Drory, demuestran que si se quitan todas las celdas grandes de una colmena, llegado el momento de poner huevos de machos, la madre no vacila en depositarlos en las celdas de obreras, y a la inversa, pondrá huevos de obreras en celdas de machos, si no se han dejado otras a su disposición.
En seguida, las hermosas observaciones de M. Fabre sobre las Osmias, abejas silvestres y solitarias de la familia de las Gastrilégidas, prueban hasta la evidencia que no solamente la Osmia conoce de antemano el sexo del huevo que va a poner, sino que ese sexo es facultativo para la madre, que lo determina según el espacio de que dispone, «espacio muchas veces fortuito y no modificable» que, establece aquí un macho, allá una hembra. No entraré en el detalle de los experimentos del gran entomólogo francés. Son extremadamente minuciosos, y nos llevarían demasiado lejos. Pero, cualquiera que sea la hipótesis aceptada, una ú otra explicarían muy bien, fuera de toda inteligencia del porvenir, la propensión de la reina a poner en las celdas de obreras.
Es probable que esa madre, esclava, que nos inclinamos a compadecer, pero que quizá sea una gran enamorada, una gran voluptuosa, experimente con la unión del principio macho y hembra que, se opera en su ser, cierto deleite y como una renovación de la embriaguez del vuelo nupcial, único en su vida. Aquí también debemos admirar la Naturaleza que nunca es tan ingeniosa ni tan disimuladamente previsora como cuando trata, con los lazos que tiende el amor, de asegurar con un placer el interés de la especie. Pero entendámonos y no nos engañemos con nuestra propia explicación. Atribuir de ese modo una idea a la Naturaleza y creer que con ello basta, es arrojar una piedra en uno de esos abismos inexplorables que se hallan en el fondo de ciertas grutas, e imaginarse que el ruido que producirá al caer en él contestará a todas las preguntas, cuando no nos revelará otra cosa que la inmensidad del abismo.
Cuando se repite: «la Naturaleza quiere esto, organiza esta maravilla, se dedica a este fin» es como si se dijera que una pequeña manifestación de la vida logra mantenerse, mientras nos ocupamos de ella, sobre la enorme superficie de la materia que nos parece inactiva y que llamamos, evidentemente sin razón, la nada y la muerte. Un concurso de circunstancias que nada tenía de necesario, ha mantenido esa manifestación, entre otras mil, quizá tan interesantes, tan inteligentes como ella, pero que no han tenido la misma suerte y desaparecieron para siempre sin haber hallado oportunidad de maravillarnos. Sería temerario afirmar otra cosa, y por lo demás, nuestras reflexiones, nuestra teología obstinada, nuestras esperanzas y nuestras admiraciones son, en el fondo, parte de lo desconocido que hacemos chocar contra algo menos conocido aún, para hacer un ruidito que nos da conciencia, del grado más alto de la existencia particular a que podamos alcanzar sobre esta misma superficie muda e impenetrable; como el canto del ruiseñor y el vuelo del cóndor les revelan también el más alto grado de existencia propia a su especie. No por eso deja, de ser cierto que uno de nuestros deberes mejor determinados es el de producir ese ruidito cada vez que se presenta la oportunidad de hacerlo, sin desalentarnos porque sea verosímilmente inútil.
LIBRO CUARTO
Las reinas jóvenes.
I
Cerremos aquí nuestra joven colmena, en que la vida, reanudando su movimiento circular, se extiende y multiplica para dividirse a su turno apenas llegue a la plenitud de la fuerza y la felicidad, y abramos por última vez la ciudad madre, para ver lo que ocurre en ella después de la salida del enjambre.
Tranquilizado el tumulto de la partida, y cuando la han abandonado las dos terceras partes de sus hijos, sin intención de regresar, la desdichada ciudad queda como un cuerpo que ha perdido la sangre: fatigada, sola, muerta casi. Sin embargo, han quedado algunos millares de abejas que, inconmovibles aunque algo languidecidas, vuelven al trabajo, reemplazan a las ausentes lo mejor que pueden, encierran las saqueadas provisiones, van a visitar las flores velan por el depósito del porvenir, conscientes de la misión y fieles al deber que un destino preciso les impone.
