapa del enjambre que se llama enjambre primario, a cuya cabeza se encuentra siempre la vieja reina. Acostumbra posarse en el árbol o arbusto más cercano al colmenar, porque la reina, pesada a cansa de los huevecillos, y como no ha visto luz desde el vuelo nupcial o desde la enjambrazón del año anterior, vacila todavía antes de lanzarse en el espacio y parece haber olvidado el uso de las alas.
El apicultor aguarda, a que la masa esté bien aglomerada, y luego, con la cabeza cubierta por un sombrero de paja (porque la abeja más inofensiva saca inevitablemente el aguijón apenas se enreda en los cabellos, creyéndose víctima de un lazo), pero sin careta ni velo, si tiene experiencia, y después de haber metido los brazos hasta el codo en agua fría, recoge el enjambre, sacudiendo vigorosamente la rama encima de una colmena vuelta del revés. El racimo cae pesadamente, en ella, como un fruto maduro. O bien, si la rama es demasiado gruesa, toma a manos llenas del montón, con ayuda de una cuchara, y derrama en seguida donde quiere las vivientes cucharadas, como si fueran de trigo. Nada tiene que temer de las abejas que zumban en torno suyo y cuya multitud le cubre la cara y las manos Escucha, su canto de embriaguez, que no se parece a su canto de cólera. No tiene que temer que el enjambre se divida, se irrita, se disipe o se le escape. Ya lo he dicho: ese día, las misteriosas obreras tienen un espíritu de fiesta y de confianza que nada lograría alterar. Se han deshecho de los bienes que tenían que defender, y ya no reconocen a sus enemigos. Son inofensivas a fuerza de ser felices, y son felices sin que se sepa por qué: cumplen con la ley. Todos los seres tienen, así, su momento de ciega felicidad, que la Naturaleza les procura para arribar a sus fines. No nos sorprenda que las abejas se dejen engañar por ella: nosotros mismos, que, con ayuda de un cerebro más perfecto, la observamos desde hace tantos siglos, somos también su juguete, y todavía ignoramos si es afectuosa, impasible e bajamente cruel..
El enjambre permanecerá donde haya caído la reina, y aunque hubiera caído sola en la colmena, una vez señalada su presencia, todas las abejas se dirigirán, en largas filas negras, hacia el retiro materno, y mientras la mayoría penetra apresuradamente en él, otra multitud, deteniéndose en el umbral de las puertas desconocidas, formarán junto a éste los círculos de júbilo solemne con que acostumbran saludarlos acontecimientos falsos. «Tocan llamada» dicen los campesinos. En aquel mismo instante el inesperado abrigo es aceptado y explorado hasta, en sus menores recovecos; millares de pequeñas memorias prudentes y fieles reconocen y anotan su colocación en el colmenar, su forma, su color. Los puntos de referencia de los alrededores son cuidadosamente determinados, la ciudad nueva existe ya por entero en el fondo de sus valerosas imaginaciones y su ubicación está marcada en la inteligencia y el corazón de todos sus habitantes; dentro de sus muros óyese resonar el himno de amor de la presencia real y el trabajo comienza.
Si el hombre no lo recoge, 1a historia del enjambre, no termina aquí. Permanece colgado de la rama hasta el regreso de las obreras que hacen de exploradores o de furrieles alados, las que desde, los primeros momentos de la enjambrazón, se han dispersado en todas direcciones, volando en busca de un albergue. Vuelven luego una, por una, y dan cuenta de, su misión, y ya que es imposible penetrar el pensamiento de las abejas, fuerza es que interpretemos humanamente el espectáculo a que asistimos. Es, pues, probable, que se escuchen atentamente sus informes. Una, sin duda, preconiza un árbol hueco, otra alaba las ventajas de una grieta en una pared vieja, de una cavidad en una gruta, de una madriguera a menudo sucede, que la, asamblea vacila y delibera hasta la siguiente mañana. Por fin se hace la elección y el acuerdo se establece. En un momento dado todo el racimo se agita, hormiguea, se disgrega, se esparce, y con vuelo impetuoso y sostenido, que ya esta, vez no reconoce obstáculos, trasponiendo cercas, trigales, campos de lino, hacinas, estanques, aldeas y ríos, la vibrante nube se dirige en línea recta hacia un punto determinado, siempre muy lejano. Raro es que el hombre pueda seguirla en esta segunda etapa. Vuelve a la Naturaleza, y pedregosas huellas de su destino…
LIBRO TERCERO
La fundación de la ciudad.
I
Veamos, más bien, lo que, en la colmena ofrecida por el apicultor, hace el enjambre que éste ha recogido. Y antes recordemos el sacrificio consumado por las cincuenta mil vírgenes que, según Ronsard,
Portent un gentil eceur dedans un petít
corps
y admiremos otra vez el valor que necesitan para volver a comenzar la vida, en el desierto en que han caído. Han olvidado, pues, la ciudad opulenta y magnífica, en que nacieron, en que su existencia estaba tan asegurada, tan admirablemente organizada, donde el jugo de todas las flores que se acuerdan del sol, permitía sonreír ante las amenazas del invierno. Han dejado adormecidas en el fondo de sus cunas, millares y millares de hijas que no volverán a ver. Han abandonado, además del enorme, tesoro de cera, de propóleos y de polen acumulado por ellas, cerca de ciento veinte libras de miel, es decir, doce veces el pego del pueblo entero, cer-ca de seiscientas mil veces el peso de cada abeja, lo que representaría para, el hombre cuarenta y dos mil toneladas de víveres, toda una flotilla de grandes buques cargados de alimentos más preciosos y más perfectos que cuantos conocemos, porque la miel es para las abejas algo como de vida líquida, una, especie, de quilo inmediatamente asimilable, y casi sin desperdicio.
Aquí, en la nueva morada, no hay nada, ni una gota de miel, ni un jalón de cera, ni un punto de referencia, ni un punto, de apoyo: la desolada desnudez de un monumento inmenso que no tuviera más que el techo y las paredes exteriores. Los muros, circulares y lisos, no contienen más que sombra, la, bóveda monstruosa se ahueca en lo alto sobre el vacío. Pero la abeja no sabe lo que son inútiles lamentaciones, en todo caso no se detiene, a hacerlas. Su ardor, lejos de, abatirse ante una prueba que triunfaría, de cualquier valor, es más grande que nunca. Apenas se ha levantado y puesto en su lugar la colmena, apenas comienza a apaciguares el desorden de.
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