Pero, si el presente parece tétrico, todo cuanto el ojo ve está poblado de esperanzas. Nos hallamos en uno de esos castillos de las leyendas alemanas, cuyos muros están revestidos de millares de redomas que contienen las almas de los hombres por nacer. Nos hallamos en la morada de la vida que precede a la vida. Por todas partes, suspensas en las cunas bien cerradas, en la superposición infinita de los maravillosos alvéolos de seis caras, hay millares y millares de ninfas, más blancas que la leche, que con los brazos cruzados y la cabeza, inclinada sobre el pecho, aguardan la hora del despertar. Al verlas en sus sepulturas uniformes, innumerables y casi transparentes, diríase que son gnomos encanecidos que meditan, legiones de vírgenes deformadas por los pliegues del sudario e inhumadas en prismas hexagonales multiplicados hasta el delirio por un geómetra inflexible.
Sobre toda la extensión de esas paredes perpendiculares, claustro de un mundo que crece, se transforma, vuelve sobre sí mismo, cambia cuatro o cinco veces de vestido y teje su mortaja en la sombra, baten las alas y danzan centenares de obreras para mantener el calor necesario y también para un objeto más obscuro, porque su danza tiene sacudidas extraordinarias y metódicas que deben responder a algún fin que ningún observador ha determinado todavía, según creo.
Al cabo de varios días, las tapas de esos millares de urnas (en una colmena grande se cuentan de sesenta a ochenta mil), se agrietan, y dos grandes ojos negros y graves aparecen bajo dos antenas que palpan ya la existencia en torno suyo, mientras un par de activas mandíbulas acaban de ensanchar la abertura. Las nodrizas acuden al punto y ayudan a la joven abeja a salir de su cárcel, la sostienen, la acepillan, la limpian y le ofrecen en la punta de la lengua la primer miel de su nueva vida. La abeja, que llega de otro mundo está aún aturdida, algo pálida, vacilante. Tiene el aspecto débil de un viejecillo escapado de la tumba. Diríase que es un viajero cubierto por el polvo algodonoso de los ignotos caminos que conducen a la existencia. Por lo demás, es perfecta de pies a cabeza, inmediatamente sabe cuanto necesita saber, y semejante a los hijos del pueblo, que, desde que nacen, por decirlo así, comprenden que no tendrán tiempo de jugar ni de reír, se dirige a las celdas cerradas y comienza a batir las alas y a moverse cadenciosamente para calentar a su vez a sus amortajadas hermanas, sin detenerse a descifrar el sorprendente enigma de su destino y de su raza.
II
Sin embargo, en un principio se lo ahorran las tareas más fatigosas. No sale de la Colmena hasta ocho días después, de su nacimiento para realizar su primer «vuelo de aseo» para llenar de aire las bolsas de las tráqueas, que se hinchan, desarrollan todo su cuerpo y la convierten desde ese instante en la esposa del espacio. Vuelve en seguida, aguarda una semana más, y entonces se organiza en compañía de las hermanas de la misma edad, su primera salida de recolectora, en medio de una conmoción muy especial, que los apicultores llaman el «fuego de artificio.» Debería, más bien, decirse, el «fuego de inquietud.» Se ve, en efecto, que, tienen miedo; hijas de la sombra estrecha y de la muchedumbre, se ve que tienen miedo del abismo azul y de la soledad infinita de la luz, y su júbilo vacilante está tejido de terrores. Se pasean en el umbral, vacilan, parten y retornan veinte veces. Se balancean en el aire, con la cabeza obstinadamente vuelta hacia la casa natal, describen grandes círculos que se elevan Y que, de pronto, caen como bajo el peso de una pena, y sus trece. mil ojos interrogan, reflejan y conservan a la vez la imagen de todos los árboles, de la fuente, de la reja, de la espaldera, de los techos y las ventanas de los alrededores, hasta que el camino aéreo por donde se deslizarán al regreso, quede tan inflexiblemente trazado en su memoria como si dos hilos de acero lo señalaran en la atmósfera.
He aquí un nuevo misterio. Interroguémoslo como los demás y si calla como ellos, su silencio ensanchará a lo menos con unas cuantas fanegas nebulosas pero sembradas de buena voluntad, el campo de nuestra ignorancia consciente, el más fértil de los que posee nuestra actividad. ¿ Cómo hallan las abejas su morada que a veces, es imposible que vean, que a menudo está oculta bajo los árboles, y cuya entrada no es, en todo caso, más que un imperceptible punto en la extensión sin límites? ¿Cómo es que, transportadas en una caja a dos o tres kilómetros de la colmena, rara vez se extravían?
¿La distinguen a través de los obstáculos?, oriéntanse con la ayuda de puntos de referencia o poseen ese sentido especial y poco conocido que atribuimos a ciertos animales, a las golondrinas y a las palomas, por ejemplo, y que se llama el sentido de la dirección? Los experimentos de J. H. Fabre, – de Lubbock: y especialmente los do M.
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